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—Sí —dijo Pnin, con un suspiro—, la intriga es horrible, horrible. Pero, por otra parte, el trabajo honrado siempre se reivindica. Usted y yo dirigiremos el año próximo espléndidos cursos nuevos que he planificado hace tiempo. Sobre la Tiranía. Sobre la Bota. Sobre Nicolás I. Sobre todos los precursores de la atrocidad moderna. Hagen, cuando hablamos de injusticia, olvidamos las masacres de Armenia, las torturas que inventó el Tibet, los colonizadores de África... ¡La historia del hombre es la historia del dolor!

Hagen se inclinó hacia su amigo y le dio unos golpecitos en la nudosa rodilla.

—Usted es un romántico extraordinario, Timofey, y en circunstancias más propicias... No obstante, puedo decirle que en el Trimestre de Primavera haremos algo fuera de lo común. Vamos a presentar un programa teatral; obras que variarán desde Kotzebue a Hauptmann. Lo veo como una especie de apoteosis final... Pero no nos adelantemos. Yo también soy un romántico, Timofey, y, en consecuencia, no puedo trabajar con personas como Bodo, tal como lo desea nuestro Consejo. Kraft se retira de Seabord y me han ofrecido que lo reemplace a partir del próximo otoño.

—Lo felicito —dijo Pnin, calurosamente.

—Gracias, amigo mío. Es una posición hermosa y prominente, por cierto. Aplicaré a un campo más vasto de enseñanza y administración la inestimable experiencia que he adquirido aquí. Pero como sé que Bodo no lo mantendrá a usted en el Departamento de Alemán, mi primer paso fue sugerir que usted fuera conmigo. Desgraciadamente, me dicen que ya tienen bastantes eslavistas en Seabord. Hablé entonces con Blorenge, pero el Departamento de Francés también está completo. Es lamentable que Waindell considere antieconómico remunerar a usted por dos o tres cursos de ruso que ya han dejado de atraer alumnos. Las tendencias políticas en América, bien lo sabemos, desalientan el interés por lo ruso. En cambio, usted se alegrará de saber que el Departamento de Inglés ha invitado a uno de sus compatriotas más brillantes, un conferenciante realmente fascinador (lo oí en una ocasión); creo que es un antiguo amigo suyo.

Pnin se aclaró la garganta y preguntó:

—¿Eso significa que me despiden?

—No lo tome así, Timofey. Estoy seguro de que su antiguo amigo...

—¿Quién es el antiguo amigo? —preguntó Pnin, entrecerrando los ojos.

Hagen nombró al conferenciante fascinador.

Echado hacia delante, con los codos en las rodillas, juntando y separando las manos Pnin dijo: hay para mí una cosa perfectamente clara: nunca trabajaré a sus órdenes.

—Más vale que lo consulte con la almohada. Quizá se pueda encontrar otra solución. En todo caso, tendremos amplias oportunidades de discutir estos asuntos. Seguiremos enseñando, usted y yo, como si nada hubiera sucedido, nicht wahr? ¡Hay que ser valientes, Timofey!

—Así que me han despedido —repitió Pnin, juntando las manos y bajando la cabeza.

—Sí, estamos en el mismo bote, en el mismo bote —dijo Hagen, jovialmente, mientras se incorporaba. Ya era muy tarde.

—Ahora me voy —agregó Hagen, quien, si bien era menos adicto al uso del presente que Pnin, también lo empleaba con frecuencia—. Ha sido una reunión espléndida y nunca me hubiera permitido estropear la alegría si nuestra mutua amiga no me hubiera informado acerca de sus intenciones optimistas. Buenas noches. ¡Oh!, a propósito... Naturalmente, usted recibirá su honorario por el Trimestre de Otoño completo, y en seguida veremos cuánto podremos darle en el de Primavera, especialmente si usted consiente en liberar mis viejos hombros de cierto trabajo estúpido de oficina y si participa vitalmente en el programa de teatro de New Hall. Creo que usted debería representar algún papel bajo la dirección de mi hija. Lo distraería de sus tristes pensamientos. Ahora, a la cama en seguida, y póngase a leer una buena novela de misterio mientras le viene el sueño.

