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Capítulo ciento siete Idilio de noviembre

Cuando, anochecido, vuelve Platero del campo con su blanca carga de ramas de pino para el horno, casi desaparece bajo la amplia verdura rendida. Su paso es menudo, unido, como el de la señorita del circo en el alambre, fino, juguetón… Parece que no anda. En punta las orejas, se diría un caracol debajo de su casa.

Las ramas verdes, ramas que, erguidas, tuvieron cuervos- ¡qué horror!, ¡ahí han estado, Platero!-, se caen, pobres, hasta el polvo blanco de las sendas secas del crepúsculo.

Una fría dulzura malva lo nimba todo. Y en el campo, que va ya a diciembre, la tierna humildad del burro cargado empieza, como el año pasado, a parecer divina…

Capítulo ciento ocho La yegua blanca

Vengo triste, Platero… Mira; pasando por la calle de las Flores, ya en la Portada, en el mismo sitio en que el rayo mató a los dos niños gemelos, estaba muerta la yegua blanca del Sordo. Unas chiquillas casi desnudas la rodeaban, silenciosas.

Purita, la costurera, que pasaba, me ha dicho que el Sordo llevó esta mañana la yegua al moridero, harto ya de darle de comer. Ya sabes que la pobre era tan vieja como don Julián y tan torpe. No veía, ni oía, y apenas podía andar… A eso del mediodía, la yegua estaba otra vez en el portal de su amo. El, irritado, cogió un rodrigón y la quería echar a palos. No se iba. Entonces la pinchó con la hoz. Acudió la gente y, entre maldiciones y bromas, la yegua. salió, calle arriba, cojeando, tropezándose. Los chiquillos la seguían con piedras y gritos… Al fin, cayó al suelo y allí la remataron. Algún sentimiento compasivo revoló sobre ella: “¡Dejadla morir en paz!”, como si tú o yo hubiésemos estado allí, Platero; pero fue como una mariposa en el centro de un vendaval.