Выбрать главу

—Eden, Eden, Eden — repitió rápidamente la señora alta y morena que vendía, restregándose la frente—. Déjeme ver ¿Se refiere a un libro sobre el estadista inglés, o a otro?

—Quiero decir — explicó Pnin — una obra célebre del célebre autor americano Jack London.

—London, London, London —dijo la mujer, oprimiéndose las sienes.

Con la pipa en mano, su marido, un tal míster Tweedque escribía poesía dramática, acudió en su ayuda. Después de buscar un rato, desenterró de las profundidades polvorientas de su poco próspera tienda una antigua edición de El Hijo del Lobo.

—Es todo lo que tenemos de este autor —dijo.

—¡Extrañas — comentó Pnin — las vicisitudes de la celebridad! En Rusia, recuerdo, todos: niños, adultos, doctores, abogados, todos lo leían y releían. Este no es su mejor libro, pero okey, okey, lo llevaré.

7

Apenas llegó a la casa en que se hospedaba ese año, el profesor Pnin dejó la pelota y el libro sobre el escritorio de la pieza de huéspedes en que se alojaría Victor, en el piso alto. Inclinando a un lado la cabeza, examinó los regalos. La pelota no se veía bien en su informe envoltura; la desenvolvió; ahora se veía su hernioso cuero. La pieza era ordenada y acogedora. A un colegial tenía que gustarle aquel cuadro de una bola de nieve derribando el sombrero de un profesor. La cama estaba recién hecha por la mujer encargada del aseo. El viejo Bill Sheppard, dueño de la casa, había subido desde el primer piso para atornillar gravemente una bombilla en la lámpara del escritorio. Por la ventana abierta entraba un viento tibio y húmedo; desde abajo oíase el ruido que hacía al correr un arroyuelo exuberante; iba a llover; Pnin cerró la ventana. En su propia habitación, situada en el mismo piso, encontró una nota. Era un telegrama de Victor transmitido por teléfono; decía que se retrasaría exactamente 24 horas.

Victor y otros cinco niños habían sido castigados, un hermoso día de las vacaciones de Pascua de Resurrección, por haber fumado en la buhardilla. Victor, que tenía el estómago delicado y algunas fobias olfativas (ocultas hasta entonces cuidadosamente a los Wind), no participó, en el delito más allá de un par de bocanadas, pero había subido varias veces a la buhardilla prohibida con dos de sus mejores amigos: Tony Brade, Jr., y Lance Boke, ambos aventureros y bulliciosos. Se entraba por el cuarto de las maletas y se subía por una escala de hierro que daba a una gatera inmediatamente debajo del tejado. Desde ahí se hacía visible y tangible el esqueleto fascinador y extrañamente frágil del edificio, con todas sus vigas y tablas, un laberinto de rincones, sombras rebanadas y endebles listones sobre los cuales debía apoyarse el pie, provocando un ruido crepitante de yeso desalojado de los techos ocultos del piso inferior. El laberinto terminaba en una pequeña plataforma metida en un nicho en lo más alto de la buhardilla, entre un abigarrado revoltijo de viejos libros de tiras cómicas y cenizas recientes de cigarrillos. Las cenizas fueron descubiertas y los muchachos confesaron. Tony Brade, nieto de un famoso rector de Saint Bart, fue autorizado para salir ese día por razones de familia: un primo afectuoso quería verlo antes de partir a Europa. Cuerdamente, Tony pidió quedarse con los demás.

Como ya se ha dicho, el rector en tiempos de Victor era el reverendo míster Hopper, una nulidad agradable, de cabello gris y rostro fresco, muy admirado por las matronas de Boston. Mientras Victor y sus compañeros de aventuras comían con toda la familia Hopper, oyeron aquí y allá sutiles indirectas, especialmente en la voz modulada de mistress Hopper, que era inglesa y tenía una tía casada con un conde. Era posible — insinuaba mistress Hopper— que el reverendo se amainara y llevase a los seis niños a la ciudad a ver una película aquella última tarde, en vez de hacerlos acostarse tan temprano. Y después de la comida, con un guiño bondadoso, ella les indicó que acompañaran al reverendo, que se dirigía apresuradamenre hacia el vestíbulo.

