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—Los tres debemos entrar a la tierra de la libertad con corazones puros.

Más tarde, después de una grotesca estadía en Ellis Island. Liza y Timofey se separaron.

Hubo algunas complicaciones pero, por fin, Wind se casó con ella. En el curso de los primeros cinco años en América, Pnin la divisó varias veces en Nueva York. El y los Wind se naturalizaron el mismo día; luego, después de su traslado a Waindell en 1945, Pnin pasó una media docena de años sin encuentros ni carteos. No obstante, oyó hablar de ella de tiempo en tiempo. No hacía mucho (en diciembre de 1951) su amigo Chateau le había enviado un ejemplar de una revista psiquiátrica con un artículo escrito por la doctora Albina Dunkelberg, el doctor Eric Wind y la doctora Liza Wind. El artículo se titulaba Psicoterapia de Grupo Aplicada a la Orientación Conyugal. Pnin se ruborizaba siempre de los intereses psihooslinie (psicoasnales) de Liza; y aún ahora, que ya debía sentirse indiferente, experimentaba una punzada de repulsión y lástima. Eric y ella trabajaban a las órdenes del gran Bernard Maywood — un gigante genial a quien el superadaptable Eric llamaba el patrón — en un Gabinete de Investigaciones agregado al Centro de Paternidad Planificada. Alentado por este protector suyo y de su mujer, Eric dearrolló la ingeniosa idea (posiblemente ajena) de llevar por nuevas sendas a los clientes más manejables y estúpidos del Centro. Era una especie de trampa psico-terapéutica, una «válvula de escape» en la que un grupo de jóvenes amigas casadas, en equipos de ocho, se relajaban en una habitación confortable, en una atmósfera de confianza jovial y tuteadora, ante médicos instalados en una mesa y un secretario tomaba notas discretamente. Los episodios traumáticos de la niñez de cada cual flotaban en el ámbito como cadáveres. En esas sesiones, las señoras debían comentar, con absoluta franqueza, sus problemas de desajuste conyugal, los que involucraban, evidentemente, una senda comparación de notas sobre los cónyuges, quienes también eran entrevistados más tarde, en «grupos de maridos», también muy en confianza y con generosa distribución de cigarros puros y diagramas anatómicos. Pnin omitió los informes y la casuística, y aquí no tenemos para qué entrar en esos detalles risibles. Baste decir que ya en la tercera sesión del grupo femenino, cuando esta o aquella dama, vuelta ya del hogar debidamente iluminada, reencontraba a sus hermanas aún traumatizadas — aunque siempre en éxtasis—, se producía una tintineante nota de renovación que amenizaba todo el tratamiento: («Bueno, niñas, anoche, cuando; George...») Y esto no era todo. El doctor Wind esperaba elaborar una técnica que le permitiera reunir a todos esos maridos y esposas en un equipo mixto. Era espantoso oír a Eric y a Liza relamerse con la palabra «equipo». En una larga carta al acongojado Pnin, el profesor Chateau afirmaba que el doctor Wind había: llegado hasta llamar «equipo» a los gemelos siameses. Ciertamente, Wind, idealista y avanzado, soñaba con un mundo feliz que consistiera en comunidades centúpletas y siamésicas, anatómicamente ligadas, naciones enteras construidas alrededor de un hígado comunicante. «No es más que una especie de microcosmos del comunismo, toda esa psiquiatría», rugía Pnin en su respuesta a Chateau. «¿Por qué no dejan a la gente su pequeño dolor privado? ¿No es el dolor — se pregunta uno — la única cosa en el mundo que la gente posee verdaderamente?»

6

—Mira —dijo Joan a su marido el sábado por la mañana—, he resuelto decir a Timofey que hoy tendrá libre la casa de 2 a 5. Debemos dar a esas patéticas criaturas todas las oportunidades posibles. Tengo que hacer en la ciudad y te dejaré en la Biblioteca.

—Sucede —repuso Laurence— que no tengo la menor intención de que me dejen en alguna parte, y tampoco de moverme de aquí por hoy. Además, es altamente improbable que necesiten ocho habitaciones para su cita.

Pnin se puso su traje café nuevo (pagado con la conferencia de Cremona) y después de un almuerzo apresurado en El Huevo y Nosotros, se encaminó por el parque, nevado a retazos, a la estación de autobuses de Waindell. Llegó casi con una hora de anticipación. No se preocupó de dilucidar por qué habría sentido Liza la necesidad urgente de verlo precisamente cuando regresaba de su visita a Saint Bartholomew, el colegio preparatorio vecino a Boston, adonde iría su hijo el siguiente otoño; sólo sabía que una marea de dicha espumeante se alzaba tras la barrera invisible que iba a romperse de un momento a otro. Vio llegar cinco autobuses, y en cada uno le pareció descubrir claramente a Liza que le hacía señas por una ventana mientras ella y los otros pasajeros empezaban a salir en fila. Pero se fue uno y otro autobús sin que ella apareciera. Súbitamente oyó tras de sí la voz sonora de Liza («¡ Timofey, zdrast-vuy!»), y, girando en redondo, la vio emerger del único Greyhound donde no pensaba que vendría. ¿Qué cambio pudo discernir nuestro amigo en ella? ¿Qué cambio podía caber, buen Dios? Ahí estaba, siempre cálida y boyante, a pesar del frío, y ahora llevaba abierto el abrigo de piel de foca sobre su blusa con vuelos, y abrazaba la cabeza de Pnin mientras éste sentía la fragancia de pomelos de su cuello y murmuraba: «Nu, nu, vot i horosho, nu vot», meras palpitaciones verbales de su corazón, y ella gritaba: «¡Oh, tienes espléndidos dientes nuevos!»

El la ayudó a subir a un taxi; la bufanda diáfana y brillante de Liza se enganchó en algo, Pnin resbaló en el pavimento y el chófer dijo:

—Tranquilícense — y cogió la valija de Liza.

Era como si todo hubiera sucedido antes, exactamente igual. Se trataba, según ella le informó mientras subían por la calle Park, de un colegio de acuerdo con toda la tradición inglesa. No, no deseaba comer; había almorzado bien en Albany. Era un colegio «muy bien» — lo dijo en inglés—; los niños jugaban una especie de tenis de salón con las manos, entre paredes, y en la clase su hijo iba a estar junto con... (Liza pronunció, con falsa desgana, un apellido americano muy conocido, que nada significaba para Pnin porque no era ni el de un poeta ni el de un presidente).

—A propósito — interrumpió él, haciendo un quite e indicando—, desde aquí puedes ver un rincón de los jardines universitarios.

Todo esto se debía («Sí, ya veo, vizhu, vizhu, kampus kak kampus: lo de siempre»), todo esto, incluso la beca, se debía a la influencia del doctor Maywood («Tú sabes, Timofey, algún día debes escribirle unas palabritas, nada más que en señal de cortesía»). El Director, un religioso, le había mostrado los trofeos que Maywood había ganado ahí cuando niño. Eric quería, por supuesto, que Victor fuera a una escuela pública, pero ella no había tomado en cuenta su deseo. La mujer del reverendo Hopper era sobrina de un conde inglés.

—Ya estamos. Este es mi palazzo—dijo Pnin, chanceándose y sin haber podido concentrarse en la rápida conversación de ella.