Con un coeficiente intelectual de 181 y un promedio de 90, no le fue difícil a Victor encabezar una clase de 36 alumnos y llegar a ser en realidad uno de los tres mejores pupilos del colegio. Sentía escaso respeto por la mayoría de sus profesores, pero reverenciaba a Lake, hombre inmensamente obeso, con cejas enmarañadas y manos velludas, que asumía una actitud de turbación sombría frente a los muchachos atléticos de encendidas mejillas. Victor no era ni lo uno ni lo otro. Lake se había entronizado, como un Buda, en un estudio pulcro y original que más parecía sala de recibo de una galería de arte que taller. En sus paredes gris pálido no había más adorno que dos cuadros en idénticos marcos: una copia de la obra maestra fotográfica de Gertrude Kasebier: Madre e Hijo(1897), en que el niño angelical y auhelante mira hacia arriba, a la lejanía (¿a qué?) y una reproducción, en la misma tonalidad, de la cabeza de Cristo de Los Peregrinos de Emaús, de Rembrandt, con igual expresión, si bien un poco menos celestial, en los ojos y en la boca.
Lake había nacido en Ohio, estudiado en París y Roma y enseñado en Ecuador y Japón. Era un reconocido experto en arte, y quienes lo conocían se preguntaban por qué, durante los últimos diez inviernos, se había enterrado voluntariamente en Saint Bart. Aunque tenía el temperamento huraño del genio, le faltaba originalidad y se daba cuenta de esa falla; sus pinturas parecían siempre imitaciones hábiles, si bien era difícil precisar qué estilo remedaba. Su profundo conocimiento de innumerables técnicas, su indiferencia por las «escuelas» y «tendencias», su desagrado por los charlatanes, su covicción de que no había gran diferencia entre una elegante acuarela de ayer y, digamos, el neo-plasticismo convencional o el no-objetivismo banal de hoy, y de que nada importa fuera del talento individual, eran puntos de vista que hacían de él un profesor raro. Saint Bart no gustaba mucho de sus métodos ni de los resultados que obtenía, pero seguía manteniéndolo porque estaba de moda contar, por lo menos, con un excéntrico distinguido entre el personal docente. Una de las muchas cosas estimulantes que enseñaba Lake, era que el orden del espectro solar no es un círculo cerrado sino una espiral de tintes que van del rojo cadmio y los anaranjados, pasando por un amarillo estroncio y un verde pálido paradisíaco, a azules cobalto y violados, en cuyo punto la secuencia no se degrada nuevamente a rojo sino que pasa a otra espiral que comienza con una especie de gris lavanda y continúa con tintes cenicientos que trascienden a la percepción humana. Enseñaba que no existía tal cosa como una Escuela Cubista, Futurista o Surrealista. Que una obra de arte creada con cordeles, sellos de correo, un periódico izquierdista y estiércol de paloma se basa en una serie de trivialidades tediosas. Que nada hay más burgués ni más banal que la paranoia. Que Dalí es en realidad el hermano gemelo de Norman Rockwell, robado por gitanas en su infancia. Que Van Gogh es de segundo orden y Picasso, en cambio insuperable a pesar de sus inclinaciones comerciales; y que si Degas pudo inmortalizar una calesa, ¿por qué no podría Victor Wind hacer otro tanto con un automóvil?
