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El mayor de los niños, que lo cuidaba, viéndolo yerto en el fondo de la jaula, se ha apresurado, lloroso, a decir:

– ¡Puej no l’a faltao na: ni comida, ni agua!

No. No le ha faltado nada, Platero. “Se ha muerto porque sí”, diría Campoamor, otro canario viejo…

Platero, ¿habrá un paraíso de los pájaros? ¿Habrá un vergel verde sobre el cielo azul, todo en flor de rosales áureos, con almas de pájaros blancos, rosas, celestes, amarillos?

Oye, a la noche, los niños, tú y yo bajaremos el pájaro muerto al jardín. La luna está ahora llena, y a su pálida plata, el pobre cantor, en la mano cándida de Blanca, parecerá el pétalo mustio de un lirio amarillento Y lo enterraremos en la tierra del rosal grande.

A la primavera, Platero, hemos de ver al pájaro salir del corazón de una rosa blanca. El aire fragante se pondrá canoro, y habrá por el sol de abril un errar encantado de alas invisibles y un reguero secreto de trinos claros de oro puro.

Capítulo ochenta y cuatro La colina

¿No me has visto nunca, Platero, echado en la colina, romántico y clásico a un tiempo?

…Pasan los toros, los perros, los cuervos, y no me muevo, ni siquiera miro. Llega la noche, y sólo me voy cuando la sombra me quita. No sé cuándo me vi allí por vez primera y aún dudo si estuve nunca. Ya sabes qué colina digo; la colina roja aquella que se levanta, como un torso de hombre y de mujer, sobre la viña vieja de Cobano.