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Después del desayuno se dió a los perros los restos, los huesos y un trozo de carne a cada uno. Los exploradores empezaron luego los preparativos de marcha. En uno de los trineos fué instalada Katu con el fieltro y las pértigas de layurta. En el otro se cargó el resto de la impedimenta. La nieve permitía ya utilizar los esquís. Por eso, aunque la carga era mayor, se podía avanzar más rápidamente que la víspera. La caravana se puso en marcha. Al darse cuenta de que no la llevaban hacia donde se encontraba el campamento de su tribu, sino en dirección contraria, Katu lanzó un grito, se tiró del trineo y echó a correr, pero se cayó a los pocos pasos. Cuando los exploradores la rodearon y quisieron volverla a tender sobre el trineo, les hizo frente a puñetazos y tratando de morderles.

Según las explicaciones de Igolkin, le había parecido comprender que volvían a llevársela hacia el campamento y allí la soltarían. Y ahora se daba cuenta de que los hechiceros querían llevársela hacia los grandes hielos. Hubo que atarle las manos y sujetarla sólidamente al trineo para evitar una nueva tentativa de fuga. La pobre Katu temblaba de espanto y lloraba, absolutamente convencida de que iba a ser devorada.

Aquel día, después del almuerzo, descendieron ya al lecho del río, donde la capa de nieve era menos profunda y estaba apisonada por los vientos. Los trineos y los esquís se hundían allí menos que en el sendero del bosque. Por ello, el avance fué bastante rápido y, en la jornada, recorrieron nuevamente cincuenta kilómetros.

Al hacer alto para dormir se turnaron en la guardia, pero todo estaba tranquilo. Katu no había consentido comer en todo el día y, durante el alto, hubo que dejarla atada bajo la vigilancia del de guardia. Al ver los brillantes cuchillos que utilizaban los hechiceros para cortar los perniles durante el almuerzo y la cena, temblaba de pies a cabeza y seguía con espanto el movimiento de las manos, esperando probablemente ser degollada de un momento a otro.

Así continuaron el viaje hacia el Norte. Al octavo día, los exploradores llegaron a la tundra y, a la hora de almorzar, se encontraban junto a la colina. Katu había ido tranquilizándose, se había acostumbrado a los hechiceros y empezaba a comer algo de carne cruda, pero rechazaba con repugnancia todo alimento cocido 0 asado. Al tercer día de camino le desataron las manos y al quinto también los pies, en cuanto prometió no escapar.

Capítulo LIV

LA VIDA DE LOS PRISIONEROS

Durante este viaje, Igolkin y Borovói habían ido refiriendo su género de vida con los hombres primitivos y Kahstánov tomó nota de su relato.

Desde el día en que la expedición salió para el Sur, Igolkin y Borovói, que se habían quedado en layurta, se dedicaron a construir un puesto para las observaciones meteorológicas y una puerta sólida que cerrase el depósito nevera a fin de defenderlo contra los perros y las fieras Terminada esta labor, abrieron una nueva galería en el hielo de la colina, a media cuesta, para que los perros pudiesen resguardarse en ella del calor, que aumentaba, obligando a los animales a buscar poco a poco refugio al borde de los hielos que se retiraban hacia el Norte. Mientras no hubieron terminado estos trabajos urgentes no salían de casa nada más que de vez en cuando para completar las provisiones. Luego empezaron a cazar todos los días con el propósito de hacer una reserva de carne para el invierno: seca para los perros y ahumada para los hombres. Al regresar del bosque con el trineo traían siempre leña, de forma que iban haciendo un depósito con vistas a los meses fríos.

Durante la caza encontraban mamuts, rinocerontes, toros primitivos y almizcleros, ciervos gigantescos y renos. En los riachuelos de la tundra había gansos, patos y otras aves que constituían, en lo fundamental, su alimento mientras la carne de los grandes animales estaba puesta a secar o a ahumar. Con tanto trabajo, no siempre dormían a su gusto. En la caza les habían ocurrido diversas aventuras que, por otra parte, habían terminado favorablemente.

