Un estremecimiento sensual vaga por las cañadas. De pronto, Platero yergue las orejas, dilata las levantadas narices, replegándolas hasta los ojos y dejando ver las grandes habichuelas de sus dientes amarillos. Está respirando largamente, de los cuatro vientos, no sé qué honda esencia que debe transirle el corazón. Sí. Ahí tiene ya, en otra colina, fina y gris sobre el cielo azul, a la amada. Y dobles rebuznos sonoros y largos desbaratan con su trompetería la hora luminosa y caen luego en gemelas cataratas.
He tenido que contrariar los instintos amables de mi pobre Platero. La bella novia del campo lo ve pasar, triste como él, con sus ojazos de azabache cargados de estampas… ¡Inútil pregón misterioso, que ruedas brutalmente, como un instinto hecho carne libre, por las margaritas!
Y Platero trota indócil, intentando a cada instante volverse, con un reproche en su refrenado trotecillo menudo:
– Parece mentira, parece mentira, parece mentira…
Capítulo treinta y cinco La sanguijuela
Espera. ¿Qué es eso, Platero? ¿Qué tienes?