Dios se volvió hacia él y enarcó las cejas.
—¿Has hablado? —le preguntó.
—Eh… Si es el faraón, entonces… Eh… Entonces yo… Es decir, nosotros… creemos que quizá deberías permitir que siguiera adelante… Eh… ¿No te parece que sería una buena idea?
El báculo de Dios sufrió un espasmo, y Koomi sintió la fría presión de las bandas de energía que se cerraron alrededor de sus miembros dejándole totalmente inmovilizado.
—He dado mi vida por el reino —dijo el gran sacerdote—. La he dado una y otra vez, ¿entiendes? Yo creé cuanto existe. He de cumplir con mi deber hacia lo que he creado.
Y entonces vio a los dioses.
Teppic se izó otro medio metro más y extendió cautelosamente un brazo para sacar un cuchillo del mármol, pero ya se había dado cuenta de que el método no iba a funcionar. La escalada con cuchillos era útil para salvar distancias cortas e incómodas carentes de otra clase de asideros, y aun así casi todos los asesinos la tenían en muy poca estima porque sugería que habías escogido una ruta equivocada. No era para este tipo de obstáculos, a menos que contaras con un suministro ilimitado de cuchillos.
Volvió a mirar por encima de su hombro y vio cómo extraños juegos de luces y sombras parpadeaban sobre la cara de la pirámide.
Los dioses estaban volviendo del crepúsculo, donde habían estado muy entretenidos con sus interminables discusiones y peleas.
Ahora avanzaban tambaleándose a través de los campos y los cañaverales, y venían hacia la pirámide. Apenas poseían un cerebro digno de ese nombre, pero eso no les impedía comprender lo que era. Quizá incluso comprendían lo que Teppic estaba intentando hacer. El que la inmensa mayoría tuviera cabeza de animal dificultaba considerablemente afirmarlo con seguridad, pero Teppic tuvo la impresión de que los dioses estaban muy enfadados.
—¿Vas a controlarlos, Dios? —preguntó el faraón—. ¿Vas a decirles que el mundo debería seguir igual eternamente y no cambiar nunca?
Dios alzó los ojos hacia las criaturas que habían empezado a vadear el río empujándose y peleando las unas con las otras. Había demasiados dientes, demasiadas lenguas colgantes que asomaban por las fauces entreabiertas. Las partes humanas de los dioses se estaban empequeñeciendo a cada momento que pasaba. Un dios de la justicia con cabeza de león —Dios recordó que se llamaba Put—, estaba usando sus escamas como flagelo con el que golpear a uno de los dioses del río. Chefet, el Dios con Cabeza de Perro de la metalurgia, gruñía y atacaba con su martillo a todas las deidades que se le aproximaban lo suficiente. «Chefet —pensó Dios—, la deidad que yo creé para que sirviera de ejemplo a los hombres en todo lo referente al arte del alambre, la filigrana y las bellezas diminutas…»
Y aun así el truco había funcionado. Dios había tomado a un grupo de vagabundos del desierto y les había enseñado cuanto podía recordar referente a las artes de la civilización y los secretos de las pirámides. Ah, qué desesperadamente había necesitado a los dioses entonces…
El problema con los dioses es que en cuanto un número suficiente de personas empieza a creer en ellos tienen la molesta costumbre de hacerse reales, y lo que empieza a existir en ese momento no es lo que se había pretendido originalmente.
«Chefet, Chefet… —pensó Dios—. Creador de anillos, moldeador de los metales. Ahora ha salido de nuestras cabezas, y ved cómo sus uñas se alargan convirtiéndose en garras…»
Dios no había imaginado así a sus deidades.
—Alto —gritó—. ¡Os ordeno que os detengáis! Tenéis que obedecerme. ¡Yo os creé!
Dios no tardó en descubrir que las divinidades tienen otro grave defecto: son unas desagradecidas.
Teppicamón sintió cómo el poder que le envolvía se iba debilitando a medida que Dios desviaba su atención hacia los asuntos eclesiásticos más apremiantes. Volvió la cabeza hacia la minúscula silueta que había recorrido la mitad de la cara de la pirámide y vio cómo vacilaba.
