Ya en la puerta, y cuando voy a entrar en El Vergel, me dice el hombre azul que lo guarda con su caña amarilla y su gran reloj de plata:
– Er burro no pué’entrá, zeñó.
– ¿El burro? ¿Qué burro?- le digo yo, mirando más allá de Platero, olvidado, naturalmente, de su forma animal.
– ¡Qué burro ha de zé, zeñó; qué burro ha de zéee…!
Entonces, ya en la realidad, como Platero no pude entrar por ser burro, yo, por ser hombre, no quiero entrar, y me voy de nuevo con él, verja arriba, acariciándolo y hablándole de otra cosa…
Capítulo setenta y ocho La luna
Platero acababa de beberse dos cubos de agua con estrellas en el pozo del corral, y volvía a la cuadra, lento y distraído, entre los altos girasoles. Yo le aguardaba en la puerta, echado en el quicio de cal y envuelto en la tibia fragancia de los heliotropos.
Sobre el tejadillo, húmedo de las blanduras de septiembre, dormía el campo lejano, que mandaba un fuerte aliento de pinos. Una gran nube negra, como una gigantesca gallina que hubiese puesto un huevo de oro, puso la luna sobre una colina.