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Era un espacioso y elegante dormitorio. El sol entraba a torrentes por una de las ventanas iluminando unas artísticas alfombras que cubrían casi totalmente el suelo.

Sobre una cama de madera yacía Rosaleen, dormida al parecer. Su cabeza estaba ligeramente inclinada sobre la almohada y unas largas y oscuras pestañas parecían acariciar suavemente sus mejillas. Una de sus manos estrujaba con fuerza un pañuelo y en su cara, en general, había una expresión de placidez de niño que se queda dormido tras un prolongado llanto.

Poirot cogió una de sus manos con objeto de tomarle el pulso. Estaba fría como el hielo.

—Debe de llevar así ya unas horas —le dijo a Lynn—. Murió seguramente mientras dormía.

—¡Oh, señor! ¿Y qué cree usted que debemos hacer ahora? —exclamó la doncella, rompiendo a sollozar.

—¿Quién era su doctor?

—El tío Lionel —respondió Lynn.

—Telefonee inmediatamente al doctor Cloade —dijo Poirot a la doncella.

Salió ésta con los ojos aún llenos de lágrimas y Poirot empezó a inspeccionar la habitación. Había una pequeña cajita de cartón sobre la mesilla de noche con la siguiente inscripción: «Para tomar una en el momento de acostarse.» Abrió la caja envolviéndola primero con un pañuelo. En su interior quedaban aún tres sellos. Se dirigió después a la chimenea y luego a una mesita escritorio. La silla había sido empujada a un lado. Sobre aquélla había una carpeta abierta y en ella una hoja de papel emborronada con una serie de garabatos que recordaban la escritura de un niño de pocos años. Decía así:

«No sé qué hacer... No puedo seguir así por más tiempo... He sido tan mala... Tengo que confesarlo todo a alguien y recuperar la tranquilidad... Empezaré diciendo que no fue nunca mi idea hacer mal a nadie. No sabía siquiera lo que iba a ocurrir. Debo ponerlo todo por escrito...»

Las palabras terminaban con una línea parecida a un prolongado guión. La pluma seguía donde seguramente había sido abandonada. Poirot volvió a releer el contenido del papel mientras Lynn, al lado de la cama, seguía contemplando a la muerta.

De pronto la puerta se abrió con estrépito y David Hunter entró jadeante en la habitación.

—¡David! —exclamó Lynn—. ¡Te han soltado al fin! ¡No sabes cuánto me alegro!

Sin hacer caso de sus palabras, la apartó con brusquedad y se inclinó sobre la pálida figura de Rosaleen.

—¡Rosa! Rosaleen... —gritó.

Tocó su mano yerta y después se volvió a Lynn con ojos encendidos por la cólera.

—¡Por fin la habéis matado! ¿verdad? —dijo, acentuando deliberadamente sus palabras—. ¡Por fin os habéis desembarazado de su carga! Primero lo hicisteis conmigo tratando de enviarme a la horca con una serie de pruebas muy hábilmente preparadas y ahora, entre todos, habéis conseguido también eliminarla a ella. ¿O acaso ha sido la obra de uno solo? ¡No me importa quién! ¡Lo cierto es que la habéis matado! ¡Queríais su cochino dinero, ya lo tenéis! ¡Ya sois ricos, pandilla asquerosa de asesinos! No fuisteis capaces de matarla mientras estuve a su lado, pero al verla sola e indefensa comprendisteis que había llegado vuestra oportunidad... ¡y supisteis aprovecharla!

Se detuvo unos instantes y añadió con voz baja y temblorosa:

—¡Asesinos!

—¡No, David! —gritó Lynn—. Estás en un error. No hay ninguno de nosotros que sea capaz de una bajeza semejante.

—Uno de vosotros la mató, Lynn Marchmont. ¡Lo sabes tan bien como yo!

—Te lo juro, David. Te lo juro que no hay uno solo de mi familia que sea capaz de una cosa así.

La fiereza de su mirada pareció atenuarse un tanteo.

—Quizá no hayas sido tú, Lynn...

—No digas quizá. ¡No he sido yo, David, te lo juro!

