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los reflejos de color intensamente rosa lanzados por el sol, que unas veces aparecía como un globo rojo y otras ira borrado por la cortina gris. Después de la cena nuestros viajeros estuvieron largo rato admirando este cuadro hasta que el cansancio les hizo meterse en los sacos de dormir dentro de la tienda.

Al tercer día de bajada, los barómetros señalaron ya que el terreno se encontraba al nivel del mar, pero continuaba la pendiente de la llanura hacia el Norte.

Cuando Bocavói, después de tomar nota de las indicaciones del barómetro, se las comunicó a sus compañeros, Makshéiev exclamó:

— ¡Buen! ¡Hemos descendido de la cordillera Russki sin haber encontrado un solo glaciar ni una sola grieta!

— Lo más asombroso — observó Kashtánov— es que aquí debe estar la orilla del mar y, por consiguiente, el extremo del enorme campo de hielo que baja por la ladera septentrional de esta cordillera y, conforme hemos medido, tiene setenta kilómetros de longitud. Aquí, lo mismo que ocurre, como sabemos, en el extremo del continente antártico, debe haber un alto precipicio, un muro de hielo de uno o dos centenares de metros de altura y, a su pie, el mar libre o, por lo menos, campos detorós, superficies de agua libre y, en medio de ellas, algunos icebergs. Es lógico, puesto que el helero se mueve y oprime el hielo del mar.

Al día siguiente no se produjo ningún cambio. La llanura nevada continuaba con el mismo carácter y la misma inclinación hacia el Norte. El viento soplaba; tenazmente por la espalda de los viajeros como si les empujara hacia adelante Las nubes bajas se arremolinaban, deshaciéndose a veces en nieve. Todos esperaban que la bajada terminase de un momento a otro, apresuraban el paso, escudriñaban la lejanía y hablaban con esperanza del próximo final. Pero todo en vano: las horas se sucedían, los kilómetros iban quedando atrás y, al fin, el cansancio general les obligó a hacer alto para pasar la noche.

Una vez montada la yerta, todos se reunieron en torno a Borovói, que instalaba el barómetro de mercurio: querían ver lo que señalaba, porque en los aneroides de bolsillo las manillas habían llegado al tope del cuadrante y no marcaban bien la presión del Zaire.

— ¡Calculando a bulto, hemos descendido ya a cuatrocientos metros bajo el nivel del mar! — gritó el meteorólogo-. A no ser que la Tierra de Nansen se encuentre actualmente en un anticiclón de tamaño descomunal. El barómetro señala ochocientos milímetros.

— A mi entender — observó Kashtánov —, en la tierra no hay anticiclones de esa presión. Además, desde que nos encontramos en la Tierna de Nansen, el tiempo no ha cambiado ni se parece en absoluto al tiempo que hace durante un anticiclón.

— Entonces, ¿qué es esto? — exclamó Pápochkin.

— Pues probablemente será que la tierra no ha terminado y su parte septentrional constituye una depresión muy profunda, una hondonada que — desciende hasta centenares de metros bajo el nivel del mar.

— ¿Es eso posible? — preguntó Gromeko.

— ¿Por qué no? En la tierra se conocen depresiones así: por ejemplo, el valle del Jordán, la depresión del mar Muerto en Palestina y la del mar Caspio, la hondonada de Lukchum en Asia Central, descubierta por los viajeros rusos y, en fin, el fondo del lago Baikal, en Siberia, que se encuentra a más de mil metros bajo el nivel del mar.

— Lea depresión del mar Muerto tampoco es pequeña: su fondo se encuentra a cuatrocientos sesenta metros bajo el nivel del océano — añadió Makshéiev.

— De todas formas, el descubrimiento de una depresión tan profunda en el continente polar será un resultado de interés y significado extraordinarios de nuestra expedición — concluyó Borovói.

Para asombro de todos, el descenso continuó también al día siguiente, por la misma llanura y con el mismo tiempo.

