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—¿Llegó bien? ¿No tuvo aventuras desagradables? —Ninguna, señor. — ¿Tiene mucha hambre? —No, señor. No tanta.

—Mi nombre es Timofey —dijo Pnin mientras se acomodaba en una mesa junto a la ventana del viejo restaurante—. La segunda sílaba se pronuncia «maf»; con acento en la última sílaba, prolongando un tanto «ey». Timofey Pavlovich Pnin, quiere decir Timoteo hijo de Pablo. El patronímico lleva acento en la primera sílaba, el resto se abrevia: Timofey Pahlch. He reflexionado largamente — limpiemos estos cuchillos y tenedores con la servilleta — y he llegado a la conclusión de que usted debe llamarme simplemente míster Tim; o, más brevemente aún, Tim, como lo hacen algunos de mis simpáticos colegas. Es... ¿Qué quiere servirse? ¿Chuletas de ternera? Okey, también comeré chuletas de ternera. Naturalmente es una concesión a América, mi nueva patria, la maravillosa América que siempre sorprende pero que siempre provoca mi respeto. Al principio me resultaba embarazoso...

Al principio le molestó a Pnin la facilidad con que se barajan en América los nombres de pila. Después de una sola reunión que comienza con un trocito de hielo en unas gotas de whisky y termina con una cantidad de whisky con poquísima agua de grifo, se espera que uno llame «Jim» a un extraño de cabello cano, mientras él corresponde con «Tim», ya para siempre. Y si a la mañana siguiente uno se olvida y le dice profesor Everett (que es para uno su verdadero nombre), lo considera un insulto imperdonable. Recordando a sus amigos rusos en Europa y Estados Unidos, Timofey Pahlch podía contar fácilmente hasta sesenta seres amados a quienes había conocido en la intimidad, digamos, desde 1920, y a quienes jamás había llamado de otro modo que Vadim Vadimich, Ivan Cristoforovich o Samuel Izrailevich, según fuera el caso, y que lo llamaban por su nombre y apellido con la misma efusiva simpatía, acompañada de un cálido apretón de manos, cada vez que se encontraban. —¡Ah, Timofey Pahlch! ¿ Nu kak? (¿Qué tal?) A vi, baten'ka, zdorovo postareli(Bien, bien, viejo, a decir verdad, ¡no te ves más joven! ).

Pnin habló mucho. Su charla no sorprendió a Victor. Este había oído a muchos rusos hablar inglés, y no le molestaba el hecho de que Pnin pronunciara la palabra «familia» como si la primera sílaba fuera la del francés para «mujer».

—Hablo en francés con mucha más facilidad que en inglés —dijo Pnin—, pero, ¿vous comprenez le français? ¿Bien? ¿Assez bien? ¿Un peu?

— Très un peu— repuso Victor.

—Lástima, pero no hay nada que hacer. Ahora le hablaré sobre deporte. La primera descripción del box en la literatura rusa la encontramos en un poema de Mihail Lermontov, nacido en 1814, muerto en 1841 (fácil de recordar). La primera descripción del tenis, en cambio, se encuentra en Ana Karenina, la novela de Tolstoy, más o menos en el año 1875. Cuando yo era joven, en la campiña rusa, latitud de Península Labrador, me dieron un racket para jugar con la familia del orientalista Gotovstev a quien quizá usted haya oído mencionar. Recuerdo que era un día espléndido de verano y jugamos, jugamos, jugamos hasta perder las doce pelotas. Usted también recordará el pasado con interés cuando sea viejo.

—Otro juego —prosiguió Pnin, azucarando generosamente el café — era, naturalmente, el kroket. Yo fui campeón de kroket. No obstante, el entretenimiento nacional favorito se llamaba gorodki, que significa «pequeñas ciudades». Me hace recordar un sitio en el jardín y la atmósfera maravillosa de la juventud. Yo era fuerte ; vestía una camisa rusa bordada; nadie juega ahora esos juegos vigorizantes.

Terminó su chuleta y continuó con el tema:

—Se dibujaba un gran cuadrado en el suelo; ahí se colocaban, como si fueran columnas, trozos cilindricos de madera, ¿sabe usted? En seguida, desde una distancia, se les lanzaba un palo grueso, muy duro, como un boomerang, con un movimiento amplio, amplio del brazo... Excúseme... Afortunadamente, es azúcar y no sal.

