Выбрать главу

—¡No lo es! —gritaba la otra—. Una pompa de jabón tan real como un diente fósil.

Pnin y Chateau, nacidos a fines del siglo XIX, eran, compárate vamente, unos jovenzuelos. La mayoría de los otros ya habían visto pasar los sesenta años y algo más. En cambio, algunas señoras, como la condesa Poroshin y madame Bolotov, finalizaban la cuarentena y gracias a la atmósfera higiénica del Nuevo Mundo, no sólo habían conservado sino que mejorado su belleza. Algunos padres llevaban consigo a su prole, robustos muchachos americanos de elevada estatura, indolentes y difíciles, de edad universitaria, carentes del sentido de la Naturaleza, desconocedores de la lengua rusa y sin interés alguno por los refinamientos del pasado y por el ambiente que un tiempo fuera el de sus padres. Parecían vivir en Los Pinos en un plano físico y mental completamente distinto, pasando, de vez en cuando, de su nivel al nuestro a través de una especie de luz trémula interdimensional; respondiendo ásperamente ante un tímido consejo o a una broma rusa bien intencionada; manteniéndose siempre aparte —tanto, que uno sentía que había engendrado elfos— y prefiriendo cualquier producto del almacén de Onkwedo, cualquiera clase de comestible envasado, en lugar de los maravillosos platos rusos que se servían en las comidas largas y bulliciosas en el porche enrejado de la casa de los Kukolnikovi. Con intensa zozobra decía Poroshin refiriéndose a sus hijos (Igor y Olga, alumnos universitarios de Segundo Año):

—Mis gemelos son exasperantes. Cuando los veo en casa, durante el desayuno o la comida, y trato de contarles las cosas más excitantes y de mayor interés (por ejemplo: el auto-gobierno local en el Lejano Norte de Rusia durante el siglo xvii; o, digamos, algo sobre la historia de las primeras escuelas de medicina en Rusia — a propósito, hay una excelente monografía sobre el tema, publicada en 1883, por Chistovich —), sencillamente se van a sus dormitorios y ponen la radio.

Esos dos jóvenes se encontraban en Los Pinos el verano en que Pnin fue invitado, pero permanecían invisibles. Se habrían aburrido horriblemente en ese lugar perdido si el admirador de Olga, un universitario cuyo apellido nadie parecía conocer, no hubiera llegado de Boston, a pasar el fin de semana, en un automóvil espectacular ; y si Igor no hubiera encontrado una compañera comprensiva en Nina, la hija de los Bolotovi, muchacha bella y desaliñada, de ojos egipcios y piel tostada, que concurría a una escuela de danzas en Nueva York.

3

La casa la atendía Prakovia, una plebeya vigorosa de sesenta años, con la vivacidad de una veintena menos. Era un espectáculo estimulante observarla cuando, desde el porche trasero, inspeccionaba los pollos, con los nudillos en las caderas, vestida de pantalón corto y amplio, de confección casera, y una blusa recamada de lentejuelas. Había cuidado a Alexandr y a su hermano cuando eran niños en Harbin, y ahora era ayudada en los quehaceres domésticos por su marido, un cosaco lúgubre y estólido, con tres pasiones predominantes: la encuademación, que llevaba a cabo mediante un proceso patológico y empírico, aplicable a cualquier catálogo viejo o revista deshojada que caía en sus manos; la confección de licores con jugos de frutas, y el exterminio de los pequeños animales del bosque.

De entre los huéspedes de esa temporada, Pnin conocía bien al profesor Chateau, amigo de su juventud, con quien había concurrido a la Universidad de Praga en los primeros años de la década 1920-29, y también bastante a los Bolotovi, a quienes viera por última vez en 1949, en ocasión de un discurso de bienvenida que pronunciara en una comida de etiqueta ofrecida por la Asociación de Estudiosos Rusos Emigrados, en el Barbizon-Place, con motivo de la llegada de los Bolotovi desde Francia. Por mi parte, nunca me preocupó gran cosa Bolotov ni sus trabajos filosóficos, en los que se combinaba extrañamente lo oscuro con lo trillado; la obra de ese hombre puede ser una montaña, pero una montaña de trivialidades. No obstante, siempre me ha gustado Varvara, la esposa rolliza y exuberante del decaído filósofo. Cuando visitó por primera vez Los Pinos en 1951, no conocía los campos de Nueva Inglaterra. Sus arándalos y abedules la engañaron, y colocó mentalmente el lago Ontario, no en el paralelo del, digamos, lago Ochrida, en los Balcanes, donde correspondía, sino en el Lago Onega, en el norte de Rusia, lugar donde pasara los últimos quince veranos antes de huir de los bolcheviques a Europa Occidental con su tía Lidia Vinogradov, la conocida feminista y visitadora social. En consecuencia, el espectáculo de un colibrí ensayando sus primeros vuelos, o el de una catalpa en plena floración, le producían el efecto de una visión exótica o antinatural. Más fabulosos que los cuadros de animales de un bestiario eran para ella los enormes puercoespines que llegaban a roer la deliciosa y áspera madera vieja de la casa, o los elegantes y feéricos zorrinos que probaban la leche del gato en el plato de servicio. La desconcertaban y encantaban las numerosas plantas y criaturas que no podía identificar; confundía a los jilgueros con canarios extraviados, y se contaba que, con motivo de un cumpleaños de Susan, llegó orgullosa y jadeando de entusiasmo con una profusión de hermosas hojas de yedra venenosa, para adornar la mesa, apretadas contra su pecho pecoso y encarnado.

