Están los jarales bajos constelados de sus grandes flores vagas, rosas de humo, de gasa, de papel de seda, con las cuatro lágrimas de carmín; y una calina que asfixia, enyesa los pinos chatos. Un pájaro nunca visto, amarillo con lunares negros, se eterniza, mudo, en una rama.
Los guardas de los huertos suenan el latón para asustar a los rabúos, que vienen, en grandes bandos celestes, por naranjas… Cuando llegamos a la sombra del nogal grande rajo dos sandías, que abren su escarcha grana y rosa en un largo crujido fresco. Yo me como la mía lentamente, oyendo, a lo lejos, las vísperas del pueblo. Platero se bebe la carne de azúcar de la suya como si fuese agua.
Capítulo sesenta y seis Fuego en los montes
La campana gorda!… Tres…, cuatro toques… ¡Fuego! Hemos dejado la cena, y, encogido el corazón por la negra angostura de la escalerilla de madera hemos subido, en alborotado silencio afanoso, a la azotea.
– ¡En el campo de Lucena! -grita Anilla, que ya estaba arriba, escalera abajo, antes de salir nosotros a la noche… -¡Tan, tan, tan, tan! Al llegar afuera-¡qué respiro!-, la campana limpia su duro golpe sonoro y nos amartilla a los oídos y nos aprieta el corazón.