—¿Es usted anarquista? Contesto (Pnin se da tiempo para un ataque de regocijo mudo e íntimo):
—Primero, ¿qué entendemos por Anarquismo? ¿Anarquismo práctico, metafísico, teórico, místico, abstracto, individual, social? Cuando era joven — le digo — todo esto tenía para mí significación. —Así tuvimos una interesante discusión, a consecuencia de la cual pasé dos semanas completas en Ellis Island. (El abdomen comienza a inflársele, el narrador se convulsiona.)
Pero había sesiones aún mejores desde el punto de vista humorístico. Con un aire a la vez tímido y secreto, el benévolo Pnin preparaba a los jóvenes para el placer maravilloso que una vez él había disfrutado; y revelando de antemano, con una sonrisa incontrolable, un equipo incompleto pero formidable de dientes amarillos, abría un manoseado libro ruso en el sitio cuidadosamente señalado por el elegante marcador de cabritilla. En ese instante, las más de las veces, aparecía una expresión de suma desolación en sus facciones; entonces, con la boca abierta, febrilmente, volvía hojas a derecha e izquierda y podían transcurrir minutos antes de que encontrara la página deseada, o antes de convencerse de que, después de todo, la había marcado correctamente. El pasaje elegido provenía, casi siempre, de alguna ingenua y antigua comedia de costumbres de la clase media, comerciante, adaptada por Ostrovski cerca de cien años atrás; o de una pieza igualmente antigua, pero aún más pasada de moda, llena de jovialidad leskoviana y trivial, basada en distorsiones verbales. Pnin entregaba esta mercadería rancia más con el placer rotundo del clásico Alexandrinka (un teatro de San Petersburgo) que con la frágil sencillez de los actores de Moscú; pero, como para apreciar la gracia que aún podían conservar esos pasajes no sólo hacía falta conocer profundamente el lenguaje local, sino tener, además, bastante perspicacia literaria, cosas, ambas, de las que carecía su pobre clasecita, él era el único que gozaba de las sutiles asociaciones del texto. Las convulsiones que anotamos respecto a otros momentos en que Pnin recordaba su pasado, en este caso se convertían en un verdadero terremoto. Rememorando los días de su juventud férvida y receptiva (un cosmos brillante, que parecía aún más fresco por haber sido abolido por un solo golpe de la Historia), Pnin se embriagaba con sus vinos privados mientras exponía una y otra muestra de lo que su auditorio suponía cortésmente que fuera humorismo ruso. Hasta que el alborozo le resultaba excesivo y lágrimas periformes rodaban por sus mejillas curtidas. Y no eran sólo sus detestables dientes los que en tales momentos solían adelantársele como si se hubiera abierto una caja de sorpresas, sino que hasta su misma encía superior revelaba una sorprendente porción de tejido rosáceo. Entonces la mano de Pnin volaba a su boca, mientras sus amplios hombros se sacudían y revolvían. Y aunque el discurso que trataba de ahogar tras su mano danzante ya era doblemente ininteligible para los oyentes, su total rendición al propio jolgorio resultaba irresistible. Repuesto él, contagiábanse sus. alumnos; Charles emitía abruptos ladridos de hilaridad con la precisión de un reloj; un deslumbrante acceso de risa adorable e insospechada transfiguraba a Josephine, que no era bonita, mientras Eileen, que lo era, se disolvía en una gelatina de risitas contenidas que la afeaban.
Todo lo cual no altera el hecho de que Pnin se hallaba en un tren que no le correspondía.
