A su lado se sentaba el corpulento superintendente Spence, y en un discreto segundo término un hombre de baja estatura y aspecto de extranjero, con largos y negros mostachos. Estaba presente toda la familia Cloade: Jeremy Cloade y su esposa, Lionel Cloade con la suya, Rowley Cloade, la señora Marchmont y Lynn; todos. El comandante Porter ocupaba un asiento separado de los demás y con muestras de marcado disgusto.
El juez carraspeó unos instantes, y después de dirigir una inquisitiva mirada al Jurado, compuesto de nueve destacados residentes de la localidad, procedió a declarar abierta la instrucción del sumario.
Alguacil Peacock...
Sargento Vane...
Doctor Lionel Cloade...
—En ocasión en que atendía usted a uno de sus pacientes en la posada «El Ciervo», se acercó a usted la sirvienta Gladys Atkins, ¿verdad?
—Así fue.
—¿Qué fue lo que le explicó?
—Que el ocupante del cuarto número 5 estaba tumbado en el suelo y muerto al parecer.
—¿Y en consecuencia usted subió a la habitación mencionada?
—Sí, señor.
—¿Quiere usted describirnos lo que vio allí?
El doctor Cloade hizo un sucinto relato. El cuerpo de un hombre... la cara pegada al suelo... heridas en la parte posterior de la cabeza... y unas tenazas de las que se usan para avivar la lumbre.
—¿Era usted de la opinión de que las heridas fueron causadas por las tenazas en cuestión?
—Algunas de ellas lo eran incuestionablemente.
—¿Y que fue administrado más de un golpe?
—Sí. No hice un detallado examen, pues creí conveniente no tocar ni mover el cuerpo hasta tanto no se hubiese presentado la policía.
—Muy bien hecho. ¿Estaba vivo o muerto?
—Muerto.
—¿Cuántas horas llevaría así cuando usted llegó?
—No podría decirlo exactamente, pero deduzco que no menos de once, y posiblemente hasta trece o catorce, digamos entre las siete y media de la mañana y las diez y media de la noche precedente.
—Muchas gracias, doctor Cloade.
Después declaró el cirujano de la policía, dando una descripción completa y técnica de las lesiones. Había una fuerte contusión en la mandíbula inferior y las huellas de cuatro o cinco golpes en la base del cráneo, algunos de ellos asestados después de sobrevenir la muerte.
—¿Cree usted que hubo brutalidad y ensañamiento en la agresión?
—Positivamente.
—¿Se hubiera... necesitado una gran fuerza para descargar esos golpes?
—Fuerza totalmente... no. Las tenazas cogidas por la extremidad de la boca pueden manejarse sin dificultad, y las pesadas bolas de acero que rematan los brazos del mango herir de forma contundente. Cualquier persona de constitución débil podría haber infligido esas lesiones siempre que obrara impulsado por una fuerte excitación.
—Muchas gracias, doctor.
Siguieron detalles acerca de las condiciones en que se encontraba el cuerpo, bien nutrido, en perfecto estado de salud y de unos cuarenta y cinco años de edad. Ningún signo de enfermedad o lesión orgánica: corazón, pulmones, etcétera, todo bien.
Beatrice Lippincott presentó pruebas de la llegada del hombre a la posada. Se había inscrito como Enoch Arden, de la Ciudad de El Cabo.
—¿Presentó la víctima alguna cartilla de racionamiento o documento similar?
—No, señor.
—¿Se lo pidió usted?
—Al principio, no. No sabía el tiempo que iba a permanecer en mi casa.
—¿Y después?
—Después, sí. Él llegó el viernes y al día siguiente le dije que si pensaba continuar en la posada más de cinco días tendría que entregarme la libreta de racionamiento.
—¿Qué contestó él a eso?
—Que me la daría.
—¿Y no se la dio?
—No.
—¿No dijo, acaso, que se le hubiese perdido? ¿O que no la tenía?
—No, no. Dijo simplemente que trataría de encontrarla.
—Señorita Lippincott, ¿oyó usted en la noche del sábado alguna conversación especial?
