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Nada de esto, sin embargo, debía preocuparla. Su suerte estaba echada. Se casaría con su primo Rowley Cloade, con quien ya poco antes de estallar la guerra se comprometiera, y por el que, desde donde alcanzaban sus recuerdos, había sentido una profunda simpatía. La elección de la vida rural había sido aceptada sin vacilación. Una vida plácida, avara en cambios y pródiga en ocupaciones, pero ambos gustaban de respirar el aire puro del campo y dedicarse al cuidado de los animales.

Sus esperanzas no eran ya lo que un día fueron. Su tío Gordon había prometido siempre...

La voz de la señora Marchmont se hizo oír en su acostumbrado tono plañidero:

—Como te escribí, fue el más rudo golpe que hubiésemos podido recibir, querida Lynn. Llevaba Gordon escasamente un par de días en Londres. Ni siquiera le habíamos visto. ¡Si en vez de detenerse allí se hubiese venido...!

La fatal noticia de la muerte de su tío había llegado a Lynn en su lejano destierro, pero sólo ahora empezaba a percatarse de su verdadera significación. La vida de Gordon había ido íntimamente asociada con la de todos sus familiares, a quienes había tomado bajo su protección y amparo.

Hasta Rowley... Rowley y su amigo Johnny Vavasour habían acometido en sociedad un vasto programa agrícola. Su capital no era grande, pero estaban llenos de optimismo y de decisión. Y Gordon Cloade había aprobado el proyecto.

En más de una ocasión le oyó decir:

—Sin capital, la agricultura no es negocio. Pero lo primero que precisaba saber es si estos muchachos tienen en realidad la voluntad y la energía necesaria para una empresa de esta índole. Si yo les ayudase ahora, quizá tardara años en saberlo, pero si, como espero, la tienen y si estoy satisfecho del concepto que del negocio han formado, entonces, Lynn... no tienes por qué preocuparte. Les capitalizaré a medida de sus necesidades. No desesperes, muchacha. Eres precisamente la esposa que Rowley necesita. Y ahora espero que no dirás una palabra de cuanto hayas oído.

Y así lo hizo, pero Rowley tenía también por su parte un vago presentimiento del benévolo interés que por él manifestaba su tío. A él le correspondía, pues, probar que el dinero que se empleaba en ayudar a los hombres como Rowley y Johnny no sería nunca una mala inversión, sino todo lo contrario.

Todos, en realidad, dependían de Gordon Cloade, sin querer con esto decir que en la familia hubiese vago ni parásito alguno. Jeremy Cloade era socio comanditario en una reconocida firma de procuradores y Lionel Cloade practicaba con éxito su carrera de doctor en Medicina.

Pero tras estas vidas de constante labor, existía siempre la alentadora esperanza de que en caso de un apuro, el dinero no habría de faltar. Jamás hubo necesidad de apelar a la limitación o al ahorro. El porvenir estaba asegurado. Gordon Cloade, viudo y sin hijos, se encargaría de ello, y así se lo habla hecho saber a todos.

Su hermana, Adela Marchmont, también viuda, pudo, gracias a esta tutela providencial, continuar viviendo en la Casa Blanca. Lynn se educó en los mejores colegios, y de no haber estallado la guerra, habría podido recibir la educación complementaria que más en consonancia hubiese podido estar con sus ideales o aspiraciones. Los cheques del tío Gordon afluían con matemática regularidad para proveer a toda clase de pequeños gastos y caprichos.

Nada podía hacer augurar cambio alguno en la situación, cuando de pronto, y como una bomba, llegó la inesperada nueva del casamiento de Gordon Cloade.

—Claro, hijita —prosiguió Adela—, que nos sorprendió la noticia. ¿Quién hubiese podido, ni remotamente, sospechar que Gordon cometiese una barbaridad semejante? Supongo que no habría sido por falta de lazos familiares.

«Quizá por todo lo contrario», pensó Lynn, para sí.