Los padres anticuados hubieran podido perdonar los azotes que Hopper había propinado una o dos veces, en su carrera breve y poco distinguida, a algunos alumnos especialmente difíciles; pero lo que ningún niño podía soportar era la mueca mezquina que torcía los labios del rector cuando, en ocasiones como ésta, por ejemplo, se detenía en su camino al vestíbulo para tomar una tela cuadrada y doblada prolijamente: su sotana y su sobrepelliz. El station-wagonestaba ante la puerta. «Para redoblar el castigo», según los niños, el hipócrita eclesiástico los invitó a asistir a un oficio religioso en Rudbern, a doce millas de distancia, en una iglesia fría y ante escasa concurrencia.

8

Teóricamente, el modo más sencillo de llegar a Waindell desde Cranton era partir en taxi a Framingham, tomar un tren rápido a Albany, y luego un tren local, por un tramo corto, en dirección noroeste. En realidad, el modo más sencillo era al mismo tiempo el menos práctico. Ya fuera porque entre esos ferrocarriles existiese una enemistad antigua y solemne, ya porque se hubieran unido para dar oportunidades a otros medios de comunicación, quedaba en pie el hecho de que, a pesar de todos los malabarismos que uno hiciera con los horarios, la espera más corta que podía lograrse entre uno y otro tren en la estación de Albany era de tres horas.

A las 11 A. M. partía un bus de Albany que llegaba a Waindell alrededor de las 3 P. M. Eso significaba tomar el tren de las 6,31 A. M. en Framingham. Victor presintió que no se levantaría a tiempo y tomó un tren algo más tardío y bastante más lento, que le permitió alcanzar en Albany el último autobús a Waindell y desembarcar allí a las 8,30 de la noche.

Llovió durante el camino y seguía lloviendo cuando llegó al terminal de Waindell. El carácter algo soñador y distraído de Victor hacía que ocupara en las colas el último lugar. Ya estaba habituado a esta desventaja, del mismo modo que uno se familiariza con la miopía o la cojera. Obligado a inclinarse por su elevada estatura, siguió sin impacientarse a los pasajeros que bajaban del autobús al asfalto brillante: dos señores abultados con impermeables semitransparentes, que parecían patatas envueltas en celofán; un niño de siete u ocho años, de nuca frágil y hundida y pelo corto; un anciano anguloso y tímido que desechó toda ayuda y bajó por partes; tres estudiantas de Waindell, de pantalones cortos y rodillas sonrosadas; la exhausta madre del niño frágil; varios pasajeros más y, por fin, Victor, con su maletín en la mano y dos revistas bajo el brazo.

En una arcada de la vieja estación, un hombre enteramente calvo, de tez tostada, anteojos oscuros y portadocumentos negro, se inclinaba en amistoso e interrogativo recibimiento ante el niño de cuello delgado, el cual, sin embargo, sacudía la cabeza y señalaba a su madre, que aguardaba que el equipaje saliera del vientre del autobús. Con timidez y buen humor, Victor interrumpió el quid pro quo. El caballero de la cúpula tostada se sacó las gafas, se enderezó y miró arriba, arriba, arriba, al alto, altísimo Victor, a sus ojos azules y a su cabello castaño rojizo. Los bien desarrollados músculos zigomáricos de Pnin levantaron y redondearon sus bronceadas mejillas; su frente, su nariz y hasta sus grandes y hermosas orejas participaron en la sonrisa. Considerado en conjunto, el encuentro fue en extremo satisfactorio.

Pnin propuso que dejaran el equipaje y caminaran una manzana, si Victor no temía a la lluvia (llovía fuertemente y el asfalto centelleaba en la oscuridad como un lago bajo árboles grandes y ruidosos). Supuso Pnin que para el niño sería una fiesta comer tarde en un restaurante.