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Poirot la observó con detenimiento, y por extraño que parezca, lo que más llamó su atención fue la astucia que revelaba la mirada de aquellos inquietantes ojos azules. Eran ellos los que más poderosamente contribuían a encauzar su extraño modo de representar los temas...

—¿Y bien, señora... Cloade...?

De pronto frunció el entrecejo.

—Creo recordar haber oído su nombre hace algún tiempo... —añadió.

Ella asintió con un vehemente movimiento de cabeza.

—El de mi pobre cuñado..., Gordon. Inmensamente rico y a menudo mencionado en la Prensa. Fue muerto en un blitz hará poco más de un año. Un rudo golpe para todos nosotros. Mi marido es su hermano menor. Es médico. El doctor Lionel Cloade... Claro que —añadió bajando la voz— él nada sabe de esta consulta que yo le estoy haciendo. No lo aprobaría. Los doctores, por lo que he podido comprobar, tienen unos puntos de vista completamente materialistas. Lo espiritual parece estarles vedado. Todo lo achacan a la ciencia. Pero yo pregunto..., ¿y qué es la ciencia en sí? ¿Qué puede hacer por sí sola?

Para Hércules Poirot no parecía existir otra contestación a la pregunta que la de hacer una penosa y detallada descripción de Pasteur, de Lister, de la lámpara de seguridad de Humphrey Davy, de la conveniencia del empleo de la electricidad en los hogares y de otra infinidad de nombres y materias por el estilo. Pero esto, naturalmente, no era la respuesta que la señora de Lionel Cloade deseaba. En realidad su pregunta, como otras muchas que se hacen, no son tales preguntas en sí, sino una mera retórica de expresión.

Hércules Poirot se contentó con inquirir de un modo práctico:

—¿Y cómo cree usted que puedo ayudarla, señora Cloade?

—¿Cree usted en la existencia real del mundo de los espíritus, señor Poirot?

—Soy un buen católico, señora —contestó éste, cautelosamente.

La señora Cloade rechazó la cuestión de la fe católica con una sonrisa de desdén.

—¡Ciega! La Iglesia es ciega, absurda y llena de prejuicios y no admite la realidad y la belleza del Más Allá.

—A las doce en punto —cortó Hércules Poirot—, tengo una cita muy importante.

Fue una oportuna observación. La señora Cloade inclinó el cuerpo hacia delante.

—Vamos directamente al punto. ¿Le sería posible, señor Poirot, encontrar a una persona desaparecida?

Poirot enarcó las cejas.

—Claro que me sería posible —respondió con reservas—. Pero la Policía, mi querida señora Cloade, podría hacerlo con mucha más facilidad que yo, puesto que dispone de todos los elementos necesarios.

La señora Cloade rechazó la idea de la Policía como antes lo hiciera con la Iglesia Católica.

—No, señor Poirot, es a usted a quien he sido guiada por los mensajeros celestes. Ahora, escúcheme. Mi cuñado Gordon se casó, pocas semanas antes de su muerte, con una joven viuda, una tal señora Underhay. Su primer marido, un pobre muchacho cuyo fallecimiento le produjo gran desconsuelo, fue dado por muerto en la selva africana. Un país extraordinario y misterioso.

—Un misterioso continente —corrigió Poirot—. ¿Y en qué parte dice usted...?

—En el África Central. La cuna del vodoo[2] y de los zhombies[3]...

—El zhombie pertenece a las Indias Occidentales.

La señora de Cloade ignoró la corrección y prosiguió:

—... de magia negra, de ritos secretos y extraños, un país donde un hombre puede desaparecer y nunca más volver a saberse de él.

—Es posible, es posible —dijo Poirot—, pero cosas parecidas se hacen también en el circo de Piccadilly.

La señora Cloade rechazó también la idea del circo de Piccadilly.

—Dos veces consecutivas, y en un breve espacio de tiempo, señor Poirot, hemos tenido una comunicación con un espíritu que dice llamarse Robert. El mensaje era el mismo cada vez. No hay tal muerte... Estábamos extrañados, puesto que no conocíamos a ningún Robert; le pedimos que ampliara los detalles y nos. contestó: «R. U. R. U. R. U.», y después: «Digan a R. Digan a R.» «¿Decir a Robert?», preguntamos. «No, éste es un mensaje de Robert. R. U.» «Y qué quiere decir U.?» —volvimos a preguntar—. Después, señor Poirot, ocurrió algo extraordinario. El nombre de Underhay nos fue revelado, entresacando sus sílabas al igual que se hacen con las iniciales, un acróstico, de entre los versos de una conocida balada.

Poirot asintió con un movimiento de cabeza, pero sin molestarse en preguntar cómo habiendo deletreado el nombre de Robert, no hubiesen podido hacer lo propio con el de Underhay y en vez de recurrir a aquella especie de logogrifos más bien propios de un departamento del servicio secreto.

—Y el nombre de mi cuñada es precisamente Rosaleen —terminó de decir la señora Cloade, con aire de triunfo—. ¿Comprende usted ahora? La confusión estribaba meramente en las «erres», pero la significación era de una claridad meridiana: «Digan a Rosaleen que Robert Underhay no ha muerto.»

Ésta fue la categórica contestación.

—¡Aja! ¿Y se lo ha dicho usted?

La señora Cloade quedó desconcertada unos instantes.

—Pues..., la verdad..., no. La gente es tan escéptica a veces... Temí que Rosaleen fuese una de tantas. Por otra parte, la noticia podía haber trastornado a esta pobre criatura haciendo que se devanase los sesos tratando de averiguar el lugar, y, si me apura, hasta lo que pudiese estar haciendo su marido.

—¡Además de proyectar su voz a través del éter! Es muy posible. Un método curioso de anunciar su salvamento.

—¡Ah, señor Poirot! Usted no está iniciado en esta clase de materias. ¿Qué sabemos de las circunstancias que concurrieron en su desaparición? El pobre capitán Underhay (no recuerdo ahora exactamente si era capitán o comandante) puede estar en estos momentos prisionero en algún remoto rincón de África Central. ¡Piense usted en la alegría de encontrarlo y devolverle a los brazos amorosos de su joven esposa! ¡Piense en la felicidad de ambos! ¡Oh, señor Poirot, piense en que he sido enviada a usted y tengo la seguridad, la absoluta seguridad, de que no rehusará usted obedecer el mandato del mundo espiritual!

Poirot la contempló meditabundo.

—Mis honorarios —dijo con dulzura— son elevados, extraordinariamente elevados, y el trabajo que usted sugiere no es tan fácil como a primera vista parece.

—¡Es una verdadera pena! Mi marido y yo estamos, desgraciadamente, a la cuarta pregunta. ¡Qué a la cuarta! ¡A la octava! Y lo peor es que él no está enterado de ciertos detalles. Por consejos de los espíritus, compré ciertas acciones de Bolsa y el resultado no ha podido ser más desastroso. Sus precios han bajado de tal forma que ni siquiera se cotizan hoy en el mercado.

Una mirada de desconsuelo brotó de sus inquietos ojos azules.

—No me he atrevido a confesárselo a mi marido —prosiguió—. Se lo digo a usted, sólo con objeto de que se haga cargo de mi situación. ¡Pero reunir a una enamorada pareja es una misión tan noble, señor Poirot...!

—La nobleza, chére madame, no serviría para pagar los gastos de transporte por tierra, aire y mar, que yo tendría que hacer, ni tampoco el de telegramas y cables y el de interrogatorio a los testigos.