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—Y usted cree, por deducción, que este sujeto pudiera muy bien ser el propio Robert Underhay, ¿verdad?

—Que cabe en lo posible, al menos. He hablado repetidamente con Beatrice acerca de la conversación que oyó, pero he visto que no puede recordar con exactitud las palabras, asimismo Arden decía que Robert Underhay había caído muy bajo, que estaba mal de salud y que necesitaba dinero desesperadamente. ¿No cree usted que pudiera muy bien haber estado hablando de sí mismo? Parece también que insinuó que de aparecer Underhay en Warmsley Vale, podría ser de consecuencias funestas para el bolsillo de David Hunter.

—¿Qué prueba de identificación se presentó en el sumario?

Rowley movió suavemente la cabeza de un lado para otro.

—Ninguna concluyente. Sólo la testificación de los de la posada diciendo que se había registrado allí con el nombre de Enoch Arden.

—¿Y qué hay de sus documentos?

—No llevaba ninguno.

—¿Cómo?

Poirot se incorporó, sorprendido.

—¿Que no llevaba ninguno?

—Ninguno. Todo lo que se encontró en su posesión fueron unos cuantos pares de calcetines, una camisa, un cepillo de dientes, etc., pero no documento alguno.

—¿Ni pasaporte? ¿Ni cartas? ¿Ni siquiera una mala tarjeta?

—Nada.

—Eso es muy interesante —cedió Poirot—. Sí, muy interesante.

Rowley prosiguió:

—David Hunter, esto es, el hermano de Rosaleen, fue a visitarle la noche siguiente a su llegada. Su historia contada a la policía es que había recibido una carta de Arden en la que le decía ser un amigo de Robert Underhay y que se encontraba en situación bastante apurada. Que a petición de su hermana había ido a verle a la posada y que le había dado un billete de cinco libras. Esa es su historia y puede usted tener la seguridad de que se aferrará a ella. Claro que la policía tiene también sus reservas acerca de lo de la conversación oída por Beatrice.

—¿Dice David Hunter que no ha visto a ese hombre con anterioridad?

—Así dice. De todos modos, no creo que Hunter se haya encontrado jamás con Underhay.

—¿Y qué hay de Rosaleen Cloade?

—La policía le hizo ir al depósito para ver si podía identificar el cadáver.

—¿Y...?

—Después de mirarlo detenidamente, les contesto que le era desconocido.

Eh bien! —dijo Poirot—. Ahí tiene usted la respuesta a su pregunta.

—¿Usted lo cree? —preguntó Rowley, bruscamente—. Pues yo no. Si el muerto es Underhay, Rosaleen no fue jamás la esposa de mi tío, y no tiene, por lo tanto, derecho ni siquiera a un céntimo de su fortuna. ¿Cree usted sinceramente que en esas circunstancias le habría reconocido?

—¿No se fía usted de ella?

—Ni de ella, ni de él.

—Se podrá encontrar, sin embargo, mucha gente que pueda decir, sin temor a equivocarse, si se trata o no de Robert Underhay.

—No lo crea usted. Y es precisamente por eso por lo que he venido a verle. Para que encuentre un solo hombre que pueda identificar a Robert Underhay. Aparentemente no tiene pariente ni amigo alguno en este país. Se trata por lo visto de un hombre bastante insociable. Pero aunque la guerra ha dispersado a las gentes, alguien ha de haber que al menos pueda reconocerle. Yo no sabría por dónde empezar, y, como agricultor, tampoco dispongo del tiempo necesario.

—¿Y por qué ha venido usted a mí, precisamente?

Rowley quedó como aturdido, sin saber qué contestar.

Poirot hizo un leve guiño con uno de los ojos y añadió:

—¿Guiado por los espíritus, quizá?

—¡No, por Dios! —contestó aterrorizado Rowley—. A decir verdad...

Se quedó titubeando unos instantes.

—Oí decir a un amigo —prosiguió— que era usted una especie de mago en esta clase de asuntos. Sé que sus honorarios son elevados y no he de negarle que nosotros andamos un poco apretados en materia de dinero, mas espero que entre todos podremos encontrar la cantidad que sea necesaria. Quiero decir, en el caso de que acepte.