Hércules Poirot se adelantó unos pasos y tosió significativamente. David se volvió hacia él.

—Creo —dijo Poirot— que exagera usted un poco la nota de su dramatismo. ¿Por qué saltar a la conclusión de que su hermana fue asesinada?

—¿Quiere usted decir que no lo fue? ¿Llama usted a esto —dijo señalando el cuerpo que yacía sobre la cama— una muerte natural? Rosaleen sufría de los nervios, pero tenía una constitución envidiable.

—Ayer noche —añadió Poirot— estuvo aquí escribiendo antes de acostarse...

David se dirigió a la mesa y se inclinó sobre la hoja

de papel.

—No lo toque —le advirtió Poirot.

David leyó lo escrito.

Después levantó la cabeza y dijo, mirando inquisitivamente a Poirot.

—¿Está usted sugiriendo, por casualidad, la idea de suicidio? ¿Por qué había de suicidarse Rosaleen?

La voz que respondió a esta pregunta no fue la del detective. Fue la del superintendente Spence, cuya voluminosa figura acababa de dibujarse en el marco de la puerta.

—Supongamos que la señora Cloade no estuviese en Londres el martes, como usted dijo, sino en Warmsley Vale. Supongamos también que había ido a visitar al hombre que trató de hacerle un chantaje. Y supongamos por fin, que en un acceso de furor lo matase.

David le miró con ojos congestionados por la cólera.

—Mi hermana estuvo en Londres el martes por la noche y allí la encontré yo a las once.

—Sí —replicó Spence—. Eso es lo que usted dice, señor Hunter. Y estoy seguro que usted se aferrará como una sanguijuela a su historia. Pero eso no quiere decir que los demás estemos obligados a admitirla. De todos modos —dijo señalando al cuerpo exánime de Rosaleen—, nada se puede hacer. Este caso ya no podría encomendarse a los Tribunales de Justicia.

Capítulo XIV

—No admitirá nunca —decía Spence, mirando a Poirot que estaba sentado frente a él, mesa por medio, en su oficina de la Comisaría de Policía—, aunque me consta que lo sabe, que fue ella quien le mató. Resulta curioso la mucha atención que hemos dado a su coartada y lo poco que hemos dado en cambio a la de ella. Sin embargo, no tenemos corroboración alguna de Rosaleen de que se hallara aquella noche en su pisito de Londres, con la excepción de la palabra de él. Sabíamos por el curso del proceso que sólo había dos personas que tuviesen motivos para desear la muerte de Arden: David Hunter y su hermana Rosaleen. Y yo, como un tonto, pensaba sólo en él y sin preocuparme en lo más mínimo por ella. El hecho es que parecía una infeliz hasta si cabe un poco trastornada, y quizás eso explique en parte mi equivocación. Probablemente David Hunter se apresuró a facturarla para Londres por esa misma razón. Quizá comprendiera lo peligroso que hubiese sido dejarla a solas siquiera un solo minuto. Y otra cosa curiosa. No es la primera vez que la he visto pasearse con una chaqueta de hilo color naranja y aun con combinación de chaqueta, boina y un pañuelo del mismo color. Y, sin embargo, cuando la señora Leadbetter describió a la joven que ella vio, con la cabeza envuelta en un pañuelo color naranja, no se me ocurrió ni por pienso que ésta pudiese ser la señora de Gordon Cloade. Hasta creo que en aquel momento no debió estar en sus cabales y que no fue, por lo tanto, completamente responsable de sus actos. La forma cómo se describió la escena de la iglesia demuestra que no tenía la conciencia muy limpia.

—No la tenía en realidad —contestó Hércules Poirot.

Spence prosiguió pensativamente:

—Debió de atacar a Arden en un momento de frenesí. Supongo que él no tendría la menor noción de lo que podría ocurrirle, ni tomaría precaución alguna ante una mujer tan insignificante.

Rumió por unos instantes en silencio y añadió:

—Hay otra cosa también que me gustaría saber. ¿Quién fue el que instigó a Porter a mentir de aquella manera? Usted dice que no fue la señora Jeremy Cloade, pero yo le apostaría a que lo fue.