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—Esto no es para sus castos oído, Timofey —dijo Hagen a Pnin, quien no hallaba graciosas las anécdotas escabrosas—. No obstante...

Clements se alejó para reunirse con las señoras. Hagen empezó a repetir el cuento y Thomas volvió a sonreír. Pnin hizo ante el relator un movimiento de la mano: el gesto ruso de disgusto equivalente a decir: «¡Déjate de eso! », y dijo:

—He oído la misma anécdota hace 35 años en Odessa y ni siquiera entonces pude comprender su comicidad.

10

En una etapa posterior de la reunión se formaron otras combinaciones. En un rincón del sofá, el aburrido Clements hojeaba un álbum de Obras Maestras Flamencas, regalado a Victor por su madre y que el muchacho dejara a Pnin. Joan estaba sentada en el piso junto a las rodillas de su marido, con un plato de uvas en la falda de su amplio vestido, pensando en qué momento podrían retirarse sin lastimar a Timofey. Los otros escuchaban a Hagen, que disertaba sobre educación moderna.

—Puede reírse —dijo Hagen, lanzando una mirada aguda a Clements, que se defendió de la acusación negando con la cabeza mientras pasaba a Joan el álbum y le indicaba algo que había provocado su risa súbita.

—Puede reír, pero afirmo que el único modo de escapar del pantano (una gota no más, Timofey; es suficiente) es encerrar al estudiante en una celda a prueba de ruidos y eliminar la sala de conferencias.

—Sí, eso es —dijo Joan por lo bajo a su marido, devolviéndole el álbum.

—Me alegro que esté de acuerdo, Joan —continuó Hagen—. No obstante, me han llamado enfant terrible por exponer esta teoría, y quizá usted no convenga con ella tan fácilmente cuando termine de oírme. A disposición del estudiante aislado habrá discos que abarcarán todos los temas posibles...

—Pero la personalidad del conferenciante —dijo Margaret Thayer — de algo valdrá, creo yo.

—¡No vale nada! — gritó Hagen—. ¡Esa es la tragedia!

¿A quién, por ejemplo, le interesa él? —e indicó al radiante Pnin—. ¿A quién le interesa su personalidad? ¡A nadie! Rechazarían la maravillosa personalidad de Timofey sin un estremecimiento. El mundo quiere una máquina, no un Timofey.

—Podríamos tener a Timofey televisado —dijo Clements.

—¡Oh! Esto me encantaría —dijo Joan, sonriendo a su anfitrión, y Betty asintió con entusiasmo. Pnin hizo una inclinación profunda y extendió las manos con el gesto que significa: «¡Estoy desarmado!»

—¿Y qué dice usted de mi plan? —preguntó Hagen » Thomas.

—Yo puedo decirle lo que piensa Tom —dijo Clements, siempre el mismo cuadro del libro que tenía abierto sobre las rodillas—. Tom cree que el mejor método de enseñar es confiar en la polémica en clase, lo que significa dejar a veinte cabezas duras y a dos neuróticos engreídos que discutan 50 minutos sobre algo que ni ellos ni su profesor saben. Durante los últimos tres meses —continuó, sin transición alguna— he estado buscando este cuadro, y aquí está. El editor de mi nuevo libro sobre la Filosofía del Gestoquiere un retrato mío. Joan y yo sabíamos que en alguna parte habíamos encontrado un parecido sorprendente pintado por un Viejo Maestro, pero no nos acordábamos ni del período al que pertenecía; pues bien, aquí está, aquí está. El único retoque necesario consistiría en agregarle una camisa de sport y suprimirle la mano de guerrero.

—Debo protestar... — comenzó a decir Thomas. Clements pasó el libro abierto a Margaret Thayer, quien estalló en una carcajada.

—Debo protestar, Laurence —insistió Tom—. Una discusión serena en un ambiente de amplias generalizaciones es una aproximación más realista a la educación que la anticuada conferencia solemne.

—Por cierto, por cierto— dijeron los Clements. Joan se incorporó y cubrió su vaso con su alargada palma cuando Pnin intentó llenarlo nuevamente. Mistress Thayer miró su reloj-pulsera y luego a su marido. Un suave bostezo distendió la boca de Laurence. Betty preguntó a Thomas si conocía a un hombre de apellido Fogelman, experto en murciélagos, que vivía en Santa Clara, Cuba. Hagen pidió un vaso de agua o de cerveza. «¿ A quién ¡me recuerda Hagen?», pensó Pnin, de pronto. «¿A Eric Wind? ¿Por qué? Físicamente son muy distintos.»

11

La escena final se desarrolló en el vestíbulo. Hagen no podía , tacontrar el bastón que había traído (se había caído detrás de un baúl, en el closet).

—Y creo que dejé mi cartera en el sillón —dijo mistress [Thayer, empujando ligeramente a su cabizbajo marido hacia la ala de estar.

Pnin y Clements, en una conversación de último momento, se hallaban cada uno a un costado del umbral de la sala, como dos cariátides bien alimentadas, y se apartaron para dejar libre paso al silencioso Thayer. En medio de la habitación, el profesor Thomas, con las manos cruzadas a la espalda y empinándose de vez en cuando, conversaba con miss Bliss sobre Cuba, donde un primo del novio de Betty viviera un tiempo, según ella tenía entendido. Thayer recorrió asiento tras asiento y encontró una cartera blanca, sin saber de dónde la tomaba, con la mente ocupada por las frases que escribiría esa noche en su diario:

Nos sentamos y bebimos, cada cual con su pasado oculto en sí mismo y los despertadores del destino fijos en futuros incalculables; cuando, por fin, hubo un toque de manos y los ojos de los consortes se enfrentaron...

Entretanto, Pnin preguntaba a Joan Clements y a Margaret Thayer si les gustaría ver cómo había arreglado las habitaciones de los altos. La idea les encantó, y las condujo arriba. Su llamado kabinetse veía muy íntimo; el piso rayado estaba cubierto con la alfombra más o menos pakistana que adquiriera para su oficina y que últimamente había escamoteado, en drástico silencio, de debajo de los pies del sorprendido Falternfels. Un chal escocés, bajo el cual Pnin cruzó el océano desde Europa en 1940, y algunos cojines endémicos, disimulaban el lecho. Las repisas rosadas que antes habían soportado varias generaciones de libros infantiles (desde Tom, el Lustrabotas, y El Camino del Éxito, de Horacio Alger, Jr., 1889, y Rodolfo en los Bosques, de Ernest Thompson Seton, 1911, hasta una edición de 1928, de la Enciclopedia Pictórica de Compton, en diez volúmenes, con pequeñas fotografías brumosas) contenían ahora 365 volúmenes de la Biblioteca de la Universidad de Waindell.