En el pórtico, estrechó la mano inerte de Pnin con inusitado vigor. En seguida hizo molinetes con el bastón y bajó alegremente los peldaños de madera.

La puerta enrejada se cerró detrás suyo.

Der arme Kerh, pobre hombre, murmuró para sí el bondadoso Hagen, mientras caminaba hacia su casa. «Por lo menos, le he dorado la píldora.»

13

Pnin llevó al lavaplatos la vajilla de loza y los cubiertos sucios que había en la mesa principal y en la mesita y guardó la comida sobrante bajo la brillante luz ártica del refrigerador. El jamón y la ensalada no había tenido éxito y quedaba suficiente caviar y tortas de carne para una o dos comidas. «Bum-bum-bum» hizo el armario de la loza cuando Pnin pasó a su lado. Inspeccionó la pequeña sala y se puso a ordenarla. Joan había aplastado una colilla teñida con lápiz labial en su platillo; Betty no había dejado huellas, y había llevado todos los vasos a la cocina; mistress Thayer había olvidado una cajita de lindos fósforos multicolores en el plato, junto a un trozo de nougat; míster Thayer había retorcido, en toda clase de formas fantasmales, media docena de servilletas de papel; Hagen había apagado una colilla de cigarro sobre un racimo de uvas intacto.

En la cocina, Pnin se preparó a lavar la vajilla. Se quitó la chaqueta de seda, la corbata y la dentadura postiza. Para proteger la pechera de su camisa y sus pantalones de smoking, se puso un delantal de soubrette, cuajado de lunares. Raspó los platos guardando los bocados en un cartucho de papel para dárselos a un perrito blanco sarnoso que solía visitarlo por las tardes. No había razón para que la desventura de un ser humano interfiriera el placer de un perro.

Puso un poco de jabón en el lavaplatos, para limpiar la loza, los cubiertos y la cristalería, y con infinito cuidado introdujo la ponchera aguamarina en la espuma tibia. Su cristal resonante emitió un sonido de apagada suavidad cuando llegó al fondo. Enjuagó las copas ambarinas y los cubiertos de plata sumergiéndolos en el mismo jaboncillo. Luego sacó los cuchillos, tenedores y cucharas, los enjuagó y comenzó a secarlos. Trabajaba con suma lentitud, con cierto aire ausente que podría haberse confundido con distracción en un hombre menos metódico. Reunió las cucharas secas en un ramillete, las colocó en un jarro que había lavado pero no secado, y las volvió a retirar una por una para secarlas de nuevo. Buscó bajo las burbujas entre los vasos y debajo de la melodiosa ponchera por si quedaba alguna pieza olvidada y recuperó un cascanueces. El escrupuloso Pnin lo enjuagó, y estaba secándolo cuando este objeto, todo piernas, resbaló de entre el paño y cayó tal como se precipita un hombre desde un tejado. Estuvo a punto de cogerlo; sus dedos lo tocaron en el aire, pero sólo consiguió dirigirlo hacia la espuma terrorífica del fregadero, donde un crujido desgarrador de cristal roto siguió a la zambullida.

Pnin lanzó el paño a un rincón y, volviendo la espalda, se quedó un rato mirando la negrura exterior, a través de la puerta de servicio abierta. Un silencioso insecto verde, con alas de encaje, giraba alrededor del fuerte resplandor de una lámpara colgada sobre la cabeza calva y lustrosa de Pnin. Este parecía muy viejo, con su boca desdentada entreabierta y esa nube de lágrimas contenidas empañando sus ojos que no veían ni pestañeaban. Entonces, con un gemido de angustiosa ansiedad, volvió al lavaplatos y, armándose de valor, hundió la mano en la espuma. Una astilla de vidrio lo pinchó. Suavemente retiró una copa quebrada. La hermosa ponchera estaba intacta. Cogió un paño y prosiguió con el trabajo doméstico.