Выбрать главу

Rowley asintió.

—Sí, estaba sobre la mesa. Lo miré y al punto comprendí el por qué la cara de aquel hombre me había sido desde el primer momento tan familiar. Esto me hizo caer en que quizá Jeremy y Frances habían utilizado alguno de sus parientes para conseguir extraer dinero de Rosaleen. La ira me hizo que todo lo viera rojo ante mí. Me fui derecho al cuarto número 5 de la posada y le dije a aquel hombre que era un impostor. Él se echó a reír y me dijo que de todos modos David iría aquella noche a entregar el dinero. Volvieron a nublárseme los ojos al verme traicionado por elementos de mi propia familia. Le dije que era un marrano y le pegué. Lo demás ya no me hace falta repetirlo.

Hubo una pequeña pausa, pasada la cual añadió Hércules Poirot:

—¿Y qué más?

—Ah, ¿lo del encendedor? Debió caérseme del bolsillo. Lo llevaba conmigo con objeto de devolvérselo a Rosaleen en la primera oportunidad que tuviese. A juzgar por las iniciales D. H. que había sobre él, más que a Rosaleen parecía pertenecer a David. Desde aquella fiesta en casa de tía Kathie, comprendía que..., ¿pero a qué hablar de esto ahora? Sólo sé que hubo momentos en que creí que iba a volverme loco. Todavía tengo mis dudas de si lo estoy o no, en realidad. Primero la partida de Johnny..., después la guerra. Hay cosas de las que no puedo hablar sin temor a perder la razón. Después Lynn, y este hombre. Arrastré el cuerpo de aquel individuo hasta el centro de la habitación y lo puse boca abajo. Después cogí las tenazas y... bueno, ¿para qué más detalles? Procuré limpiar todas las huellas de mis dedos, limpié el guardafuegos y machaqué el reloj de pulsera después de haber colocado sus manecillas señalando a las nueve y diez. Le quité la tarjeta de racionamiento y todos los papeles que llevaba consigo por temor a que éstos pudieran identificarle. Después salí convencido de que con lo hecho y la historia de Beatrice, no sería difícil que las sospechas recayeran sobre David. Sería mi coartada.

—Y después —añadió Poirot— vino usted a mí. Fue una bonita comedia, ¿verdad?, esa que usted representó pidiéndome que buscara gente que conociese a Underhay. Ya se me alcanzaba que Jeremy Cloade habría repetido a su familia todo cuanto oyera de boca de Porter. Durante cerca de dos años, han estado ustedes alimentando la secreta esperanza de que tarde o temprano acabaría por aparecer Robert Underhay. Esta idea fue la que ejerció una poderosa influencia en las manipulaciones espiritistas de la señora de Lionel Cloade, inconscientemente quizá, pero que sirvieron para provocar un incidente, muy significativo y revelador por cierto.

Poirot dio una mirada al vacío y siguió:

Eh bien!, aquí es donde llega el momento en que empiezan a volverse las tornas. Hasta aquí yo no había hecho sino el papel de tonto, cosa por la cual hube de felicitarme después. Sí, allí en el cuarto de Porter, éste me ofrece un cigarrillo y dice después, dirigiéndose a usted: «Usted no fuma, ¿verdad?»

«¿Cómo sabía él que usted no fumaba, cuando se suponía que era aquélla la primera vez que se encontraban? Fui un imbécil al no haberme dado cuenta en aquel preciso momento de que algo debió de haberse convenido ya previamente entre ustedes y él. ¡Por eso parecía tan nervioso aquella mañana! ¡Y yo, como un bobalicón, llevando al comandante Porter a identificar el cuerpo de Robert Underhay! ¡Muy divertido! ¿No les parece? ¿Pero a quién creen ustedes que le ha llegado ahora el turno de reírse?

Dirigió una mirada de enfado a todos los presentes y prosiguió:

—El comandante Porter debía tener todavía ciertos escrúpulos de conciencia y no le pareció bien declarar bajo juramento en una causa por asesinato contra David Hunter en que la culpabilidad del procesado iba a depender grandemente de la identificación del cadáver del asesinado.