El resto de los antepasados también lo vio y reaccionó como un solo cadáver. Sabían lo que tenían que hacer. Dios podía esperar.
Aquello era un asunto de familia.
Teppic oyó cómo la empuñadura del cuchillo se partía con un chasquido debajo de su pie, se deslizó unos centímetros hacia abajo y acabó quedando inmóvil suspendido de una mano. Había conseguido clavar otro cuchillo por encima de su cabeza pero… No, no iba a servirle de nada. No podía llegar hasta él. A efectos prácticos era como si sus brazos se hubieran convertido en dos trozos de cuerda empapada. Si desplegaba los miembros al máximo durante su deslizamiento por la cara de la pirámide quizá conseguiría reducir la velocidad lo suficiente para…
Miró hacia abajo y vio a los escaladores que venían hacia él, una extraña marea que se movía rápidamente hacia arriba.
Los antepasados subían por la cara de la pirámide sin hacer ningún ruido y se deslizaban como insectos. Cada nueva hilera ocupaba su posición sobre los hombros de la generación que tenía debajo, y después los más jóvenes trepaban hasta quedar por encima de ella. Manos huesudas agarraron a Teppic, la ola de momias se rompió a su alrededor y su cuerpo fue medio empujado medio izado a lo largo de las losas de mármol. Voces que recordaban al crujir de los sarcófagos resonaron en sus oídos gimiendo palabras de ánimo.
—Bien hecho, chico —graznó una momia que estaba empezando a desintegrarse mientras le colocaba sobre su hombro—. Me recuerdas a mí cuando estaba vivo. Tuyo, hijo.
—Ya lo tengo —dijo el cadáver de encima tirando de Teppic sin ninguna dificultad con un solo brazo—. Así me gusta, muchacho… El viejo espíritu indomable de la familia, ¿eh? Tu tío tatarabuelo te desea lo mejor, aunque supongo que no te acordarás de mí. Marchando hacia arriba…
Otros antepasados pasaron junto a Teppic dejándole atrás mientras él iba siendo transmitido de una mano a otra. Dedos muy viejos capaces de ejercer tanta presión como si fuesen de acero tiraron de él y fueron llevándole hacia las alturas.
La pirámide se iba estrechando.
Ptaclusp lo observaba todo desde abajo con expresión pensativa.
—Menuda fuerza laboral —dijo—. Quiero decir que… ¡Caray, pero si los de la base están aguantando todo el peso!
—Papá, creo que será mejor que huyamos —dijo Ptaclusp IIb—. Esos dioses están cada vez más cerca.
—¿Crees que podríamos contratarles? —preguntó Ptaclusp sin hacer ningún caso de su advertencia—. Están muertos. No creo que quieran cobrar un sueldo muy alto, y…
—¡Papá!
—Sería algo así como una auto-construcción de…
—Dijiste que se acabaron las pirámides, papá. Dijiste que nunca más, ¿lo recuerdas? ¡Y ahora, vamos!
Teppic logró llegar a la cima de la pirámide ayudado por los dos últimos antepasados. Uno de ellos era su padre.
—Por cierto, creo que no conociste a tu bisabuela —dijo Teppicamón señalando a la otra figura envuelta en vendajes que le había izado hasta allí.
La momia saludó a Teppic con una amable inclinación de cabeza y Teppic abrió la boca.
—No hay tiempo —dijo su bisabuela—. Lo estás haciendo muy bien, jovencito.
Teppic volvió la cabeza hacia el sol. El sol era un profesional con milenios de veteranía en el oficio, y escogió aquel preciso instante para precipitarse sobre el horizonte. Los dioses ya habían cruzado el río, y lo único que frenaba su avance era su tendencia a empujarse y ponerse zancadillas los unos a los otros, pero a pesar de eso los primeros ya empezaban a tambalearse por las calles de la necrópolis. Unos cuantos permanecían inclinados sobre el punto donde había estado Dios.
Los antepasados se dejaron caer y fueron resbalando a lo largo de la pirámide tan deprisa como habían subido por ella dejando a Teppic solo sobre unos pocos metros cuadrados de roca.