—Alexandr Petrovich estará ausente hasta el lunes, en viaje de negocios o de placer —dijo Varvara Bolotov—, pero creo que encontrará a Susanna Karlovna dándose un baño de sol en su prado favorito detrás de la casa. Grite antes de acercársele.
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El castillo de Cook era una mansión de tres pisos, de ladrillo y madera, construida alrededor de 1860 y reconstruida, en parte, medio siglo después. El padre de Susan la había adquirido de la familia Dudley-Greene para convertirla en un hotel selecto para los clientes más adinerados de las fuentes termales de Onkwedo. Era un edificio feo y recargado, de estilo mixto, donde el gótico se izaba a través de restos franceses y florentinos y que, cuando fue proyectado, podría haber pertenecido a la variedad que Samuel Sloan, arquitecto de la época, clasificara como Villa Nórdica Irregular «bien adaptada para las más altas exigencias de la vida social» «Nórdica», debido a «la ambiciosa tendencia de su techo y de sus torres». La agudeza de esos pináculos y el aspecto embriagado que poseía la mansión al estar compuesta por varias Villas Nórdicas más pequeñas, levantadas y unidas de cualquier modo, con techos discrepantes, gabletes de poco fuste, cornisas, adarajas rústicas y otros elementos que asomaban por todos lados, había atraído por muy breve tiempo a los turistas. En 1920, las aguas de Onkwedo perdieron misteriosamente la magia que hubieran podido contener, y después de la muerte de su padre había tratado en vatio de vender Los Pinos, pues tenían otra casa más confortable en el barrio residencial de la ciudad donde trabajaba su marido. Pero ahora, ya habituada a usar el castillo para hospedar a sus numerosos amigos, Susan se alegraba de que ese monstruo manso y amable no hubiese hallado comprador.
Por dentro, la diversidad era tan grande como afuera. Cuatro habitaciones espaciosas tenían acceso a un gran vestíbulo, que conservaba algo de su aspecto hotelero por la amplitud de su chimenea. El pasamanos de la escalera y por lo menos una de sus columnas databan de 1720, pues habían sido trasladados a la casa provenientes de otra mucho más vieja, cuyo paradero exacto ya no se conocía. También eran muy antiguos los bellos paneles del comedor, con escenas de caza y pesca. Entre media docena de cuartos que componían cada uno de los pisos superiores, se podía descubrir, aquí y allá, algún encantador escritorio de palo de águila, un romántico sofá de palo rosa, pero también toda clase de artículos voluminosos y misérrimos: sillas rotas, mesas polvorientas con cubiertas de mármol, melancólicas étagéres con pedazos de espejos empañados, tristes como los ojos de un mono viejo. A Pnin le fue asignado, en el piso más alto, un agradable dormitorio con vista al sudeste; conservaba restos de papel dorado en las paredes; tenía un catre de campaña, un sencillo lavabo y toda clase de estanterías, consolas y molduras con decoraciones en espiral. Pnin abrió la barbacana, sonrió ante el bosque risueño, recordó una vez más el día lejano en que llegara a ese país, y luego bajó, vestido con una flamante bata de paño azul marino y un par de galochas en sus pies desnudos, precaución muy sensata ésta, si se pretendía caminar por el pasto húmedo y tal vez infestado de víboras. En la terraza del jardín se encontró con Chateau.
Konstantin Ivanich Chateau, estudioso, sutil y encantador, de pura estirpe rusa a pesar de su apellido (derivado, según se me ha dicho, del francés rusificado que adoptó al huérfano Iván), enseñaba en una gran Universidad de Nueva York y no había visto a su amado Pnin hacía por lo menos cinco años. Se besaron con un cálido murmullo de alegría. Confieso que también fui subyugado en una época por el embrujo del angelical Konstantin Ivanich, cuando acostumbrábamos a reunimos todos los días en el invierno de 1935 ó 1936 para dar un paseo matinal bajo los laureles y los almezos de Grasse, en el sur de Francia, donde compartía una quinta con varios otros expatriados rusos. Su voz suave, el zumbido caballeresco de sus erres, típico de San Petersburgo; sus mansos y melancólicos ojos de reno; la barba caprina castaño rojiza que retorcía continuamente con un movimiento desmenuzador de sus largos dedos frágiles, todo en Chateau para usar una fórmula literaria tan vieja como él, producía una rara sensación de bienestar en sus amigos. Pnin y él hablaron un rato, comparando experiencias. Como se acostumbra entre exiliados de sólidos principios, cada vez que se encontraban no sólo procuraban conectarse con un pasado personal sino también resumir en rápidas síntesis, llenas de alusiones y entonaciones imposibles de expresar en idioma extranjero, el curso de la historia reciente de Rusia: treinta y cinco años de desesperante injusticia después de un siglo de luchar por la justicia y de entrever la esperanza. Luego seguían con la conversación especializada típica de los profesores europeos en país extraño, moviendo la cabeza y suspirando críticamente ante el «típico estudiante universitario americano» que no sabe geografía, es inmune al ruido y piensa que la educación es tan sólo un medio para obtener, eventualmente, un empleo remunerativo. Después se interrogaban recíprocamente sobre el trabajo que por entonces realizaba cada cual, mostrándose ambos reticentes y modestos sobre sus respectivas investigaciones. Finalmente, caminando por el sendero de un prado, rozando los cardillos en dirección al bosque por donde corría un río pedregoso, hablaban de la salud: Chateau, que parecía tan ágil, con una mano en el bolsillo del pantalón de franela blanca y la chaqueta de lustrina atrevidamente abierta sobre su chaleco, dijo, al pasar, que muy pronto tendría que someterse a una operación exploratoria del abdomen; y Pnin, riendo, manifestó que cada vez que los doctores lo radiografiaban trataban en vano de desafiar algo que llamaban «una sombra detrás del corazón».
—Buen título para una mala novela — observó Chateau.
Mientras trasponían una herbosa colina antes de entrar al bosque, un hombre venerable, de rostro sonrosado, con una mata de cabellos blancos y una nariz tumefacta y violácea que parecía UQa enorme frambuesa, se les acercó dando zancadas por la pendiente con las facciones alteradas por el disgusto.
—Tengo que volver por mi sombrero — exclamó dramática, mente al llegar a ellos.
—¿Se conocen ustedes? —murmuró Chateau, agitando sus manos mientras los presentaba—. Timofey Pavlich Pnin, Ivan llyich Gramineev.
— Moyo pochtenie(Mis respetos) — dijeron ambos, inclinan, dose y dándose un fuerte apretón de manos.
—Pensé — continuó Gramineev, que era un minucioso narrador—, que el día seguiría tan nublado como empezó. Estúpidamente ( go gluposti) salí con la cabeza descubierta. Ahora el sol me está derritiendo los sesos. He tenido que interrumpir mi trabajo.
Señaló con un gesto la cumbre de la colina donde su caballete destacaba su delicada silueta contra el cielo azul. Desde la cima había estado pintando el valle cercano, completo, sin olvidar un detalle, con la curiosa bodega antigua, el manzano nudoso y las vacas.