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—Creo que esto me va a gustar —dijo Victor, con amabilidad—. El verano pasado leí Crimen y...

Un bostezo joven distendió su boca, que sonreía esforzadamente. Con simpatía, con aprobación, con el corazón desgarrado, Pnin vio a Liza bostezando después de las alegres reuniones en casa de los Arbenin o de los Polyanski, en París, quince, veinte, veinticinco años atrás.

—No más lectura por hoy —dijo—. Sé que es un libro muy emocionante, pero usted leerá mañana. Le deseo buena noche. La sala de baño está al otro lado del pasillo.

Estrechó la mano de Victor y se fue a su habitación.

9

Seguía lloviendo. Todas las luces se habían apagado en la casa de los Sheppard. El arroyo de la quebrada detrás del jardín, que la mayor parte del tiempo no era más que un hilillo tembloroso, era ahora un torrente que daba volteretas en ávida carrera, llevando por corredores de hayas y de abetos las hojas caídas del año anterior, ramítas desnudas y una flamante y desdeñada pelota de fútbol que recién había rodado por el declive de césped, después que Pnin la arrojara por la ventana. A pesar del dolor de espalda, Pnin había logrado dormirse, y en el curso de uno de esos sueños que persisten en visitar a los fugitivos rusos, aunque haya pasado un tercio de siglo desde su huida de los bolcheviques, Pnin se vio envuelto en una capa, huyendo a través de grandes charcas de tinta, bajo una luna estriada de nubes, desde un palacio quimérico y luego paseando por una playa desolada con su amigo ya muerto, Ilya Isodorovich Polyanski, mientras aguardaban que llegara una liberación misteriosa en la figura de una embarcación vibrante que surcara ese ominoso mar. Los hermanos Sheppard estaban despiertos en sus lechos contiguos, sobre sus colchones anatómicos; el más joven escuchaba la lluvia en la oscuridad y meditaba si conseguirían vender la casa con su techo sonoro y su jardín inundado; el mayor pensaba en el silencio, en un cementerio verde y húmedo, en una finca vieja, en un álamo que años atrás había tronchado un rayo, matando a John Head, un pariente lejano y desvaído. Victor, por primera vez, se durmió en cuanto colocó su cabeza bajo la almohada; un novedoso remedio contra el insomnio que nunca aprendería el doctor Eric Wind (sentado en ese momento en un banco al lado de una fuente, en Quito, Ecuador). Alrededor de las 1,30, los Sheppard comenzaron a roncar, realzando el sordo cada expiración con un castañeteo final, varias notas más altas que la de su hermano, roncador modesto y melancólico. En la playa arenosa que Pnin seguía recorriendo (su amigo, preocupado, había vuelto a la casa en busca de un mapa), apareció, de pronto, la huella de unos pasos que venían a su encuentro, y se despertó con un gemido; le dolía la espalda. Ya eran las 4. La lluvia había cesado.

Pnin dio un suspiro en ruso, okh-okh-okh, y buscó una posición más cómoda. El viejo Bill Sheppard bajó a la pieza de baño del primer piso, hizo un ruido infernal y volvió fatigosamente a su dormitorio.

Luego todos se durmieron. Lástima que nadie presenciara el espectáculo en la calle vacía, donde la brisa de la aurora estriaba un gran charco luminoso y convertía los hilos telefónicos reflejados en el agua en negras líneas zigzagueantes e indescifrables.

CAPITULO QUINTO

1

Desde la terraza de una torre raras veces usada, «la torre del mirador», como se la llamaba antiguamente, situada en un cerro boscoso dé ochocientos pies de altura, llamado monte Ettrick y perteneciente a uno de los Estados más bellos de Nueva Inglaterra, el aventurero turista veraniego (Miranda o Mary, Tom o Jim, cuyos nombres escritos con lápiz en la balaustrada estaban casi borrados), podía observar un vasto mar de vegetación, compuesto principalmente de robles, abetos, chopos y pinos. Unas cinco millas al oeste, la esbelta aguja de una iglesia marcaba el sitio donde se anidaba la pequeña ciudad de Onkwedo, famosa en otro tiempo por sus manantiales. Tres millas al norte, en un claro junto al río y al pie de una colina con pastizales, se podían distinguir las veletas de una ornamentada casa (conocida por sus varios nombres: Cook's Place, Castillo de Cook, o Los Pinos, su nombre original). Por el flanco sur del monte Ettrick, un camino estatal seguía hacia el este después de atravesar Onkwedo. Numerosos senderos y rutas de ceniza y ladrillo entrecruzaban el arbolado llano triangular limitado por la tortuosa hipotenusa de una ruta rural pavimentada que serpenteaba hacia el noreste desde Onkwedo a Los Pinos, el cateto mayor de la autopista estatal mencionada, y el cateto menor de un río atravesado por un puente de acero cerca de Mount Ettrick y por un puente de madera cerca de Cook's.

