Выбрать главу

Cuando todo estuvo limpio y seco, y la ponchera, despectiva y serena, quedó guardada en la firme repisa de un armario, y la brillante casita se encerró bajo llave en la gran noche oscura, Pnin se sentó junto a la mesa de la cocina y, tomando del cajón una hoja de papel amarillo, destapó su estilográfica y comenzó a escribir el borrador de una carta:

Estimado Hagen — escribió, con su letra clara y firme—, permítame recapitular la conversación que sostuvimos esta noche. Debo confesar que ella me sorprendió un tanto. Si tuve el honor de comprender correctamente, usted dijo que...

CAPITULO SÉPTIMO

1

Mi primer recuerdo de Timofey Pnin está asociado con una partícula de carbón que se introdujo en mi ojo izquierdo un domingo de primavera de 1911.

Era una de esas mañanas ásperas, borrascosas y lustrosas de San Petersburgo, cuando el último trozo transparente de hielo del Ladoga ha sido arrastrado al golfo por el Neva, donde las olas índigo se hinchan y lamen el granito del malecón, mientras los remolcadores y las grandes barcazas amarradas a lo largo del embarcadero crujen y entrechocan rítmicamente, y los anclados yates, de caoba y hierro, brillan bajo el sol cambiante. Yo había estado probando una bicicleta inglesa nueva que me acababan de regalar para mi duodécimo cumpleaños y, mientras me dirigía a nuestra casa de piedra rosada, en el Moskaya, la conciencia de haber desobedecido gravemente a mi preceptor me molestaba menos que aquel doloroso carboncillo instalado en mi ojo. Los remedios caseros, tales como aplicaciones de motas de algodón empapadas en té frío y las tri-k-nosu(fricciones del párpado) sólo empeoraban las cosas. Cuando desperté, a la mañana siguiente, el objeto que acechaba bajo mi párpado superior producía la sensación de ser un polígono sólido que a cada lacrimoso parpadeo se hundiera más y más. Por la tarde me llevaron a visitar a un famoso oftalmólogo, el doctor Pavel Pnin.

Uno de esos tontos incidentes que se fijan en la mente receptiva de un niño, dejó marcado para siempre el rato que mi preceptor y yo pasamos en la sala de espera de felpa y polvillo de sol del doctor Pnin, donde la mancha azul de una ventana de miniatura se reflejaba en la cúpula del reloj de la repisa de la chimenea, y donde dos moscas describían lentos cuadrados alrededor de un yerto candelabro. Una señora de sombrero emplumado y su marido, de anteojos negros, se hallaban en el sofá, sumidos en conyugal silencio; luego entró un oficial de caballería y tomó asiento junto a la ventana para leer un periódico; poco después el marido pasó a la consulta del doctor Pnin, y entonces observé una expresión extraña en el rostro de mi preceptor.

Seguí con mi ojo sano su mirada. El oficial se inclinaba hacia la señora; en un francés rápido, la estaba reprendiendo por algo que había hecho o había omitido hacer el día anterior; ella le dio a besar su mano enguantada; él se adhirió al guante de la dama y, en seguida se fue, curado del mal que lo aquejaba.

Por la suavidad de las facciones, la estatura, la delgadez de las piernas y la forma simiesca de la oreja y el labio superior, el doctor Pnin se parecía mucho a su hijo Timofey, tal como éste llegaría a ser tres o cuatro décadas más tarde. Sin embargo, en el padre, una franja de cabellos pajizos poblaba la superficie craneal; usaba un pince-nezbordeado de negro, con una cinta también negra, como el difunto doctor Chekhov; tartamudeaba levemente y su voz era muy distinta a la que después tuvo su hijo. ¡Y qué alivio tan enorme fue cuando, con un instrumento diminuto como la patita de un elfo, el suave médico retiró de mi ojo la dolorosa partícula negra! Me pregunto dónde estará ahora esa partícula. Lo absurdo es que aún existe en alguna parte.

Es probable que durante mis visitas a compañeros de colegio hubiera visto yo otros departamentos típicos de la clase media, porque, inconscientemente, retuve una imagen del departamento de los Pnin que bien puede corresponder a la realidad. Posiblemente aquél consistiera en dos hileras de habitaciones separadas por un corredor largo: a un lado, la sala de espera y la consulta del doctor; tal vez un comedor y, más allá, un salón; al otro lado, dos o tres dormitorios, una sala de estudio, una sala de baño, el dormitorio de servicio y la cocina. Ya iba a marcharme con un remedio para los ojos, mientras mi preceptor aprovechaba la oportunidad para preguntar al doctor Pnin si el cansancio de la vista podía producir perturbaciones gástricas, cuando se abrió y se cerró la puerta de la calle. El doctor Pnin se dirigió, ágilmente al pasillo, hizo una pregunta, se oyó una respuesta apagada y volvió con su hijo Timofey, un gimnazistde trece años, con su uniforme de gimnazicheskiy: blusa negra, pantalón negro y cinturón negro de charol. (Yo iba a un colegio más liberal, donde vestíamos a nuestro antojo.)