Los Bolotovi y madame Shpolyanski, mujercita esmirriada, de pantalones sueltos, fueron los primeros en ver a Pnin cuando giraba cuidadosamente para tomar una avenida arenosa bordeada de lupinos silvestres, muy erguido y aferrado al volante, como si fuera un labrador más habituado a su tractor que a su automóvil, y entraba, a 10 millas por hora y en primera, al bosquecillo de pinos viejos y desmelenados, de apariencia curiosamente auténtica, que separaba el camino pavimentado del Castillo de Cook. Varvara se levantó elásticamente del asiento del pabellón donde ella y Roza Shpolyanski acababan de descubrir a Bolotov leyendo un libro estropeado y fumando un cigarrillo prohibido. Saludó a Pnin palmoteando, mientras su marido manifestaba toda la cordialidad de que era capaz blandiendo lentamente el libro que había cerrado sin sacar el pulgar para no perder la página. Pnin detuvo el motor y contempló a sus amigos con el rostro iluminado. El cuello de su camisa verde de sport estaba ajado; su rompevientos con el cierre medio abierto parecía estrecho para su torso imponente; y la cabeza calva bronceada, cpn la frente llena de arrugas y una vena vermicular abultada en la sien, se inclinaba, saludando, mientras sus manos luchaban con la manilla de la puerta del coche y lograba por último salir del automóvil.

— Avtomobil, kostyum-nu pryamo amerikanets(un verdadero americano), ¡ pryamo Ayzenhauer! —dijo Varvara, presentando Pnin a Roza Abramovna Shpolyanski.

—Hace cuarenta años tuvimos amigos comunes — observó ésta, mirando a Pnin con curiosidad.

—No mencionemos cifras tan astronómicas —dijo Bolotov, aproximándose y reemplazando, con una brizna de pasto, el pulgar que había usado como marcador—. ¿Sabe usted? —continua estrechando la mano de Pnin—, estoy leyendo por séptima vez Ana Karenina, y me produce el mismo embeleso que sentí hace cuarenta, no, hace sesenta años, cuando era un chico de siete. Y cada vez se descubren nuevas cosas. Por ejemplo, ahora observo que Lyov Nikolaich no sabe en qué día comienza su novela: parece ser viernes, pues ese día es cuando el relojero va a dar cuerda a los relojes en la casa Oblonski, pero también es jueves, como se menciona en la conversación sostenida en el salón de patinar por Lyovnin y la madre de Kitty.

—¿Y qué importa? —exclamó Varvara—. ¿A quién puede interesarle saber la fecha exacta?

—Puedo decirle la fecha exacta —dijo Pnin, parpadeando ante la luz quebrada del sol e inhalando el recordado aroma de los pinos del norte—. La acción de la novela empieza a comienzos de 1872, a saber, el viernes 23 de febrero, según la nueva usanza. En su diario matutino lee Oblonski que se rumorea que von Beust se ha ido a Wiesbaden. Por supuesro, éste es el conde Friedrich Ferdinand von Beust, que acababa de ser nombrado embajador ante la Corte de Saint James. Después de presentar sus credenciales, Beust se había ido al Continente para disfrutar de las vacaciones de Pascua, bastante postergadas. Pasó ahí dos meses con su familia y entonces volvía a Londres donde, de acuerdo con sus propias memorias en dos volúmenes, se preparaba un servicio de acción de gracias por haber sanado el príncipe de Gales de fiebre tifoidea. No obstante ( odnakoj, aquí hace mucho calor (¡ i zharko zhe u vas!). Creo que ahora me presentaré ante las luminosas pupilas (presvetlie ochi, jocoso) de Alexandr Petrovich y, en seguida, me zambulliré en el río que tan vívidamente describe en su carta.