Un caluroso y triste día del verano de 1954 Mary o Almira, o, si se quiere, Wolfgang von Goethe, cuyo nombre había sido esculpido en la balaustrada por algún gracioso de antaño, podrían haber divisado un automóvil que se apartó del camino antes de llegar al puente, orientándose a tientas en ese laberinto de dudosas rutas. Se movía cautelosa y volublemente, y cada vez que cambiaba de parecer, disminuía la velocidad y levantaba una nube de polvo, como un burro que da coces con las patas traseras. A un espíritu menos comprensivo que el de nuestro supuesto observador habría parecido que ese sedán de dos puertas, azul pálido, ovoide, de edad incierta y de condición mediocre, era conducido por un idiota. No obstante, su chófer era el profesor Timofey Pnin, de la Universidad de Waindell.

Pnin había comenzado, a principios de año, a tomar lecciones de manejo en la Escuela de Chóferes de Waindell. Pero la «verdadera comprensión», como él lo expresara, sólo le había venido cuando, un par de meses más tarde, había sido relegado a la cama con la espalda dolorida y sin más quehacer que estudiar, con delección profunda, el Manual del Chófer, de cuarenta páginas, editado por el Gobernador del Estado, en colaboración con otro experto, y el artículo sobre «Automóvil», en la Enciclopedia Americana, con dibujos de transmisiones, carburadores, frenos y las fotografías de un miembro del Tour Glidden, circa1905, encajado en el barro de un camino rural y rodeado por un ambiente depresivo. Entonces, y sólo entonces, le fue revelada la doble naturaleza de sus intuiciones iniciales, mientras yacía en su lecho de enfermo, moviendo los dedos de los pies y cambiando velocidades imaginarias. Durante las lecciones que le diera el áspero instructor emitiendo órdenes innecesarias con ladridos de modismos técnicos, tratando de arrancarle el manubrio en las esquinas y persistiendo en irritar a un alumno sereno e inteligente con vulgares expresiones acusadoras, le fue imposible combinar el coche que conducía en la mente con el que manejaba en el camino. Ahora se fundieron por fin. Si bien fracasó la primera vez que rindió examen para obtener licencia para manejar, fue principalmente porque discutió inoportunamente con su examinador, para demostrarle que no había nada más humillante para una criatura racional que pedirle que procurara desarrollar un vil reflejo condicionado deteniéndose ante una luz roja cuando alrededor no había alma viviente, ni con zapatos ni sobre ruedas. La segunda vez fue más circunspecto y pasó. Una alumna irresistible; matriculada en su curso de lengua rusa, Marilyn Hohn, le vendió en cien dólares su humilde y viejo coche; se iba a casar con el dueño de una máquina mucho más imponente. El viaje entre Waindell y Onkwedo, con una noche pasada en una hostería, había sido lento y difícil, pero falto de acontecimientos. Inmediatamente antes de entrar en Onkwedo, se detuvo en una gasolinera y bajó para respirar aire de campo. Un cielo blanco, inescrutable, colgaba sobre un campo de trébol, y desde un montón de jeña próximo a un cobertizo llegaba el canto quebrado y sonoro Je un gallo, verdadero dandy vocal. Una entonación casual del ave, ligeramente afónica, combinada con el viento cálido que choraba contra Pnin como si quisiera atraer su atención, le recordaron brevemente un día ya muerto, en que él, alumno de Primer Año en la Universidad de Petrogrado, había llegado a la pequeña estación de un balneario del Báltico; y los sonidos, y los olores, y la tristeza...