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Por fin, Platero, decidido igual que un hombre, rompe el corro y se viene a mí trotando y llorando, caído el lujoso aparejo. Como yo, no quiere nada con los Carnavales… No servimos para estas cosas…

Capítulo ciento veintisiete León

Voy yo con Platero, lentamente, a un lado cada uno de los poyos de la plaza de las Monjas, solitaria y alegre en esta calurosa tarde de febrero, el temprano ocaso comenzado ya, en un malva diluído en oro, sobre el hospital, cuando de pronto siento que alguien más está con nosotros. Al volver la cabeza, mis ojos se encuentran con las palabras: don Juan… Y León da una palmadita…

Sí, es León, vestido ya y perfumado para la música del anochecer, con su saquete a cuadros, sus botas de hilo blanco y charol negro, su descolgado pañuelo de seda verde y, bajo el brazo, los relucientes platillos. Da una palmadita y me dice que a cada uno le concede Dios lo suyo; que si yo escribo en los diarios…, él con ese oído que tiene, es capaz… “Y a v’osté, don Juan, loj platiyo… El ijtrumento más difisi… El uniquito que ze toca zin papé…”Si él quisiera fastidiar a Modesto, con ese oído, pues silbaría, antes que la banda las tocara, las piezas nuevas. “Ya v’osté… Ca cuá tié lo zuyo… Ojté ejcribe en loj diario… Yo tengo más juersa que Platero… Toq’ust’ aquí…