Con un elaborado preámbulo para tratar de justificar su presencia en el cuarto número 4, Beatrice Lippincott contó su historia, secundada con astucia por el propio juez.
—Gracias. ¿Mencionó usted a alguien el tema de esta conversación?
—Sí, señor. Se lo conté al señor Rowley Cloade.
—¿Y por qué al señor Cloade?
—Creí un deber hacerlo —contestó Beatrice, poniéndose como una amapola.
Un hombre alto y delgado, el señor Gaythorne, se levantó y pidió permiso para hacer una pregunta.
—En el curso de la conversación sostenida entre el difunto y el señor David Hunter, ¿oyó usted alguna vez mencionar al primero que fuese el propio Robert Underhay?
—No.
—En realidad, hablaba de Robert Underhay como si se tratara de una tercera persona, ¿verdad?
—Así es.
—Gracias, señor juez. Era eso lo que necesitaba saber.
Beatrice Lippincott volvió a su asiento y fue llamado Rowley Cloade.
Confirmó cuando había oído a Beatrice, y después narró la conversación tenida con el difunto.
—¿Dice usted que sus últimas palabras dirigidas a usted fueron las de: «No olvide que nada podrá usted probar sin contar con mi cooperación», y que éstas eran a su juicio una prueba de que Robert Underhay estaba todavía vivo?
—Creo que ésa era su idea. Después se echó a reír.
—¡Ah! ¿Se echó a reír? ¿Y qué finalidad cree usted que tuvieron?
—La de ver si yo me decidía a hacerle alguna oferta. Pero después lo pensé mejor...
—Lo que usted pensó después no hace al caso, señor Cloade, a no ser que haya querido usted decir que como resultado de su entrevista salió usted en busca de una persona que conociera a Robert Underhay, cosa que, naturalmente, le hubiese sido de gran utilidad. —Eso fue precisamente lo que pensé.
—¿A qué hora se separó usted del cadáver?
—Me figuro que sería a eso de las nueve menos cinco.
—¿Qué le hace suponer que fuese ésa la hora?
—Porque en el momento que salía a la calle oí las campanas de un reloj situado en un edificio vecino que daban las nueve.
—¿Mencionó el difunto la hora en que esperaba a su cliente?
—No.
—¿Y su nombre?
—Tampoco.
—¡David Hunter!
Corrió un leve murmullo entre los vecinos de Warmsley Vale congregados en la sala y que retorcían sus cuellos para conseguir echar una mirada a aquel hombre alto y delgado que con cara de pocos amigos, miraba al Jurado y al presidente en actitud de desafío.
Los preliminares fueron rápidos y concisos. El juez continuó:
—¿Fue usted a ver al difunto en la noche del sábado?
—Sí. Recibí una carta suya solicitando una pequeña ayuda y diciendo que había conocido en África al primer marido de mi hermana.
—¿Conserva usted esa carta?
—No, no suelo guardarlas.
—Usted ha oído el relato que de la conversación que usted sostuvo con el difunto ha hecho la señorita Beatrice Lippincott. ¿Es cierto lo que ella ha dicho?
—Completamente falso. La víctima habló de haber conocido a mi difunto cuñado, de que se encontraba en situación muy apurada y de la necesidad de que yo le hiciera un pequeño préstamo en la seguridad de que no tardaría en devolvérmelo.
—¿Le mencionó que Robert Underhay estuviese vivo?
David sonrió:
—Al contrario. Me dijo: «Si Robert viviese, estoy seguro que no vacilaría en ayudarme.»
—Ésa es una versión completamente distinta de la que hace un momento nos contó la señorita Lippincott.
—Esas fisgonas —dijo David— acostumbran a oír sólo una parte de las conversaciones, y después todo lo embrollan con su fogosa imaginación.
Beatrice Lippincott se levantó furiosa, pero el juez la contuvo, amonestándola con severidad.
Después se volvió otra vez hacia David.
—¿Visitó usted de nuevo al difunto la noche del martes? —prosiguió.