Выбрать главу

Teppic siguió corriendo, trepando y balanceándose, y su avance dejó un reguero de crampones clavados a toda prisa en los monumentos que conmemoraban la memoria de los muertos.

Los puntitos de luz de las antorchas esparcidos sobre la piedra caliza indicaban la situación de los dos ejércitos. La enemistad que oponía a los dos imperios era tan profunda como estilizada, pero ambos acataban la vieja tradición de que la guerra no debía emprenderse de noche, durante la época de la cosecha o si llovía. La guerra era lo suficientemente importante como para quedar reservada a ciertos momentos solemnes. Ponerse a guerrear en cualquier momento habría reducido toda la solemnidad del combate a una farsa.

El crepúsculo empezó a deslizarse sobre las posiciones de los dos ejércitos acompañados por el martilleo y las ocasionales maldiciones ahogadas, indicadoras de que ambos bandos habían emprendido una considerable labor de carpintería.

Se ha afirmado que los generales siempre están dispuestos a repetir la última guerra que han librado. El último enfrentamiento bélico entre Efebas y Espadarta había tenido lugar hacía unos cuantos miles de años, pero los generales tienen una memoria envidiable y esta vez no les iban a pillar por sorpresa.

Un gigantesco caballo de madera estaba empezando a cobrar forma a cada lado de lo que sería el campo de batalla.

—Se ha ido —dijo Ptaclusp IIb dejándose resbalar por el montón de cascotes.

—Ya iba siendo hora —dijo su padre—. Échame una mano con tu hermano, ¿quieres? ¿Estás seguro de que no le dolerá?

—Bueno, si le vamos plegando con mucho cuidado no podrá moverse en el Tiempo… es decir, en lo que para nosotros es la anchura. Si no puede sentir el transcurso del tiempo no podrá sufrir ningún daño… creo.

Ptaclusp pensó en los viejos tiempos, cuando la construcción de pirámides se limitaba a colocar un bloque de piedra encima de otro y lo único que debías recordar era que a medida que ibas subiendo ponías cada vez menos bloques. Y ahora construir pirámides significaba correr el riesgo de arrugar a tu propio hijo…

—Bueno, si tú lo dices —murmuró, no muy convencido—. Venga, salgamos de aquí.

Reptó cautelosamente sobre los cascotes y asomó la cabeza por encima del montón justo cuando la vanguardia de los muertos doblaba la esquina de la pirámide más cercana.

«Ya está —fue lo primero que le pasó por la cabeza—. Se han hartado y vienen a protestar…»

Había hecho cuanto estaba en sus manos. ¿Qué esperaban? Construir ciñéndose a un presupuesto no siempre resultaba factible. De acuerdo, puede que no todos los dinteles fuesen exactamente tal y como prometían los planos, y en cuanto a la calidad del escayolado y las molduras interiores decir que habían quedado impecables quizá fuera exagerar un poco, pero…

«Es imposible —se dijo—. No pueden haberse puesto de acuerdo para venir a protestar todos a la vez… Hay demasiados.»

Ptaclusp IIb trepó por el montón de cascotes, se colocó junto a su padre y se quedó boquiabierto.

—¿De dónde han salido todos esos clientes? —preguntó.

—Tú eres el experto. Dímelo tú.

—¿Están muertos?

Ptaclusp observó a las siluetas que se aproximaban.

—Si no están muertos algunos de ellos tienen muy mala cara —dijo por fin.

—¡Huyamos!

—¿Adónde? ¿Quiere que trepemos por la pirámide?

La Gran Pirámide se alzaba detrás de ellos y sus vibraciones hacían temblar la atmósfera. Ptaclusp volvió la cabeza hacia la inmensa estructura y la contempló.

—¿Qué va a ocurrir esta noche? —preguntó.

—¿Cómo?

—Bueno, ¿va a…? No sé qué hizo antes, pero… ¿Crees que volverá a hacerlo?

IIb le miró.

—No tengo ni idea.

—¿Y no puedes averiguarlo?

