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—Vamos, Rowley. Tú sabes que no es verdad lo que dices. No es ningún parásito. Quizá sea un aventurero...

—Y un asesino vulgar.

—¿Qué quieres decir? —preguntó ella sin aliento.

—¿Quién crees que mató a Underhay?

—¡No lo creo! —aulló—. ¡No lo creo!

—¡Claro que fue él quien mató a Underhay! ¿Quién si no? Él estaba aquí aquel día. Vino en el tren de las cinco y media. Yo había ido a la estación y le vi de lejos.

Lynn dijo, retadora:

—¡Se volvió a Londres la misma noche!

—¡Claro! Después de haber matado a Underhay —replicó Rowley con aire triunfal.

—No deberías lanzar estas afirmaciones, Rowley. ¿A qué hora dices que fue muerto Underhay?

—No lo sé exactamente.

Rowley pareció refrenarse un tanto y se detuvo a considerar.

—No sabremos nada en concreto hasta que se termine el sumario mañana, pero me figuro que fue entre las nueve y las diez.

—David cogió el tren de las nueve y veinte para Londres.

—¿Y cómo lo sabes?

—Porque me encontré con él cuando corría para alcanzarlo.

—¿Y cómo sabes que consiguió cogerlo?

—Porque me telefoneó más tarde desde Londres.

Rowley se le volvió con furia.

—Oye, oye. ¿Qué quiere decir eso de telefonearte desde Londres? ¿O es que acaso yo...?

—¿Qué importa eso ahora, Rowley? Lo que he querido decir es simplemente que cogió el tren.

—Tuvo tiempo bastante para matarle y haber alcanzado el tren.

—No, si la muerte ocurrió después de las nueve.

—Bien, puede ser que ocurriera poco antes de esa hora.

En el timbre de la voz de Rowley empezaban ya a manifestarse los efectos de la duda.

Lynn entornó ahora los ojos. ¿Podría ser aquello verdad? Cuando bramando y sin aliento salió Hunter aquella tarde de entre las matas, ¿habría sido en realidad un asesino quien la estrechaba entre sus brazos? Recordaba su curiosa excitación, lo atrevido de sus modales. ¿Sería ése acaso la reacción natural que produce la comisión de un crimen? ¡Quién sabe! ¿Había alguna razón para creer que existiera un antagonismo definido entre la persona de David y la de un criminal? ¿Sería capaz de matar a sangre fría a un hombre que ningún daño le hubiese hecho, a un fantasma del pasado? ¿A un hombre cuyo único crimen fuese el de interponerse entre Rosaleen y una gran fortuna, entre David y el disfrute del dinero de su hermana?

Y murmuró:

—¿Por qué habría de matar a Underhay?

—¡Por Dios, Lynn! ¿Y lo preguntas? ¡Si acabo de decírtelo! ¡Vivo Underhay, significaría que el dinero del tío Gordon era nuestro! He de confesar, sin embargo, que Underhay trataría de plantearle un chantaje.

Esto era ya al fin una razón. David podía haber matado a un canalla. ¿Qué otro trato hubiese podido merecer un vulgar chantajista? Sí, aquello encajaba en el marco presentado por Rowley. Además, aquella prisa de David, su excitación, su forma algo feroz de hacer el amor. Y después su renunciación. «Debo marcharme de Inglaterra, sin pérdida de tiempo...» Sí, todo entraba en lo posible.

Tan absorta estaba en sus pensamientos, que las palabras de Rowley sonaban en sus oídos como el eco de una voz lejana que le decía:

—¿Qué te pasa, Lynn? ¿Te encuentras bien?

—¡Claro que si!

—Pues por lo que más quieras, no pongas esa cara.

Rowley se volvió a mirar a Long Willows, que se destacaba claramente al pie de la colina.

—Gracias a Dios que al fin podremos hermosear un poco todo esto. Haré que se compre nueva maquinaria, nuevos gabinetes, nuevos enseres. Quiero hacer de mi casa un lugar digno de ti.

Aquella casa había de ser un futuro hogar, pensó Lynn. Y en el alborear de un no lejano día, David se balancearía tétricamente colgado al extremo de una sebosa cuerda...