Hércules Poirot dijo reflexivamente:

—Acepto, y casi puedo asegurarle que podré hacer algo en su obsequio.

Su memoria, una memoria precisa y bien definida, escudriñó el panorama de sus recuerdos. El «plomo» del club, el crujido de unos periódicos, la monótona voz.

El nombre, recordaba haber oído también el nombre, no tardaría en acudir obediente a su evocación. Si no, siempre podría recurrir a Mellon... Pero no hacía falta. Ya lo tenía. ¡Porter! ¡El comandante Porter!

Hércules Poirot se puso en pie.

—¿Quiere usted volver esta tarde, señor Cloade?

—¿Esta tarde...? No sé si podré, pero... en fin, haré un esfuerzo. No creo que pueda usted hacer nada en tan corto tiempo.

Miró a Poirot con espanto e incredulidad. Poirot habría descendido a la categoría de humano, si hubiese podido resistir la tentación de recurrir a uno de sus frecuentes alardes de espectacularidad. Como si la memoria de un glorioso predecesor llenase de pronto sus recuerdos, exclamó:

—Tengo mis métodos propios, señor Cloade.

Había acertado en la frase. La expresión de Rowley se volvió respetuosa en extremo.

—Sí..., claro..., claro..., usted debe de saberlo mejor que yo.

Poirot no tardó en aclarar sus dudas. Cuando Rowley se hubo marchado, se sentó y escribió una breve misiva. Al dársela a George, le instruyó para que la llevara al club «Coronation» y que esperara la respuesta.

Ésta fue altamente satisfactoria. El comandante Porter mandaba sus saludos al señor Hércules Poirot y le decía que se honraría en recibirles, a él y a su amigo, en su casa de la calle Edgeway, número 78, Camden Hill, aquella misma tarde a las cinco.

A las cuatro y media apareció Rowley Cloade.

—¿Ha habido suerte, señor Poirot?

—¡Claro, señor Cloade! Ahora mismo iremos a ver a un antiguo amigo del capitán Robert Underhay.

—¿Qué...? —exclamó Rowley, abriendo la boca y mirando a Poirot con el estupor que un niño muestra al ver los prodigios que realiza un experto prestidigitador—. ¡Si es increíble! ¡No entiendo cómo haya usted podido conseguirlo en unas pocas horas!

Poirot abrió las manos como tratando de evitar los cumplidos, pero no mostró deseo alguno de revelar la simplicidad del ardid. La sorpresa de Rowley halagaba su vanidad.

Los dos salieron juntos y tomaron un taxi que les condujo a Camden Hill.

El comandante Porter habitaba el primer piso de una destartalada vivienda. Fueron recibidos por una rubicunda y alegre sirvienta que les condujo a una habitación cuadrada con largos estantes llenos de libros. Cubrían el suelo dos alfombras de atractivos colores pálidos en las que se notaban la acción dolorosa del uso y del tiempo. Poirot se fijó en que el centro había sido recientemente cubierto por un nuevo y espeso barniz que contrastaba visiblemente con el viejo y ya gastado que aparecía en los bordes. Comprendía que, hasta hacía poco, aquella habitación debía haber estado ornada con ricas alfombras por las que probablemente se habría pagado una no despreciable suma en aquellos tiempos.

Miró después al hombre que vestido con un traje de impecable corte, aunque ya un poco deslustrado, permanecía erguido junto a la chimenea. Poirot podía deducir con un simple golpe de vista que la vida que llevaba el comandante Porter, oficial retirado, no era, ni con mucho, digna de envidia. Los impuestos y el elevado coste de la vida habían mermado considerablemente los ingresos de aquellos viejos corceles de Marte. Pero había algo a lo que el comandante Porter no habría querido seguramente renunciar. A seguir pagando su cuota en el club, pongamos por caso.

El comandante hablaba en forma espasmódica.

—Creo que no he tenido el gusto de verle antes de ahora, señor Poirot. ¿Dice usted que en el club? ¿Hace un par de años? Su nombre no me es desconocido, como es natural.