—Está sucio —dijo el empleado de brazos velludos mientras limpiaba el parabrisas.
Pnin sacó una carta de su billetera, desplegó el diminuto mapa rnimeografiado pegado a ella y preguntó al hombre a qué distancia estaba la iglesia donde se suponía que, torciendo a la izquierda, se llegaba a la propiedad de Cook. El parecido de ese empleado con el colega de Pnin en la Universidad de Waindell, el doctor Hagen, era impresionante. Se trataba de uno de esos parecidos que tienen tan poco sentido como una broma de mal gusto.
—Hay una manera mejor de llegar —dijo el falso Hagen—. Los camiones han estropeado ese camino y, además, a usted no le van a gustar las curvas. Siga adelante; atraviese la ciudad; cinco millas más allá de Onkwedo, apenas deje atrás el sendero de la izquierda que va monte Ettrick, y justamente antes de llegar al puente, doble a la izquierda. Es un buen camino de pedregón.
Dio una vuelta ágil alrededor del radiador y atacó el parabrisas con su estropajo desde el otro lado.
—Doble hacia el norte y siga hacia el norte en cada cruce; hay unos cuantos senderos de leñadores en esos bosques, pero siga tirando hacia el norte y llegará a lo de Cook en sólo doce minutos. No puede perderse.
Pnin llevaba ya más de una hora en ese laberinto de vías en medio del bosque y había llegado a la conclusión de que «seguir hacia el norte», y la palabra «norte» misma, no significaba nada. Tampoco pudo explicarse qué lo impulsó a él, un ser racional, s escuchar a un entrometido en vez de seguir perseverantemente las instrucciones (pedantes a fuerza de ser precisas), que su amigo Alexandr Petrovich Kukolnikov, conocido en la localidad como Al Kook, le había enviado junto con la invitación para que pasara el verano en su amplia y hospitalaria casa de campo.
Nuestro desventurado chófer estaba ya demasiado perdido para volver al camino estatal. Y como su experiencia era escasa pata maniobrar en rutas angostas y fangosas con zanjas y hasta barrancos que abrían sus fauces a cada lado, sus variadas indecisiones y tan. teos adoptaron ese aspecto grotesco que un observador, desde el mi. rador de la torre, habría contemplado con mirada compasiva. Pero no había criatura viviente en esa región impasible y desolada, salvo una hormiga que luchaba contra sus propias dificultades y que después de horas de inútil perseverancia, logró llegar a la solera de concreto (su autostrada), sintiéndose defraudada y perpleja, de un modo análogo al de ese absurdo coche de juguete que avanzaba más abajo. El viento había amainado. Bajo el cielo pálido, el mar de copas de árboles parecía no albergar vida alguna. No obstante, de pronto estalló un tiro de escopeta y una rama saltó al cielo. El alto y denso follaje del bosque comenzó a moverse con una serie de sacudidas y saltos, pasando la oscilación de un árbol a otro, hasta volver de nuevo a la calma. Pasó otro minuto y, entonces, todo sucedió al mismo tiempo: la hormiga encontró una ramita que descendía de la solera y comenzó a trepar con renovado celo; salió el sol, y Pnin, en la sima de la desesperanza, se encontró en un camino pavimentado donde, un letrero mohoso, pero aún legible, dirigía a los viajeros A Los Pinos.
2
Al Cook era hijo de Piotr Kukolnikov, acaudalado comerciante moscovita, con antecedentes de antiguo creyente, hijo de sus obras, mecenas y filántropo; el mismo famoso Kukolnikov que, bajo el último Zar, había sido encarcelado dos veces en una fortaleza bastante confortable por prestar ayuda económica a grupos Social-Revolucionarios, principalmente terroristas, y que fue muerto bajo Lenin acusado de ser un «espía del imperialismo» después de casi una semana de torturas medievales en una cárcel soviética. Su familia había llegado a Harbin, en América, alrededor de 1925; y el joven Cook, con serena perseverancia, sentido práctico y cierta preparación científica, llegó a ocupar una posición alta y segura en una gran fábrica de productos químicos. Era bondadoso, reservado, de contextura maciza, con un gran rostro inmóvil amarrado en el centro con unos pequeños quevedos y aparentaba lo que era: empresario, masón, jugador de golf y hombre próspero y prudente.
Hablaba un inglés neutro y correcto con un suave y lejano acento eslavo, y era un anfitrión encantador, de la especie silenciosa, con ojos chispeantes y una copa en cada mano. Sólo cuando su huésped era algún amigo ruso, muy antiguo y muy amado, Alexandr Petrovich discutía sobre Dios, Lermontov, la libertad, y revelaba un rasgo hereditario de impetuoso idealismo, que habría confundido grandemente al marxista que lo escuchara tras la puerta.
Se había casado con Susan Marshall, la hija rubia, voluble y atrayente del inventor Charles G. Marshall. Y como era imposible imaginar a Alexandr y a Susan de otro modo que criando una familia enorme y saludable, fue una sorpresa dolorosa para mí y otros amigos saber que, a consecuencia de una operación, Susan quedó estéril para siempre. Aún eran jóvenes; se amaban con una sencillez y una integridad de tiempos antiguos, con un amor cuya contemplación apaciguaba; y, en vez de poblar la finca de hijos y de nietos, reunían ahí, cada verano de los años pares, a rusos viejos (como si dijéramos a los padres y tíos de Cook) y, cada verano de los años nones, invitaban a amerikantski(americanos), conocidos de Alexandr, o parientes y amigos de Susan.
Pnin iba por primera vez a Los Pinos, pero yo había estado allí antes. Pululaban en la propiedad rusos emigrados, liberales e intelectuales salidos de Rusia alrededor de 1920. Se les encontraba en cada mancha de sombra, sentados en bancos rústicos, discutiendo a escritores emigrados: Bunin, Aldanov, Sirin; tendidos en hamacas y con el rostro cubierto por la edición dominical de un periódico ruso, protegiéndose de las moscas al modo tradicional; sorbiendo té y mermelada en la veranda; caminando por los bosques y pensando si las setas locales serían o no comestibles.
Samuil Lvovich Shpolyanski, caballero anciano, majestuosamente quieto, y el pequeño, excitable y tartamudo Conde Fyodor Nikitich Poroshin (ambos miembros de los heroicos Gobiernos Regionales formados, alrededor de 1920, por grupos democráticos en las provincias rusas para resistir a la dictadura bolchevique), recorrían la avenida de pinos y discutían sobre las tácticas que debían adoptarse en la próxima reunión conjunta del Comité de Rusia Libre, fundado por ellos en Nueva York, con otra organización anticomunista más joven. Desde un pabellón semiasfixiado por algarrobos llegaban fragmentos de un acalorado intercambio entre el profesor Bolotov, que enseñaba Historia de la Filosofía, y el profesor Chateau, que enseñaba Filosofía de la Historia.
—La realidad es la Duración — tronaba una voz, la de Bolotov.