— Estamos bajando a un agujero sin fondo — bromeaba Makshéiev-. Esto no es una simple depresión, sino más bien un embudo, o incluso, ¿quién sabe? el cráter de un volcán apagado.

— Pero de proporciones nunca vistas en la tierra — observó Kashtánov-. Llevamos cuatro días bajando a este embudo y el diámetro del cráter alcanza, aparentemente, trescientos kilómetros o más; volcanes de este tamaño se conocen sólo en la luna. Desgraciadamente, en todo el descenso no hemos descubierto ni un risco, ni la menor capa de mineral que nos expliquen el origen de este depresión. Las vertientes de un cráter se deben componer de lavas y tufos volcánicos.

— En la vertiente septentrional de la cordillera Russki y en su sierra hemos visto basaltos y lavas de basalto — recordó Pápochkin-. Tenemos algunos indicios de la naturaleza volcánica de esta depresión.

— En Alaska se conocen cráteres de volcanes extinguidos llenos hasta arriba de nieve y de hielo — añadió Makshéiev.

Por la tarde de aquel día también el barómetro de mercurio se negó a funcionar: el canal estaba lleno de mercurio hasta arriba. Hubo que recurrir al hipsómetro y determinar la presión del aire por la temperatura de la ebullición del agua. Correspondía a una profundidad de ochocientos cuarenta metros bajo el nivel del océano.

Todos advirtieron que, al terminar la jornada, oscureció un poco. Los rayos del sol de la medianoche no penetraban al parecer directamente en aquella profunda depresión. La extrañeza de los viajeros aumentó, además, porque aquel día también la brújula se negó a funcionar. Su aguja giraba, se estremecía, sin poderse calmar y señalar el Norte. Hubo que orientarse por la dirección del viento y la inclinación general de la llanura para seguir avanzando hacia el Norte. Kashtánov también culpó de la inquietud de la brújula al origen volcánico de la depresión, ya que, como se sabe, las grandes masas de basalto influyen sobre la aguja imantada.

Al día siguiente, los viajeros tropezaron, a unos kilómetros del sitio donde habían pasado la noche, con un obstáculo inesperado: la llanura nevada concluía en una muralla de rocas de hielo que se atravesaba en el camino, alejándose hacia ambos lados en cuanto abarcaba la vista. En unos sitios, las rocas se alzaban a pico sobre una altura de diez a quince metros, en otros, formaban un caos de bloques de hielo grandes y pequeños, hacinados los unos encima de los otros. Trepar a ellos, aun sin los trineos cargados, era cosa ardua. Hubo que hacer alto para una exploración. Makshéiev— y Borovói ascendieron al montón más alto y se convencieron que delante se alzaban hasta el infinito los mismos amontonamientos y las mismas rocas.

— No parece tratarse de un cinturón detorósde huelo marítimo — declaró Makshéiev cuando volvieron.a los trineos-. Lostorósno se extienden sobre varios kilómetros de anchura sin interrupción.

— Se conoce que hemos llegado al fondo de la depresión — opinó Kashtánov— y este caos se debe a la presión del enorme helero de la vertiente septentrional de la cordillera Russki por donde hemos descendido.

— O sea, que todo el fondo de la depresión es un caos de bloques de hielo — observó Borovói-. Las demás vertientes también deben estar cubiertas de heleros que descienden hacia el fondo.

— Y gracias a su tamaño colosal, la depresión no ha podido hasta ahora llenarse de hielo como se han llenado los cráteres de los volcanes de Alaska — añadió Makshéiev.

— Pero nosotros necesitamos, atravesar de alguna manera este fondo para continuar el camino hacia el Norte y enterarnos de las dimensiones de la depresión y del carácter de la vertiente opuesta — declaró Kashtánov.

— Lo más fácil sería bordear el pie de este caos para contornearlo por el fondo de la depresión hasta la vertiente opuesta — propuso Gromeko.