Después de la marcha de sus compañeros hacia el Sur, el tiempo había ido mejorando. Los nubarrones que cubrían el cielo se desgarraban con frecuencia y Plutón lucía varias horas seguidas, elevándose la temperatura hasta veinte grados sobre cero a la sombra. En la tundra reinaba el verano. Pero, a partir de mediados de agosto, se inició el otoño. Plutón se ocultaba con más frecuencia entre las nubes, llovía a veces y luego se extendía la niebla sobre la tundra.

La temperatura bajaba y, a principios de septiembre, llegaba a cero cuando soplaban fuertes vientos del Norte. Las hojas se ponían amarillas y, a mediados de septiembre, toda la tundra había perdido su verde vestidura estival y se había vuelto pardusca. De cuando en cuando nevaba.

Mientras hacían los preparativos para el invierno, Igolkin y Borovói inspeccionaron las provisiones, las conservas y los objetos guardados en el depósito y transportaron una parte de ellos a layurta. Estaban dedicados a esta ocupación desde hacía dos días y acababan de cerrar el depósito para ir a comer, cuando fueron súbitamente atacados por unos salvajes que se habían acercado furtivamente desde la otra parte de la colina. Borovói e Igolkin, que no sospechaban siquiera la posibilidad de que existieran seres humanos en Plutonia, no tenían más armas que sus cuchillos. Los asaltantes, en cambio, tenían lanzas, cuchillos y flechas. La resistencia era pues imposible. Sin embargo, después de haber examinado a los hombres blancos, layurtay el puesto meteorológico, los salvajes manifestaron un extraordinario respeto por los blancos y se los llevaron a su campamento.

Este último se encontraba no lejos de allí, a una decena de kilómetros de la colina, en medio de un bosque de escasa altura (los prisioneros se enteraron más tarde de que la tribu sólo había llegado allí la víspera desde el Este). Cuando los prisioneros fueron llevados al campamento, los salvajes estuvieron debatiendo mucho tiempo su suerte: los hombres querían sacrificarlos a los dioses, pero la mayoría de las mujeres no lo decidió así. Pensaban sin duda que la presencia de aquellos misteriosos desconocidos en la tribu contribuiría a su buen éxito en la caza y en las luchas con otras tribus y la haría más fuerte. Por eso decidieron dejarles allí, no hacerles daño y darles de habitación una choza especial en medio del campamento.

La tribu estaba entonces dedicada a recoger bayas y raíces comestibles en la tundra para las reservas de invierno y se pasó unos cuantos días en el mismo sitio. Pero una gran nevada les hizo alejarse unos cuarenta kilómetros más sal Sur, donde un bosque de mayor altura los protegía de los vientos fríos.

Al principio, los prisioneros se encontraban muy mal. No les daban para comer nada más que carne cruda, bayas y raíces. Temían que dormir sobre unas pieles burdamente curtidas, cubriéndose con otras iguales para protegerse del frío. No podían explicarse con los salvajes nada más que por gestos y todavía ignoraban la suerte que les esperaba. Escapar era imposible porque los vigilaban rigurosamente.

Después de trasladarse a otro sitio, un vasto calvero en medio de un bosque tupido, los salvajes se pusieron a abatir árboles finos con los que hacían pértigas para sus chozas. Por todas partes andaban tirados trozos de corteza, ramas secas y restos de pértigas; al verlos, Igolkin se acordó de que conservaba en el bolsillo una caja de cerillas porque había encendido un farol cuando estuvieron en el depósito. Recogió algo de ramiza y con ella hizo una hoguera. Al ver el fuego, todos los salvajes abandonaron su trabajo y se juntaron alrededor. Les sobrecogía aquel fenómeno inaudito y, cuando la llama les abrasó las manos, la hoguera se convirtió para ellos en objete de adoración y aumentó el respeto por los desconocidos que eran dueños del fuego. Desde entonces, una hoguera ardió día y noche delante de la choza de los prisioneros, que empezaron a asar, clavándola en unos palillos, la carne que les traían.