Platero, muerto él sin saber yo cómo era, ya sabes que, según ese chiquillo, hijo de una madre que lo conoció sin duda, yo soy más tonto que Pinito.
Capítulo noventa y cinco El río
Mira, Platero, cómo han puesto el río entre las minas, el mal corazón y el padrastreo. Apenas si su agua roja recoge aquí y allá, esta tarde, entre el fango violeta y amarillo, el sol poniente; y por su cauce casi sólo pueden ir barcas de juguete. ¡Qué pobreza!
Antes, los barcos grandes de los vinateros, laúdes, bergantines, faluchos-El Lobo, La joven Eloísa, el San Cayetano, que era de mi padre y que mandaba el pobre Quintero; La Estrella, de mi tío, que, mandaba Picón-, ponían sobre el cielo de San Juan la confusión alegre de sus mástiles-¡sus palos mayores, asombro de los niños!-; o iban a Málaga, a Cádiz, a Gibraltar, hundidos de tanta carga de vino… Entre ellos, las lanchas complicaban el oleaje con sus ojos, sus santos y sus nombres pintados de verde, de azul, de blanco, de amarillo, de carmín… Y los pescadores subían al pueblo sardinas, ostiones, anguilas, lenguados, cangrejos… El cobre de Riotinto lo ha envenenado todo. Y menos mal, Platero, que con el asco de los ricos comen los pobres la pesca miserable de hoy… Pero el falucho, el bergantín, el laúd, todos se perdieron.