—Me escribió comunicándome su intención de retirarse de todo este asunto —dijo pausadamente Rowley—. ¿No comprendía, el muy imbécil, que no estábamos ya a tiempo de retroceder? Me decía en su carta que prefería suicidarse a declarar en falso en un caso de asesinato y quise visitarle de nuevo para ver si encontraba el modo de introducirle un poco de sentido común en aquella mollera. La puerta de la casa estaba abierta. Subí... y ya saben ustedes con lo que me encontré. No puedo describir la sensación que yo experimenté en aquellos momentos. Me creí ya doblemente asesino... ¡Si hubiese esperado sólo unas horas...! ¡Si al menos se hubiese decidido a escucharme...!

—¿No recogió usted ningún papel, por casualidad?

—Sí. Una nota para el juez. Decía simplemente que era falso cuanto había declarado en la encuesta y que el cadáver no era el de Robert Underhay. La destruí después de leerla.

Rowley pegó un fuerte puñetazo sobre la mesa.

—¡Todo lo ocurrido me parece una horrible pesadilla! —dijo con desaliento—. Había empezado algo, y no tuve más remedio que seguir adelante. Buscaba dos cosas, recuperar mi dinero para no perder a Lynn... y encontrar el modo de hacer desaparecer a Hunter. De pronto, no sé cómo, las cartas parecieron volverse a favor de éste. No sé qué historia de una mujer, una mujer que al decir de alguien habló con Arden después de la hora en que, en principio se fijó como la presunta de su muerte. Esto es algo que todavía no he podido comprender. ¿Qué mujer? ¿Cómo pudo nadie hablar con Arden después de muerto?

—Es que no ha habido nunca tal mujer —replicó Hércules Poirot.

—Pero, señor Poirot —exclamó Lynn—, ¿no recuerda usted lo dicho por la vieja? Ella la vio. Y la oyó.

—Sí, ella vio y oyó. ¿Pero a quién? Vio a alguien en pantalones, con una chaqueta de mezclilla, la cabeza envuelta en una especie de turbante color naranja, una cara casi oculta bajo un espeso maquillaje, y todo, además, a la luz de unas mortecinas lámparas, y oyó una voz de hombre que al volver a entrar otra vez «aquella pécora» en el cuarto número 5, decía: «Lárguese usted de aquí, niña.» Todo muy ingenioso, ¿verdad, señor Hunter? —dijo volviéndose plácidamente a David.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó éste con aspereza.

—Es a usted a quien voy a contar ahora una pequeña historia. Usted fue a la posada de «El Ciervo» a eso de las nueve de la noche. No fue usted a matar, sino a pagar. ¿Qué es lo que usted se encuentra? Que el hombre que ha tratado de extraer por malas artes su dinero está tendido en el suelo, víctima al parecer de una particularísima forma de atentado. Su mente es muy rápida, señor Hunter, y al punto comprende que se halla usted en un inminente peligro. Nadie le ha visto entrar, así lo cree, y su primera idea es salir cuanto antes, coger el tren de las 9,20 para Londres, y jurar, si preciso fuera, no haber estado un solo momento por las cercanías de Warmsley Vale. Pero para poder alcanzar dicho tren, le es preciso correr a través de los campos y al hacerlo se encuentra usted inesperadamente con Lynn Marchmont. Desde allí ve el humo de la locomotora en el valle y se da cuenta de la inutilidad de su intento. También ella lo ha visto, y cuando usted le dice que son las nueve y cuarto, ella acepta su declaración sin vacilar.

»Para dejar en ella la impresión de que usted ha conseguido alcanzar el tren, apela usted a un ingenioso ardid, aunque en realidad admitiendo que habría de trazar un nuevo plan si trataba de desviar las sospechas que forzosamente habrían de recaer sobre usted. Después se dirige usted a Furrowbanks, entra usted silenciosamente en la casa valiéndose de su propia llave, procede usted a caracterizarse en forma un tanto teatral valiéndose de las prendas y pinturas de su hermana, y sale sin olvidar llevarse consigo una de sus barritas para los labios.

«Vuelve usted a la posada a una hora apropiada, consigue usted atraer la atención de la vieja que está sentada en el saloncillo de residentes, y cuyas peculiaridades son harto conocidas de todos los frecuentadores de «El Ciervo». Luego sube usted al cuarto número 5. Sale usted al pasillo cuando oye usted que aquélla se dispone a retirarse a sus habitaciones, hace que le vea de nuevo, y luego vuelve usted a entrar rápidamente diciendo en voz alta, como si fuera Arden quien hablara: «¡Haga el favor de largarse de aquí, niña!»