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Lo que ella pensase acerca de su decisión, nadie logró saberlo jamás. Todo cuanto pudo decirse fue que supo aceptar valerosamente la parte que el Destino le reservó en la catástrofe. Fue una hacendosa y leal esposa para Jeremy, una buena madre para su hijo; había manejado con acierto los intereses de su marido y todo hizo suponer que en su enlace no había intervenido más factor que el libre impulso de su voluntad.

En justa correspondencia, la familia Cloade sentía por Frances profunda consideración y respeto; Estaban orgullosos de ella y su opinión era una ley, pero no podía decirse, con todo ello, que entre Frances y ellos existiera una verdadera intimidad.

Lo que Jeremy pensase de su matrimonio tampoco lo llegó nadie nunca a saber. Su reserva y sequedad eran notorias en la comarca, pero su reputación, tanto de hombre como de abogado, podía calificarse de inmaculada. «Cloade Brusquill & Cloade» no acostumbraban a hacerse cargo de asuntos de dudosa trascendencia. No se les consideraba como lumbreras, pero sí como personas de reconocida moralidad. La firma debió prosperar, pues el matrimonio Cloade vivía en una magnífica casa de estilo georgiano, situada no lejos de Market Place. Tenía un extenso jardín rodeado de altos muros y en su interior crecían numerosos perales que en la primavera alegraban el recinto con sus blancas floraciones.

Fue a una salita que daba al jardín por la parte posterior de la casa donde el matrimonio se dirigió después de levantarse de la mesa. Edna, una juvenil doncella de respiración espasmódica, sirvió el café.

Frances vertió una pequeña cantidad en su taza. Era fuerte y caliente. Tomó un sorbo y sonrió con satisfacción.

—¡Excelente, Edna! —exclamó.

Esta muestra de aprobación hizo sonrojar a la doncella, que, de todos modos, no acertaba a comprender el gusto de ciertas personas. El café, en opinión de Edna, debiera ser de un color crema pálido, muy dulce y mezclado, como es natural, con una gran cantidad de leche.

Pero en la salita que daba al jardín, los Cloade tomaban el café puro y sin aditamento de ninguna clase. Durante la comida habían hablado frívolamente de sus nuevas amistades, del retorno de Lynn y de las perspectivas que ofrecía la agricultura para el próximo futuro. Pero ahora, al encontrarse solos, se sumieron en un profundo mutismo.

Frances se dejó caer contra el respaldo de la silla y observó atentamente a su esposo, que con los dedos, y absorto en sus pensamientos, se golpeaba suavemente el labio superior. Era éste un automatismo característico en él que coincidía siempre con algún estado de perturbación interna. Frances no había tenido ocasión de vérselo con frecuencia. Una vez, cuando la grave enfermedad de su hijo Anthony; otra, cuando se reunió el Jurado para deliberar en el veredicto de su padre; otra, al oír por la radio siniestras palabras de la ruptura de las hostilidades, y en la víspera de la partida de Anthony y después de su licencia.

Frances meditó unos momentos antes de decidirse a hablar. Su vida conyugal había sido feliz, pero falta de intimidad y parca en palabras. Ella había respetado siempre la reserva de Jeremy, así como él la suya. Ni aun el día que se recibió el telegrama anunciando la muerte de Anthony, había habido cambio apreciable en la actitud de ambos.

Jeremy fue quien lo abrió. Después miró a su esposa, que se limitó a preguntar con angustia:

—¿Es acaso...?

Él inclinó la cabeza, cruzó la distancia que le separaba de su mujer y depositó el mensaje en la mano que aquélla le tendía.

Permanecieron unos instantes en silencio. Después habló Jeremy: «¡Cuánto daría por poder aliviar tu dolor!», dijo. «También lo es tuyo», contestó ella, con voz firme, y sin verter una lágrima, consciente sólo del inmenso vacío que acababa de abrirse en su alma. Él le dio unos cariñosos golpes en la espalda. «Sí, lo es; ¡y grande...!» Después se dirigió a la puerta con un ligero tambaleo como el hombre que de súbito se sintiera envejecer y diciendo con voz entrecortada por mal comprimidos sollozos: «No añadamos palabras inútiles, por favor...»

La pérdida del muchacho había endurecido algo en su corazón, parte de su habitual amabilidad parecía haberse marchitado. Era más activa, más enérgica que nunca; hay personas que se asustan de su propio y despoblado sentido común...

Un dedo de Jeremy Cloade volvió a moverse a lo largo de su labio superior, como tratando de ayudarle a buscar solución a algo que bullía en su cerebro.

La voz de Frances sonó seca y sin inflexión.

—¿Te pasa algo, Jeremy?

Él se sobresaltó ligeramente y la taza de café estuvo a punto de escurrírsele de entre los dedos. Decidió depositarla en la bandeja y miró a su esposa.

—¿Qué decías, Frances?

—Te preguntaba si te pasa algo.

—¿Qué quieres que me pase?

Ella hablaba sin imprimir emoción alguna a sus palabras. Ésa era siempre su costumbre.

—Pues nada, en realidad —contestó él, levantando la vista y clavándola en Frances que, dado lo trivial de la negativa, continuaba interrogándole con la mirada.

Por un momento la máscara de indiferencia con que Jeremy pretendía cubrir sus facciones, pareció desprenderse de súbito. Duró sólo una fracción infinitesimal de segundo, pero el tiempo suficiente para que Frances captara la mueca de agonía que se reflejó en su semblante y que estuvo a punto de dar al traste con su imperturbabilidad habitual.

Se repuso y volvió a decir quedamente, sin mostrar la más mínima alteración en el tono de su voz:

—Creo que harías bien en confiarte a mí...

Él exhaló un profundo y doloroso suspiro.

—De todos modos, tendrán que enterarse de ello tarde o temprano.

Y añadió una frase que logró producir cierta confusión.

—Creo que has hecho un mal negocio casándote conmigo. Frances.

Ella pasó por alto aquella circunstancia, cuyo alcance no acertaba de momento a comprender, y se encaminó en derechura al bulto.

—¿De qué se trata? —dijo—. ¿De «dinero», acaso?

No supo por qué se le ocurrió dar preferencia a esta consideración. No había habido en realidad señal de trastorno económico, salvo, como es natural, el impuesto por las circunstancias. El servicio en la oficina, reducido como en todas partes a causa de los alistamientos, había vuelto a normalizarse con la llegada de los desmovilizados. También cabía la suposición de alguna dolencia oculta; estaba exhausto por el excesivo trabajo y su palidez se había acentuado en los últimos meses. Sin embargo, el instinto de Frances le hizo insistir en la cuestión monetaria.

El movió la cabeza en señal de asentimiento.

—¡Ah, vamos! —exclamó ella, quedándose pensativa unos instantes.

No era Frances de esas mujeres que sienten devoción por el becerro de oro, pero sí Jeremy, para quien la posesión del dinero suponía la conquista del mundo, la estabilidad económica. Recordaba épocas de abundancia en su vida cuando los caballos de su padre galopaban victoriosos por todos los hipódromos de la nación, como también tiempos de escasez y dificultades en que los mercaderes se negaban a conceder créditos y en que lord Edward se había visto obligado a apelar a ignominiosas estrecheces para evitar la presencia de los esbirros de la ley. Hubo semana en que el pan fue su único alimento. Ninguno de estos azares, sin embargo, había conseguido acibarar los recuerdos de su niñez.