¿Cómo podríamos diagnosticar su triste caso? Debe insistirse especialmente en que Pnin tenía cualquier cosa menos aquella candida jovialidad alemana común al siglo pasado, el zerstreute Professor. Por el contrario, siempre estaba en guardia —quizás con excesiva desconfianza, con demasiada persistencia— contra añagazas diabólicas, una guardia demasiado penosa para que el ambiente caótico que lo rodeaba (la impredictible América) no lo llevara a cometer alguna absurda distracción. Era el mundo el que andaba distraído, y Pnin se proponía volverlo al buen camino. Su vida consistía en una guerra continua contra objetos insensatos que se desintegraban, lo atacaban, rehusaban funcionar, o maliciosamente se extraviaban apenas ingresaban a la esfera de su existencia. Sus manos eran de una torpeza increíble; pero como podía fabricar en un abrir y cerrar de ojos un pito con una vaina de arvejas, hacer rebotar diez veces un guijarro plano en la superficie de una pileta, proyectar la sombra de un conejo con los nudillos (de un conejo completo, con ojos parpadeantes), y realizar muchas otras pruebas insubstanciales que los rusos siempre tienen listas, Pnin se creía dotado de considerable destreza manual y mecánica. Las máquinas le enloquecían y le producían un supersticioso deleite. Los dispositivos eléctricos le encantaban. Los plásticos le hacían trastabillar. Sentía una admiración profunda por el cierre de cremallera. Pero el reloj, devotamente enchufado, le trastornaba las mañanas cuando una tempestad paralizaba en medio de la noche la central eléctrica local. La montura de sus gafas solía quebrarse en mitad del puente, dejándolo con dos piezas idénticas que trataba de unir vanamente acaso con la esperanza de que algún milagro de restauración orgánica; acudiera a salvarlo. El cierre de cremallera de que más depende un caballero se desengranaba en su desconcertada mano en cualquier instante de pesadilla y desesperada prisa.
Pero aún no sabía que se hallaba en un tren equivocado.
Una zona especialmente peligrosa para Pnin era el idioma inglés. Exceptuando retazos que no le servían de mucho, como «el resto es silencio», «nunca más», «fin de semana», «quién es quien», y unas pocas palabras corrientes como «calle», «comer», «estilográfica», «gángster», «charleston» o «utilidad marginal», no poseía más conocimientos de inglés al irse de Francia para viajar a Estados Unidos. Porfiadamente se puso a la tarea de aprender la lengua de Fenimore Cooper, Edgar Poe, Edison y treinta y un Presidentes. En 1941, al cabo de un año de estudio, tenía la pericia suficiente como para usar con soltura términos tales como «esperanzas vanas» y «okey-dokey». En 1942 ya era capaz de interrumpir su narración con la frase: «Para abreviar el cuento». En la época en que Truman inició su segundo período, Pnin podía manejar casi cualquier tema; pero en otros sentidos su progreso parecía haberse detenido pese a todos sus esfuerzos, y en 1950 su inglés seguía lleno de imperfecciones. Ese otoño agregó a sus cursos de ruso una charla semanal en un llamado symposium(«Europa pierde sus alas: Reseña de la Cultura Europea Contemporánea») dirigida por el doctor Hagen. Todas las conferencias de nuestro amigo, incluso varias que dictó fuera de la ciudad, eran corregidas por uno de los miembros más jóvenes del Departamento de Alemán. El procedimiento era un tanto complicado. El profesor Pnin traducía laboriosamente su propio flujo verbal ruso, rebosante de proverbios intraducibies, a un inglés deshilvanado. Esto era revisado por el joven Miller. Luego la secretaria del doctor Hagen, una miss Eisenbohr, lo pasaba a máquina. En seguida, Pnin eliminaba los pasajes que no podía comprender. Y por último lo leía a su auditorio semanal. Sin el texto preparado quedaba totalmente desvalido, y tampoco podía usar el antiguo sistema de disimular su impotencia moviendo los ojos hacia arriba y abajo, cortando entretanto un montón de palabras y alargando el final de la frase antes de lanzarse a la próxima sin ser notado. Los preocupados ojos de Pnin corrían entonces el riesgo de perder la hilación. Prefería, en consecuencia, leer sus charlas, con la mirada pegada al texto, con su voz lenta y monótona de barítono que parecía ir subiendo esas escaleras interminables que usa la gente por miedo a los ascensores.