Sin duda, el ciego, como es ciego, no ve la ruina, mayor, si es posible, cada día, cada hora, de su burra. Parece ella entera un ojo ciego de su amo… Una tarde, yendo yo con Platero por la cañada de las Animas, me vi al ciego dando palos a diestro y siniestro tras la pobre burra, que corría por los prados, sentada casi en la hierba mojada. Los palos caían en un naranjo, en la noria, en el aire, menos fuertes que los juramentos que, de ser sólidos, habrían derribado el torreón del Castillo… No quería la pobre burra vieja más advientos, y se defendía del Destino vertiendo en lo infecundo de la tierra, como Onán, la dádiva de algún burro desahogado… El ciego, que vive su oscura vida vendiendo a los viejos por un cuarto, o por una promesa, dos dedos del néctar de los burrillos, quería que l a burra detuviese, en pie, el don fecundo, causa de su dulce medicina.
Y ahí está la burra, rascando su miseria en los hierros de la ventana, farmacia miserable, para todo otro invierno, de viejos fumadores, tísicos y borrachos…
Capítulo ciento veinte Noche pura
Las almenadas azoteas blancas se cortan secamente sobre el alegre cielo azul, gélido y estrellado. El norte silencioso acaricia, vivo, con su pura agudeza.
Todos creen que tienen frío, y se esconden en las casas y las cierran. Nosotros, Platero, vamos a ir despacio, tú con tu lana y con mi manta, yo con mi alma, por el limpio pueblo solitario.