Probablemente ésos fueron los días más felices en la vida de Pnin; un resplandor permanente de dicha densa y dolorosa; la preparación de las visas, y aquellos exámenes médicos en que un : doctor sordomudo aplicaba un falso estetoscopio al corazón trabado de Pnin a través de todas sus ropas; esa bondadosa dama rusa (parienta mía) que tanto le ayudó en el Consulado Americano; y el viaje a Burdeos, y el barco tan hermoso y limpio... todo tenía un rico tinte de cuento de hadas. Pnin no sólo estaba pronto a adoptar al niño cuando naciera, sino que lo deseaba con vehemencia, y Liza escuchaba con expresión satisfecha, un tanto vacuna, los planes pedagógicos que él desenvolvía, ya que Pnin parecía presentir los vagidos del nene y la primera palabra que éste diría en un futuro cercano. Ella siempre había gustado de las almendras confitadas, pero ahora las consumía en cantidades fabulosas (un kilo entre París y Burdeos), y el ascético Pnin contemplaba esa gula con sacudidas y encogimientos de encantado! asombro; y algo de la suavidad sedeña de esas dragées le quedó en la mente, mezclada para siempre con el recuerdo de la piel tirante, el colorido, y los perfectos dientes de ella.
Fue un tanto desilusionante el que, apenas llegada a bordo, ella diera una mirada al mar turgente, dijera: «Nu, eto izvinite» (no hay nada que hacer), y se retirara al seno del barco donde, durante la mayor parte de la travesía, permaneció acostada de espaldas en la cabina que compartía con las volubles esposas de tres lacónicos polacos: un campeón de lucha romana, un jardinero y un barbero, todos compañeros de camarote de Pnin.
La tercera tarde del viaje, habiéndose quedado él en el salón hasta mucho después de que Liza se fuera a dormir, aceptó con júbilo una partida de ajedrez propuesta por el ex-editor de un periódico de Frankfurt, un patriarca melancólico de ojos abolsonados, vestido con un sweater de cuello de tortuga y pantalones bombachos. Ninguno de los dos era buen jugador; ambos eran adictos a sacrificios de piezas espectaculares aunque enteramente innecesarios ; cada uno tenía ansias excesivas de ganar, y el juego sólo resultaba animado por el fantástico alemán que hablaba Pnin ( Wenn Sie so, dann Ich so, und Pfer fliegt). De pronto se acercó otro pasajero y dijo : «Entschuldingen, Sie?», ¿podía observar el juego?, y se sentó junto a ellos. Tenía cabellos rojizos, muy cortos, y largas pestañas pálidas que se asemejaban a polillas; vestía una raída chaqueta cruzada. Pronto se puso a mascullar disimuladamente y a mover la cabeza cada vez que el patriarca, tras larga y digna meditación, se echaba adelante para hacer una jugada absurda. Por fin, el servicial espectador, evidentemente un experto, no pudo resistir a hacer retroceder un peón que su compatriota acababa de mover, y a indicar, con él índice vibrante, una torre que podía reemplazarle, el que el frankfurtés introdujo, incontinenti, en el corazón de la defensa de Pnin. Nuestro hombre perdió, por supuesto, y se preparaba a dejar el salón, cuando el experto le dio alcance diciendo: Entschuldigen Sie?, ¿podía hablar un momento con herrPnin? («Usted ve, conozco su nombre», observó alzando su hábil índice), y acto seguido sugirió que bebieran un par de cervezas en el bar. Pnin aceptó, y ya con los jarros delante, el cortés desconocido continuó así: «En la vida, como en el ajedrez, es mejor analizar siempre los propios motivos e intenciones. El día que llegamos a bordo yo estaba como un niño juguetón. No obstante, a la mañana siguiente comencé a temer que cierto marido astuto — esto no es una lisonja, sino una hipótesis retrospectiva — estudiaría tarde o temprano la lista de pasajeros. Hoy, mi conciencia me ha juzgado y me ha encontrado culpable. No puedo seguir soportando el engaño. ¡A su salud! Esto no es en absoluto nuestro néctar alemán, pero es mejor que Coca-Cola. Mi nombre es; doctor Eric Wind; creo que no le es desconocido.»
Pnin, en silencio, con el rostro descompuesto, oprimiendo todavía con una palma el húmedo jarro, había empezado ya a deslio zarse torpemente de su incómodo asiento en forma de hongo, cuando Wind le apoyó cinco largos y sensitivos dedos en la manga.
— Lasse mich, lasse mich—gimió Pnin, tratando de desasirse de esa mano lacia y adulona.
—Por favor —dijo el doctor Wind—, sea justo. El prisionero tiene siempre la última palabra; es su derecho. Hasta los nazis lo reconocen. Y, antes que nada, quiero que me deje pagar por lo menos la mitad del pasaje de la señora.
— Ach nein, nein, nein—dijo Pnin—. Terminemos esta conversación de pesadilla ( diese koschmarische Sprache).
—Como quiera —dijo el doctor Wind, y procedió a espetarle a Pnin los siguientes puntos: Primero, que todo había sido idea de Liza, «para simplificar las cosas, ¿sabe?, por el bien de nuestro niño» (el «nuestro» sonaba tripersonal). Que Liza debía ser tratada como una mujer muy enferma (ya que el embarazo no era más que una sublimación de un deseo de muerte); que él, (el doctor Wind) se casaría con ella en América, «adonde también voy», agregó, para mayor claridad: y que él (el doctor Wind) debía ser autorizado, por lo menos, a pagar la cerveza. Desde entonces, y hasta el fin del viaje, que había cambiado de verde y plata a un gris uniforme, Pnin se ocupó a toda hora de sus manuales de lengua inglesa. Aunque invariablemente manso con Liza, trató de verla lo menos posible y sin despertar sus sospechas. De vez en cuando, el doctor Wind aparecía quién sabe de dónde y, de lejos, le hacía señas tranquilizadoras y agradecidas. Y al fin, el día en que la enorme estatua de la Libertad emergió de entre la densa neblina matinal y los edificios, pálidos y hechizados, se alzaron listos para ser inflamados por el sol, semejantes a esos misteriosos rectángulos de alturas desiguales que uno ve en los gráficos comparativos (fuentes naturales, la frecuencia de espejismos en diversos desiertos), el doctor Wind se acercó resueltamente a los Pnin e, identificándose con el espectáculo, dijo: