¡Oh la llama en el viento! Espíritus rosados, amarillos, malvas, azules, se pierden no sé donde, taladrando un secreto cielo bajo; ¡y dejan un olor de ascua en el frío! ¡Campo, tibio ahora, de diciembre! ¡Invierno con cariño! ¡Nochebuena de los felices!
Las jaras vecinas se derriten. El paisaje, a través del aire caliente, tiembla y se purifica como si fuese de cristal errante. Y los niños del casero, que no tienen Nacimiento, se vienen alrededor de la candela, pobres y tristes, a calentarse las manos arrecidas, y echan en las brasas bellotas y castañas, que revientan, en un tiro.
Y se alegran luego, y saltan sobre el fuego que ya la noche va enrojeciendo, y cantan:
…Camina, María,
camina José…
Yo les traigo a Platero, y se lo doy, para que jueguen con él.
Capítulo ciento diecisiete La calle de la ribera
Aquí, en esta casa grande, hoy cuartel de la Guardia Civil, nací yo, Platero. ¡Cómo me gustaba de niño y qué rico me parecía este pobre balcón, mudéjar a lo maestro Garfia, con sus estrellas de cristales de colores! Mira por la cancela, Platero; todavía las lilas, blancas y lilas, y las campanillas azules engalanan, colgando la verja de madera, negras por el tiempo, del fondo del patio, delicia de mi edad primera.