—¡Fue siempre tan amable para nosotros! —continuó la señora Marchmont—. Un poco tirano, a veces. Jamás se acostumbró a la idea de comer sobre una mesa reluciente. Insistía en que no se dejasen de poner los anticuados manteles y, en ocasión de una visita que hizo a Italia, me mandó desde Venecia un juego de encaje que era un verdadero primor.

—Verdaderamente no merecía este pago nuestra sumisión a sus deseos —profirió secamente Lynn. Después, añadió, mostrando cierto interés—. ¿Cómo fue el conocer a su segunda esposa? Nada me había dicho de ella en sus cartas.

—No sé si en un barco o en un avión, o en qué. Creo que en un viaje de Sudamérica a Nueva York. ¡Después de tantos años y de tantas secretarias y mecanógrafas y mayordomas... y... qué sé yo!

Lynn sonrió. Hasta donde alcanzaba su memoria, recordaba que las secretarias, mayordomas y personal de oficina del tío Gordon habían sido siempre sujetas, antes de su admisión, a un previo y meticuloso reconocimiento.

—¿Será guapa, por supuesto?

—Te diré —contestó Adela—. A mi juicio tiene la cara de tonta.

—¡Tú no eres hombre, mamy!

—Claro que —añadió la señora Marchmont— la pobre muchacha sufrió un fuerte choque con la explosión de la bomba y, en mi opinión, no ha conseguido reponerse del todo. Hoy es un manojo de nervios. No creo que llegase nunca a ser una buena compañera para el pobre Gordon.

Lynn sonrió. Dudaba que su tío hubiese decidido casarse con una mujer a quien doblaba la edad por el solo prurito de disfrutar de una camaradería intelectual.

—Y además, querida —la señora Marchmont bajó el tono de voz—, he de confesarte que no es una señora.

—¡Qué expresión, mamy! Eso nada importa en los tiempos que corremos.

—Pero sí en el campo —interpuso Adela—. Y lo que he querido decir, simplemente, es que no es una de las nuestras.

—¡Pobre diablillo!

—Realmente, Lynn, no sé lo que quieres dar a entender con esas palabras. Todos hemos tenido sumo cuidado en guardarle toda clase de deferencias, aunque sólo sea en recuerdo del pobre Gordon.

—¿Y está en Furrowbanks? —preguntó Lynn.

—Naturalmente. ¿Dónde querías que fuera después de salir del hospital? Los doctores recomendaron que se alejara de Londres y se vino a Furrowbanks en compañía de su hermano.

—¿Qué tal es él? —inquirió Lynn.

—¡Horrible!

La señora Marchmont se detuvo, y luego añadió, dando gran intensidad a la frase:

Muy rudo.

Un destello momentáneo de simpatía cruzó por la mente de Lynn y pensó:

«También yo lo sería si estuviese en su lugar.»

Luego preguntó:

—¿Cómo se llama?

—Hunter. David Hunter. Irlandés, según creo. Claro que son gentes de las que nadie ha oído hablar en la vida. Ella es una viuda, una tal, señora Underhay. Aun a riesgo de parecer un tanto falta de caridad, me gustaría saber qué clase de viuda era la que se atrevía a pasearse sola por todo Sudamérica en tiempo de guerra. Lo menos que puede suponerse es que anduviese a la caza de un marido acaudalado.

—Y por lo visto, consiguió su objeto —observó Lynn.

La señora Marchmont exhaló un suspiro.

—¡Es tan extraordinario todo lo ocurrido! No acabo de comprenderlo, y menos en un hombre tan ladino como Gordon. Y no es que las mujeres no hayan intentado pescarle. La penúltima secretaria, por ejemplo. No había duda que era la melosidad en persona; y muy eficiente, según creo. Sin embargo, Gordon no titubeó en prescindir de sus servicios.

—Hasta que llegó su Waterloo —insinuó Lynn.

—Sesenta y dos años —comentó la señora Marchmont—. Edad peligrosa, por lo visto. Y como remate, una guerra que, a mi juicio, desequilibra un tanto. No puedes imaginarte el choque que fue para mí la lectura de la carta.

—¿Qué decía exactamente?