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—¿Habéis probado con todo? —preguntó.

—Hemos seguido todos tus consejos, oh Dios —dijo Koomi, y esperó a que casi todos los sacerdotes presentes les estuvieran mirando antes de seguir hablando, ahora en un tono de voz bastante más alto—. Si el faraón estuviera aquí intercedería por nosotros, ¿verdad?

Los ojos de Koomi se posaron en el rostro de la sacerdotisa de Sarduk y vio que le estaba mirando. Koomi no había discutido con ella ni un solo detalle de lo que pensaba hacer y, pensándolo bien, ¿acaso había algo que discutir? Aun así Koomi tenía la sensación de que la sacerdotisa de Sarduk estaba bastante de acuerdo con él. Dios no le caía muy bien, y aparte de eso le tenía un poco menos de miedo que los demás.

—Ya os he dicho que el faraón ha muerto —murmuró Dios.

—Sí, te oímos. Pero el cuerpo parece haber desaparecido, oh Dios. Aun así creemos lo que nos dices, pues es el gran Dios quien habla y hacemos oídos sordos a los cotilleos maliciosos.

Los sacerdotes siguieron sumidos en el silencio más absoluto. Así que ahora también había cotilleos maliciosos, ¿eh? Y antes alguien ya se había referido a los rumores, ¿no? No cabía duda de que algo muy raro estaba sucediendo.

—Ha ocurrido muchas veces en el pasado —dijo la sacerdotisa como si Koomi le hubiese acabado de hacer la señal indicadora de que debía entrar en el escenario—. Cuando un reino estaba amenazado o las aguas del río no subían de nivel, el faraón intercedía ante los dioses. De hecho, era enviado a interceder ante los dioses…

El filo acerado de satisfacción que había en su voz dejaba bien claro que el billete que se le entregaba para ese viaje no incluía el regreso.

Koomi tuvo que reprimir un estremecimiento de deleite y horror. Oh, sí, aquellos sí que habían sido grandes tiempos… Muchos años antes algunos países habían llevado los experimentos en ese terreno hasta el extremo de juguetear con la idea del sacrificio real. Unos cuantos años de banquetes y de gobernar seguidos por un chop lo más tajante posible, y el monarca se esfumaba para dejar paso a una nueva administración.

—En un momento de crisis incluso es posible encargar la intercesión a un ministro o a alguien que ocupe una posición de alto rango dentro del estado —dijo la sacerdotisa de Sarduk.

Dios alzó la cabeza. Su expresión reflejaba la agonía de sus tendones.

—Comprendo —dijo—. ¿Y quién sería el próximo gran sacerdote?

—Los dioses escogerían —dijo Koomi.

—Oh, sí, estoy seguro de que lo harían —murmuró Dios con amargura—. Pero tengo algunas dudas acerca de si sabrían escoger con sabiduría.

—Los muertos pueden hablar con los dioses en el Otro Mundo —dijo la sacerdotisa.

—Pero ahora todos los dioses están aquí —dijo Dios.

Estaba luchando con el terrible palpitar de sus piernas, las cuales no paraban de insistir en que deberían estar moviéndose por el pasillo central a fin de supervisar el Rito del Cielo Bajo. Su cuerpo exigía el alivio que sólo podía encontrar al otro lado del río. Y cuando hubiera cruzado el río no volvería jamás… pero siempre decía eso, claro.

—En ausencia del faraón el gran sacerdote debe asumir sus deberes. ¿No es así, Dios? —preguntó Koomi.

Era cierto. Estaba escrito. En cuanto algo quedaba escrito ya no podías alterarlo. Dios mismo lo había escrito, aunque ya hacía mucho tiempo de eso.

Dios inclinó la cabeza. Esto era peor que la fontanería, esto era peor que cualquier catástrofe moderna. Y pese a ello… pese a ello… cruzar el río…

—Muy bien —dijo—. Tengo una última petición que hacer.

—¿Sí?

La voz de Koomi había adquirido repentinamente un timbre que la hacía mucho más fácil de oír. Ya era la voz de un gran sacerdote.

—Deseo ser enterrado en… —empezó a decir Dios.