—Aún oigo — siguió Pnin, recogiendo el espolvoreador y moviendo ligeramente la cabeza ante la sorprendente persistencia de la memoria—, aún oigo el ¡trac!, el crujido cuando se daba en el blanco y las piezas de madera saltaban por el aire. ¿No va a terminar con la carne? ¿No le gusta?

—Está muy buena —dijo Victor—, pero no tengo mucho apetito.

—Usted debe comer más, mucho más, si quiere ser buen jugador de fútbol.

—No me gusta mucho el fútbol. En realidad, lo detesto. A decir verdad, no sirvo para ningún juego.

—¿Usted no es un entusiasta del fútbol? —dijo Pnin, y una expresión consternada se extendió por su gran rostro expresivo. Comprimió los labios, los abrió, pero no dijo nada. Consumió en silencio los helados de crema de vainilla que carecían de crema y de vainilla.

—Tomaremos ahora el equipaje y un taxi —dijo. Apenas llegaron a la casa de los Sheppard, Pnin introdujo a Victor al salón y lo presentó apresuradamente al dueño, el viejo Bill Sheppard, ex Superintendente de Jardines y Canchas de la Universidad, que era totalmente sordo y usaba un aparato blanco en un oído; y a su hermano, Bob Sheppard, que llegara hacía poco de Buffalo para vivir con Bill cuando la esposa de éste falleció. Dejando a Victor con ellos por unos minutos, Pnin se precipitó escaleras arriba. La casa era de construcción liviana y los objetos de las habitaciones de abajo reaccionaron con varias vibraciones a los pasos enérgicos dados en el pasillo de los altos y al chirrido súbito de la persiana de una ventana de la pieza de huéspedes.

—Ahora, ese cuadro de ahí — estaba diciendo el sordo míster Sheppard, mientras indicaba con un dedo didáctico una gran acuarela borrosa—, representa la finca donde mi hermano y yo pasábamos los veranos hace cincuenta años. Fue pintada por una compañera de colegio de mi madre, Grace Wells. Su hijo, Charlie Wells, es dueño del hotel de Waindellville. Estoy seguro de que el doctor Pnin lo conoce; es un buen hombre. Mi difunta esposa también era artista. En seguida le mostraré obras de ella. Bueno. Ese árbol que hay ahí, detrás de la bodega... Usted apenas podrá divisarlo...

Hubo un estruendo horrible en la escalera. Pnin se había caído.

—En la primavera de 1905 —dijo míster Sheppard, mostrando la pintura con el Índice—, debajo de ese algodonero...

Observó que su hermano y Victor se precipitaban fuera de la pieza, hacia el pie de la escalera. El pobre Pnin había bajado de espaldas los últimos peldaños; permaneció alelado por un rato, moviendo los ojos de un lado a otro. Lo ayudaron a levantarse. No se había quebrado ningún hueso. Pnin sonrió y dijo:

—Es como la espléndida historia de Tolstoy. Usted debe leerla un día, Victor Ilych Golovin, quien sufrió una caída y tuvo en consecuencia riñon canceroso. Victor subirá ahora conmigo.

Victor lo siguió con la valija. En el rellano de la escalera había una reproducción de La Berceuse, de Van Gogh, y Victor, al pasar, le hizo un irónico saludo de reconocimiento. La pieza de huéspedes resonaba con el ruido de la lluvia que caía en las ramas fragantes, enmarcadas en la oscuridad de la ventana abierta. Sobre el escritorio había un libro envuelto y un billete de diez dólares. A Victor se le iluminó el rostro e hizo una inclinación de cabeza al ceñudo pero bondadoso invitante.

—Desenvuelva —dijo Pnin.

Victor obedeció con apresurada cortesía. Se sentó, luego, en el borde de la cama, con el cabello castaño rojizo cayéndole en mechones sedosos sobre la sien derecha, la corbata listada meciéndose fuera de la chaqueta gris, las abultadas rodillas separadas, y abrió el libro con entusiasmo. Se proponía elogiarlo, primero porque era un regalo, y, segundo, porque creía que era una traducción de la lengua materna de Pnin: Recordaba que en el Instituto Psicoterapéutico había un doctor Yakov London, de Rusia. Desgraciadamente, Victor dio con un pasaje sobre Zarinka, la hija del jefe indio de Yukón, y la tomó por una doncella rusa. «Fijaba sus grandes ojos negros en los hombres de su tribu con miedo y desconfianza. Era tan extremada la tensión, que habíase olvidado de respirar...»