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Entraron, y él sintió de pronto que ese día, aguardado con tan terribles ansias, iba pasando demasiado veloz; se iba, se habría ido en pocos minutos. Quién sabe, pensó, si ella dijese de una vez lo que quería de él, el día se retardaría y podría disfrutarlo de veras.

—Qué sitio más horripilante, kakoy zhutkiy dom—dijo Lizsi sentándose en la silla vecina al teléfono y quitándose las zapatilla de goma (¡qué movimientos tan familiares!)—. Mira esa acuarela con los minaretes. Deben de ser una gente horrible.

—No —dijo Pnin—. Son mis amigos.

—Mi querido Timofey —continuó ella, mientras él la escoltaba escalera arriba—, tuviste amigos bastante tremendos en tu tiempo.

—Y ésta es mi pieza —dijo Pnin.

—Creo que me voy a tender en tu cama virginal, Timofey, y te recitaré unos versos en un minuto. Ese infernal dolor de cabeza se me está despertando de nuevo. Me había sentido espléndidamente todo el día.

—Tengo aspirinas.

—Um, um —dijo ella, y esa negativa extranjera se destacó extrañamente contra su lengua nativa.

El se dio vuelta cuando ella comenzó a quitarse los zapatos; el sonido que hicieron al caer al suelo le recordó días muy lejanos.

Ella reposaba de espaldas, falda negra, blusa blanca, cabello castaño, con una mano sonrosada cubriéndose los ojos.

—¿Cómo van las cosas? —preguntó Pnin («Que diga lo que quiere de mí, rápidamente»), mientras se desplomaba en la mecedora blanca junto al radiador.

—Nuestro trabajo es muy interesante —dijo ella, siempre cubriéndose los ojos—, pero debo decirte que ya no amo a Eric. Nuestras relaciones se han deshecho. De paso te diré que a Eric le disgusta el niño. Dice que él es el padre terrestre y tú, Timofey, el padre acuático.

Pnin comenzó a reír; se estremeció de risa; la mecedora crujía bajo su peso. Sus ojos semejaban estrellas y estaban húmedos.

Por un instante, ella lo miró con curiosidad, por debajo de su mano regordeta, y continuó:

—Eric es un duro bloque emocional en su actitud hacia Victor. Ignoro cuántas veces el niño lo asesinó en sus sueños. A Eric, la paternidad (hace tiempo que lo he observado) le confunde los problemas en vez de aclarárselos. Es una persona muy difícil. ¿Cuál es tu sueldo, Timofey?

El se lo dijo.

—Bien —dijo ella—, no es cuantioso. Pero supongo que podrás prescindir de una parte. Es más que suficiente para tus necesidades, para tus microscópicas necesidades, Timofey.

Su abdomen, ceñidamente fajado bajo la falda negra, saltó dos o tres veces con una muda, íntima, bien intencionada y reminiscenre ironía; Pnin se sonó, sacudiendo la cabeza con embeleso, lleno de un voluptuoso jolgorio.

—Escucha mi último poema —dijo ella, con las manos al lado de su cuerpo, mientras se mantenía enteramente rígida de espaldas; y entornó rítmicamente, con tonos de aspiración profunda y notas graves:

Ya nádela tyomnoe plat’e,

l monashenki ya skromney;

Iz slonovoy kosti raspyat’e

Nad holodnoy postel'yu moey

No ogni nebivalih orgiy

Prozhigayut moyo zabityo

l shepchi ya imya Georgiy...

Zolotoe imya tvoyo!»

Me he puesto un vestido oscuro

y estoy más recatada que una monja;

un crucifijo de marfil

yace en mi lecho frío.

Pero las luces de fabulosas orgías

arden a través de mi olvido,

y murmuro el nombre de George...

¡tu dorado nombre!

—Es un hombre muy interesante — continuó ella, sin intervalo alguno—. Absolutamente inglés, por añadidura. Piloteó un bombardero durante la guerra y ahora está en una firma de corredores que no simpatizan con él y no lo comprenden. Viene de una familia muy antigua. Su padre era un soñador: tenía un casino flotante, ¿sabes? Pero lo arruinaron unos gángsters judíos en Florida y fue voluntariamente a prisión en lugar de otro hombre; es una familia de héroes.

Hizo una pausa. El silencio en la pequeña habitación parecía. ritmado, no roto, por las pulsaciones y tintineos de esos tubos de órgano blanqueados en la garganta de Liza.

—Hice un informe completo para Eric — continuó con un suspiro—. Y ahora me asegura que puede curarme si coopero. Desgraciadamente, también estoy cooperando con George.

Pronunciaba Georgecomo en ruso; las dos gduras, las dos ealargadas.

—Bien, c'est la vie, como dice Eric con tanta originalidad. ¿Cómo puedes dormir con esa telaraña colgando del techo?

Miró su reloj-pulsera.

—¡Vaya!, tengo que alcanzar el bus de las 4,30. Tienes que llamar un taxi en seguida. Tengo que decirte algo importantísimo.

Por fin llegaba... ¡tan tarde!

Ella quería que Timofey ahorrara todos los meses algo para el niño, «porque ahora no podía pedirle a Bernard Maywood», y ella podía morirse, «y Eric no se preocupaba de lo que sucediera», y alguien tenía que enviar al muchacho una pequeña suma de vez en cuando, como si proviniera de su madre, «para el bolsillo, ¿sabes?» Iba a estar entre niños ricos. Ella escribiría a Timofey dándole la dirección y algunos detalles más. Sí. Nunca había dudado de que Timofey era un amorcito ( Nu kakoy zhe ti dushka). Y, ahora, ¿dónde estaba la sala de baño? ¿Y tendría él la amabilidad de llamar un taxi por teléfono?

—Te diré de paso... —dijo Liza, cuando Pnin la ayudó a ponerse el abrigo y, como de costumbre, buscaba cejijunto la fugitiva bocamanga mientras ella escarbaba y tentaba—. ¿Sabes, Timofey? Este traje marrón tuyo es un error: un caballero no usa el marrón. La despidió y volvió caminando por el parque. Tenerla, guardarla tal como era, con su crueldad, su vulgaridad, sus ojos azules cegadores, su mísera poesía, sus pies gordos, su alma impura, seca, sórdida, infantil. De pronto pensó: «Si las personas se reúnen en el cielo (no lo creo, pero supongámoslo), ¿cómo voy a evitar que me envuelva esa cosa marchita, inútil y coja que es su alma? Pero ésta es la tierra, y yo, cosa curiosa, estoy vivo, y algo hay en mí y en la vida...»

Inesperadamente (porque la desesperación humana raras vece» conduce a grandes verdades) le pareció estar al borde de una solución simple del universo, pero una llamada urgente interrumpió sus meditaciones. Una ardilla, bajo un árbol, había visto a Pnin en el sendero. Con un movimiento sinuoso, como el de un zarcillo, el inteligente animal subió hasta el borde de una fuente para beber y, cuando Pnin se aproximó, le tendió la cara ovalada e hinchó los carrillos emitiendo un sonido balbuciente, algo vulgar. Pnin comprendió y, tras torpes tanteos, encontró la clavija que había que oprimir para que saliera agua. Mirándolo con desprecio, el roedor, sediento, se acercó a la columna sólida y centelleante y bebió largo rato. «Quizás tenga fiebre», pensó Pnin, llorando calladamente, sin disimulo, mientras continuaba oprimiendo cortésmente el dispositivo y procuraba no encontrarse con la mirada desagradable que se mantenía fija en él. Apagada su sed, la ardilla se alejó sin la menor manifestación de gratitud.