Una manera de realizar esto podría ser que el paisaje penetrara en el automóvil. Un sedán negro y lustroso era un buen motivo, especialmente si estaba detenido en la intersección de una calle flanqueada por árboles, bajo uno de esos cielos pesados de primavera, cuyos borrones de nubes grises y manchas azules amebiformes parecen tener más consistencia física que los olmos reticentes y el evasivo pavimento. Habría que descomponer la carrocería del coche en curvas y paneles separados; juntarlos después en términos de reflejos. Estos debían ser diferentes para cada parte: la de arriba desplegaría árboles invertidos con ramas esfumadas agarradas como raíces introduciéndose en un cielo acuoso, como de fotografía; un edificio que asemejara a una ballena nadando — éste sería un pensamiento arquitectónico secundario—; un lado del capot podría revestirse con una banda de intenso cobalto celeste ; un sistema delicadísimo de ramitas negras se reflejaría en la superficie exterior de la ventana trasera y, en el parachoques, se alargaría una escena panorámica de desierto, un horizonte dilatado, una casa remota por aquí y, por allá, un árbol solitario. Lake designaba este proceso mimético e integrante como «la necesaria naturalización de las cosas hechas por el hombre». En las calles de Cranton, Victor solía encontrar algún ejemplar adecuado de coche; daba vueltas a su alrededor; de pronto, el sol, oculto a medias, pero deslumbrante, se le unía; para la especie de robo que planeaba Victor, no había mejor cómplice. En los cromados, en el vidrio de un foco ribeteado de luz, descubría una vista de la calle y de sí mismo, comparable con la versión microcósmica de una sala, con una vista dorsal de personajes diminutos reflejados en ese espejo pequeñito, convexo, mágico, especial, que, hace medio milenio, Van Eyk, Petrus Christus y Memling incorporaban en sus minuciosos interiores, detrás del agrio mercader o de la madona doméstica.
6
En la última edición de la revista del colegio había aparecido un poema de Victor sobre los pintores. Se ocultaba bajo el nom de guerrede Moinet y tenía por divisa: «Hay que evitar los malos rojos; aunque estén bien preparados, siempre son malos» (citado de un viejo libro sobre técnica pictórica, a pesar de que olía a aforismo político). El poema comenzaba así:
¡Leonardo! raras dolencias atacan al bermellón mezclado con el plomo; monjil palidez tienen hoy los labios de Mona Lisa, que ayer tan rojos hiciste.
Soñaba con suavizar sus pigmentos tal como lo hicieran los Viejos Maestros: con miel, jugo de higos, aceite de amapolas y baba de caracoles rojos. Amaba la acuarela y el óleo, pero desconfiaba del frágii pastel y de la ruda tempera. Estudiaba sus mezclas con el cuidado y la paciencia de un niño insaciable, de uno de esos aprendices de pintor (¡ahora es Lake quien sueña!) de cabellos rizados y ojos brillantes, que pasaban años moliendo colores en el taller de algún cielógrafo italiano, en un mundo de esmaltes ámbar y paradisíacos. A los ocho años había dicho a su madre que deseaba pintar aire. A los nueve había comprendido el deleite apasionado de esfumar tempera. ¿Qué le importaba que el suave claro-oscuro, nacido de valores velados y de subiónos translúcidos, hubiera muerto aprisionado por el arte abstracto y en la choza del hórrido primitivismo? Cierta vez, colocó varios objetos en sucesión (una manzana, un lápiz, un peón de ajedrez, una peineta) detrás de un vaso con agua, y, a través de éste, escudriñó cada uno con minucia; la manzana roja se convertía en una nítida banda roja limitada por un horizonte recto: medio vaso de mar Rojo y de Arabia Félix. Si mantenía oblicuo el lápiz, éste se curvaba como una serpiente estilizada; pero si lo enderezaba, tornábase monstruosamente gordo, casi piramidal. Si movía de un lado a otro el peón negro, se dividía en un par de negras hormigas. La peineta, colocada verticalmente, producía el efecto de que el vaso estuviera lleno de un líquido bellamente estriado, un cóctel de cebra.
La víspera del día en que Victor debía llegar, Pnin entró en la tienda de artículos de deportes de la Calle Principal de Waindell, y pidió una pelota de fútbol. La petición parecía intempestiva, pero le mostraron una.
—No, no —dijo—. No quiero un huevo, ni tampoco, por ejemplo, un torpedo. Quiero una simple pelota de fútbol. ¡Redonda!
Y con las muñecas y las manos esbozó un globo terráqueo portátil. Era el mismo gesto que usaba en clase cuando hablaba de la «integridad armónica» de Pushkin.
El vendedor levantó un dedo y, en silencio, bajó una pelota de fútbol.
—Sí. Esta compraré —dijo Pnin, digno y satisfecho.
Con su adquisición envuelta en un papel pardo asegurado con cinta adhesiva, entró en una librería y pidió Martin Eden.