De cuando en cuando, el hombre se incorpora, se levanta luego, se va al centro de la calle y golpea con indolente fuerza el pandero, mirando a un balcón. La muchacha, pateada por el chiquillo, canta, mientras jura desgarradamente, una desentonada monotonía. Y el mono, cuya cadena pesa más que él, fuera de punto, sin razón, da una vuelta de campana y luego se pone a buscar entre los chinos de la cuneta uno más blando. Las tres… El coche de la estación se va, calle Nueva arriba. El sol, solo.
– Ahí tienes, Platero, el ideal de la familia de Amaro… Un hombre como un roble, que se rasca; una mujer, como una parra, que se echa; dos chiquillos, ella y él, para seguir la raza, y un mono, pequeño y débil como el mundo, que les da de comer a todos, cogiéndose las pulgas…
Capítulo treinta y cuatro La novia
El claro viento del mar sube por la cuesta roja, llega al prado del cabezo, ríe entre las tiernas florecillas blancas; después, se enreda por los pinetes sin limpiar y mece, hinchándolas como velas sutiles, las encendidas telarañas celestes, rosas, de oro… Toda la tarde es ya viento marino. Y el sol y el viento ¡dan un blando bienestar al corazón!
Platero me lleva, contento, ágil, dispuesto. Se dijera que no le peso. Subimos, como si fuésemos cuesta abajo, a la colina. A lo lejos, una cinta de mar, brillante, incolora, vibra, entre los últimos pinos, en un aspecto de paisaje isleño. En los prados verdes, allá abajo, saltan los asnos trabados de mata en mata.