El murmullo de los sacerdotes que podían contemplar el otro lado del río le impidió terminar la frase.

Todos los ojos se volvieron hacia la lejana mancha de tinta que era la orilla.

Las legiones de los monarcas de Djelibeibi se habían puesto en movimiento.

Avanzaban tambaleándose y tropezando, pero cubrían terreno con mucha rapidez. Había pelotones, batallones enteros de momias. Ya no necesitaban el mazo de Gern.

—Debe de ser cosa del adobo —dijo el faraón mientras observaba cómo las manos vendadas de media docena de antepasados arrancaban un sello incrustado en la piedra—. Te hace más correoso.

Algunos de los antepasados más viejos se dejaban llevar por el entusiasmo y atacaban las mismísimas pirámides con tanto vigor que lograban mover bloques de piedra más altos que ellos. El faraón no les culpaba. Qué terrible era estar muerto y saber que lo estabas, y que pasarías toda le eternidad encerrado en las tinieblas…

«Nunca me meterán dentro de una de esas cosas», se prometió.

La marea de las momias llegó a otra pirámide. La pirámide era una estructura pequeña, oscura y no muy alta, medio enterrada en las dunas de arena acumulada por el viento, y los peñascos de bordes toscamente redondeados que la formaban apenas si habían conocido las manos de los canteros. Estaba claro que había sido edificada mucho antes de que el Reino dominara el arte de construir pirámides, y más que una pirámide parecía un montón de rocas.

Tallados sobre el umbral se veían los jeroglíficos angulosos y profundos del Reino Primordiaclass="underline" KHUFT ME MANDÓ ERIGIR. LA PRIMERA.

Varios antepasados fueron hacia ella.

—Oh, oh —dijo el faraón—. Quizá estemos yendo demasiado lejos.

—La Primera… —murmuró Dil—. La Primera de todo el Reino… Antes de que se construyera no había nadie; sólo hipopótamos y cocodrilos. Setenta siglos nos contemplan desde el interior de esa pirámide. Es más vieja que cualquier…

—Sí, sí, de acuerdo —le interrumpió Teppicamón—. No creo que haya ninguna razón para ponerse lírico, ¿entendido? Fue un hombre, igual que todos nosotros.

—Y Khuft el camellero contempló el valle… —empezó a salmodiar Dil.

—Et tras llevar siete milenarios de años dentro cierto estoy de que apetecerale volver a contemplarlo, et mucho —dijo secamente Eskh-aler-atep.

—Aun así… —murmuró el faraón—. No sé, me parece un poco…

—Toda la caravedalia igual est —dijo Eskh-aler-atep—. Tú, zagal. Llámale et despabílale.

—¿Quién, yo? —balbuceó Gern—. Pero él fue el Pri…

—Sí, sí, ya hemos hablado de todo eso —le cortó Teppicamón—. Vamos, hazlo. Todo el mundo se está impacientando, y supongo que él también.

Gern puso los ojos en blanco y levantó el mazo. Se disponía a hacerlo caer sobre el sello con un silbido cuando Dil echó a correr hacia adelante haciendo que Gern bailoteara locamente sobre sus pies para no enterrar el mazo en la cabeza de su maestro gremial. Gern logró salir vencedor de su lucha contra la inercia, pero el esfuerzo estuvo a punto de tener graves consecuencias para su ingle.

—¡Está abierta! —exclamó Dil—. ¡Mirad! ¡El sello gira a un lado con solo tocarlo!

—¿Acaso pretendieres decirnos por ventura que non se halla en su morada?

Teppicamón dio un paso tambaleante hacia adelante, se agarró a la puerta de la pirámide y descubrió que no costaba nada moverla. Después examinó la piedra que había debajo. Estaba medio cubierta de polvo y arena, pero no cabía duda de que alguien se había ocupado de mantener despejado un camino que conducía hasta el interior de la pirámide. Y la piedra estaba muy desgastada, como si hubiera soportado el roce de muchos pies…

Y, naturalmente, eso indicaba que en aquella pirámide estaba ocurriendo algo muy raro. Después de todo, lo habitual era que cuando habías entrado en una pirámide ya no volvieras a salir jamás de ella.