—La única forma es quedarse aquí para ver qué ocurre. Y ni tan siquiera estoy muy seguro de qué fue lo que hizo antes.

—Y cuando lo haga… ¿Crees que nos gustará?

—Tengo la impresión de que no mucho, papá. Oh, cielos…

—¿Qué está pasando ahora?

—Mira hacia allí.

Los sacerdotes acababan de aparecer y se dirigían hacia los muertos. Koomi iba delante, y la masa de túnicas se extendía detrás de él como si fuese la cola de un cometa.

El interior del caballo estaba oscuro y muy caliente. Y también muy atestado.

Los soldados esperaban y sudaban.

—¿Qué ocu-ocurrirá a-ahora, sa-sargento? —tartamudeó el joven Autoclave.

El sargento trató de mover un pie. La atmósfera de amontonamiento general habría sido capaz de provocar claustrofobia incluso en una sardina.

—Bueno, chico… Nos encontrarán, ¿entiendes?, y se quedarán tan impresionados que nos remolcarán hasta su ciudad, y cuando haya oscurecido del todo saldremos de aquí y les pasaremos a cuchillo. O a espada, como resulte más cómodo, y… En fin, una cosa o la otra, ¿de acuerdo? Y después saquearemos la ciudad, quemaremos las murallas y sembraremos el suelo con sal. Ya os lo expliqué todo el viernes, ¿te acuerdas?

—Oh.

Las gotitas de sudor caían de una decena de frentes. Varios soldados estaban intentando escribir una carta a casa y deslizaban sus punzones sobre tablillas de cera que se encontraban a muy pocos grados de la temperatura de fusión.

—¿Y qué ocurrirá después, sargento?

—Pues que volveremos a casa y seremos recibidos como héroes, muchacho.

—Oh.

Los soldados más veteranos no apartaban los ojos de las paredes de madera y parecían bastante nerviosos. Autoclave se removió como si aún estuviera preocupado por algo.

—Sargento… —murmuró—. Mi mamá me dijo que volviera con mi escudo o encima de él.

—Muy bien, muchacho. Tu madre es una gran mujer.

—Pero no nos pasará nada, ¿verdad? ¿Verdad que no, sargento?

El sargento clavó los ojos en la fétida oscuridad que les rodeaba.

Pasado un rato, alguien empezó a tocar la armónica.

Ptaclusp apartó la mirada de la escena que se estaba desarrollando debajo de él.

—Eres el constructor de pirámides, ¿verdad? —preguntó una voz junto a su oreja.

Otra figura acababa de presentarse en el escondite que Ptaclusp había estado compartiendo con su hijo. Iba vestida de negro y su forma de moverse hacía que el caminar de un gato pareciera tan estruendoso como un hombre-orquesta en plena actuación.

Ptaclusp asintió, pero no consiguió responder. Ya había tenido sorpresas más que suficientes para un solo día.

—Bueno, pues desconéctala. Quiero que la desconectes ahora mismo, ¿entendido?

IIb se acercó a ellos.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Me llamo Teppic.

—Vaya, ¿igual que el faraón?

—Sí, igual que el faraón. Y ahora, desconectadla.

—¡Es una pirámide! ¡Las pirámides no se pueden desconectar! —exclamó IIb.

—Bueno, pues haced algo para que descargue la energía que ha ido acumulando.

—Ya lo intentamos anoche. —IIb señaló los restos de la punta—. Papá, haz el favor de desplegar a Dos-A.

Teppic contempló al hermano aplanado sin decir nada durante unos momentos.

—Supongo que es un poster para adornar la pared, ¿no? —murmuró por fin.

IIb inclinó la cabeza. Teppic captó el movimiento y también miró hacia abajo. Los brotes verdes ya le estaban llegando a la altura de los tobillos.

—Lo siento mucho —dijo—. Parece que no hay ninguna forma de evitarlo.

—Sí, ya me imagino que ha de ser horrible —dijo IIb en un tono de voz tirando a frenético—. Ya sé lo mal que lo pasas. En una ocasión me salió una verruga, y recuerdo que me costó muchísimo librarme de ella.