¿Recuerdo, en realidad, su pelo corto, su inflada cara pálida y sus rojas orejas? Sí, con toda claridad. Recuerdo aún su manera de retirar el hombro debajo de la orgullosa mano paterna mientras la orgullosa voz paternal decía:

—Este niño acaba de obtener un cinco y medio en el examen de Algebra.

Desde el corredor llegaba un penetrante olor a budín de coles, y, a través de la puerta abierta de la sala de estudio, se divisaba un mapa de Rusia. Sobre la pared, algunos libros colocados en un estante, una ardilla de paño y un monoplano de juguete, con alas de tela y motor de elástico. Si se enrollaba la hélice más de lo debido, el elástico empezaba a retorcerse formando fascinantes remolinos que anunciaban el fin de su resistencia.

2

Cinco años más tarde, después de pasar el verano en nuestra finca cercana a San Petersburgo, mi madre, mi hermana menor y yo visitamos a una tía vieja y aburrida en un dominio rural extrañamente desolado y situado no lejos de un famoso balneario de la costa del Báltico. Una tarde, mientras con reconcentrado éxtasis estaba yo extendiendo un espécimen muy raro de Paphia Fritillary tuyas bandas plateadas se habían unido en una extensión pareja y de brillo metálico sobre sus alas traseras, un camarero me avisó ¡ue la señora deseaba verme. La encontré en el salón de recepciones hablando con dos muchachos orgullosos vestidos con uniformes universitarios. Uno, el de la pelusa rubia, era Timofey Pnin; el otro, de cabellos rojizos, era Grigory Belochkin. Habían ido a solicitar la autorización de mi tía abuela para representar una pieza teatral en una bodega vacía situada en los confines de su propiedad. La obra era una traducción rusa del Liebelei, en tres actos, de Arthur Schnitzler. Ancharov, un actor provinciano semi-profesional, cuya reputación se basaba principalmente en algunos recortes de diarios ya desvaídos, los ayudaría a preparar la función. ¿Quería yo participar? Pero a los dieciséis años yo era tan arrogante como tímido, y me negué a representar el caballero anónimo en el primer acto. La entrevista terminó con un mutuo malestar que no disminuyó al volcar Pnin, o Belochkin, una copa de kvasde pera; y yo volví a mi mariposa. Quince días después tuve que asistir a la representación. La bodega estaba llena de dachniki(veraneantes) y soldados convalecientes de un hospital cercano. Fui con mi hermano. Al lado mío se sentó el administrador de las propiedades de mi tía, Robert Karlovich Horn, hombre gordo y alegre, natural de Riga, de ojos inyectados color azul-porcelana, que aplaudía con entusiasmo cuando no era apropiado. Recuerdo el olor de la decoración de ramas de abeto y los ojos de los niños campesinos brillando en los intersticios de las murallas. Los asientos de primera fila estaban tan cerca del proscenio que, cuando el marido traicionado exhibió un paquete de cartas de amor escritas a su esposa por Fritz Lobheimer, oficial de dragones y estudiante universitario, y las lanzó a la cara de Fritz, se vio perfectamente que eran tarjetas postales viejas. Estoy seguro de que el pequeño papel de este airado caballero fue desempeñado por Timofey Pnin (aunque también podría haber aparecido personificando a otro en los actos siguientes); pero un abrigo color ante, espesos bigotes y una peluca oscura con raya al medio, disfrazaban de tal manera, que el minúsculo interés que yo sentía por su existencia no habría podido garantizar una seguridad consciente de mi parte. Fritz, el joven amante condenado a morir en un duelo, no sólo tenía esa intriga misteriosa entre bastidores con la dama de terciopelo negro, esposa del Caballero, sino que jugaba también con el corazón de Christine, una ingenua joven vienesa. El papel de Fritz lo representaba el cuarentón y fornido Ancharov, que estaba maquillado y se golpeaba el pecho como quien sacude alfombras, y que con sus contribuciones improvisadas al papel que había desdeñado aprender casi paralizaba al amigo de Fritz, Theodor Kaiser (Grigoriy Belochkin). Una solterona, adinerada en la vida real, a quien Ancharov trataba de complacer, hacía malamente el papel de Christine Weiring, la hija del violinista. El papel de la pequeña sombrerera, querida de Theodor, Mizi Schlager, fue desempeñado en forma encantadora por una linda niña de cuello espigado y ojos de terciopelo, la hermana de Belochkin, que se llevó la mayor ovación de la noche.