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En los largos días en que la niña navegó en su cuna alba, río abajo, hacia la muerte, nadie se acordaba de Platero. Ella, en su delirio, lo llamaba triste:”¡Plateriiillo!… “ Desde la casa oscura y llena de suspiros se oía, a veces, la lejana llamada lastimera del amigo. ¡Oh estío melancólico! ¡Qué lujo puso Dios en ti, tarde del entierro! Septiembre, rosa y oro, como ahora, declinaba. Desde el cementerio,!cómo resonaba la campana de vuelta en el ocaso abierto, camino de la gloria!… Volví por las tapias, solo y mustio; entré en la casa por la puerta del corral, y, huyendo de los hombres, me fui a la cuadra y me senté a pensar, con Platero.

Capítulo ochenta y dos El pastor

En la colina, que la hora morada va tornando oscura y medrosa, el pastorcillo, negro contra el verde ocaso de cristal, silba en su pito, bajo el temblor de Venus. Enredadas en las flores, que huelen más y ya no se ven, cuyo aroma las exalta hasta darles forma en la sombra en que están perdidas, tintinean paradas, las esquilas claras y dulces del rebaño, disperso un momento, antes de entrar al pueblo, en el paraje conocido. -Zeñorito, zi eze gurro juera mío…