Eso pensaba.

Capítulo III

Con la cara pálida y el gesto de determinación, David tenía puestas sus manos sobre los hombros de Rosaleen.

—Te digo que todo irá bien —le decía—. Lo único que has de hacer es no perder la cabeza y seguir al pie de la letra mis instrucciones.

—¿Y si te cogen, David? Tú mismo me has dicho que eso entraba en lo posible.

—Es cierto, sí; pero no podrán retenerme largo tiempo si tú sigues firme en tus declaraciones.

—Haré lo que tú me digas.

—¡Así me gusta! No lo olvides. Mantente firme en que el cadáver no es el de tu marido Robert Underhay.

—Pero me harán preguntas y me obligarán quizás a decir cosas en contra de mi voluntad.

—No tengas miedo, no te las harán. Te repito que todo está bien.

—Todo está mal, querrás decir. ¿Cómo puede estar bien que pretendamos quedarnos con un dinero que no nos pertenece? Me he pasado las noches en vela pensando en eso, y sé que Dios nos castiga por nuestra maldad.

David la miró con el ceño fruncido. Siempre había desconfiado de sus acendrados sentimientos religiosos y ahora más que nunca temía que éstos dieran al traste con todos sus planes. Sólo había una cosa que hacer.

—Escucha, Rosaleen —le dijo con dulzura—. ¿Quieres verme colgado de una cuerda?

El terror la hizo abrir desmesuradamente los ojos.

—¡Oh, David, no digas eso! ¡No podrán! —exclamó.

—Sólo hay una persona que pueda hacerlo, y esta personas eres tú. Si tú admites sólo una vez, bien sea con un gesto, o de palabra, que el muerto pudiera ser Robert Underhay, con tus propias manos pones una soga alrededor de mi cuello. ¿Me comprendes bien?

La observación hizo su efecto. Le miró con ojos desencajados y contestó como en un gemido:

—¡Soy tan estúpida, David...!

—No, no lo eres. De todos modos, tampoco conviene que te las eches de lista. Tendrás que jurar solemnemente que el muerto no es tu marido. ¿Crees que podrás hacer eso?

Movió al cabeza afirmativamente.

—Pon cara de estúpida, si quieres. Haz ver que no entiendes bien las preguntas que te hagan. Eso no te ha de perjudicar. Pero no olvides mantenerte firme en todo cuanto te he advertido. Gaythorne estará a tu lado y te ayudará. Es un célebre criminalista y por eso he contratado sus servicios. Estará presente en el sumario e impedirá cualquier treta que intenten utilizar contigo. Y por lo que más quieras, no trates de mostrarte inteligente ni de pretender ayudarme con algo de tu propia cosecha.

—Lo haré así, David. Haré lo que tú me digas.

—Eso esperaba de ti. Cuando todo esto se haya acabado, nos iremos de aquí. Nos marcharemos al sur de Francia..., a Italia o a América si tú quieres. Mientras tanto, cuida un poco de tu salud. Déjate de perder noches devanándote los sesos. Toma esas píldoras de bromuro, o de lo que sea, que te ha recetado el doctor Cloade para dormir, alegra el espíritu, y no olvides que tenemos todavía un porvenir risueño ante nosotros.

—Ahora —dijo consultando su reloj— es hora de ir al Juzgado. La vista está señalada para las once.

Echó una detenida mirada a su alrededor. En aquella magnífica morada todo respiraba belleza, lujo, comodidad... Aromas que él había logrado aspirar con deleite durante el corto espacio de unos meses. Ahora... Tal vez esta mirada fuera su postrer adiós.

Se había encontrado de pronto en un laberinto sin salida. Pero no lo deploraba. Estaba acostumbrado a luchar.

Miró a Rosaleen e intuitivamente adivinó el interrogante impreso en su triste semblante.

—No fui yo quien le mató, Rosaleen —dijo—. Te lo juro por todos los santos que hay en tu calendario.

Capítulo IV

El sumario judicial tuvo efecto en Cornmarket. El juez instructor, señor Pebmarsh, era un hombre diminuto y minucioso, con lentes y un elevado concepto de su personalidad.