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No es probable que durante los años de la Revolución y la Guerra Civil que la siguió, haya tenido yo ocasión de recordar al doctor Pnin y a su hijo. Si he reconstruido con cierto detalle las impresiones precedentes; es sólo para fijar lo que pasó por mi mente como un destello cuando, en una noche de abril de principios de la década 1920-29, en un café de París, me encontré dando un apretón de manos a Timofey Pnin, entonces de barba rojiza y ojos infantiles, joven y erudito autor de varios artículos admirables sobre la cultura rusa. Los escritores y artistas emigrados acostumbraban reunirse en Les Trois Fontainesdespués de los recitales o charlas, tan populares entre los expatriados rusos; y fue en una de esas ocasiones cuando, afónico todavía por la lectura, no sólo traté de recordar a Pnin nuestros anteriores encuentros, sino de entretener a los que lo rodeaban con la extraordinaria fuerza y lucidez de mi memoria. Sin embargo, él lo negó todo. Dijo que recordaba vagamente a mi tía abuela, pero que nunca la había visto. Dijo que sus notas en álgebra habían sido siempre mediocres y que, en todo caso, su padre nunca lo había exhibido a sus clientes. Dijo que en Zabava(Liebelei) sólo hizo el papel del padre de Christine. Nuestra pequeña discusión no pasó de una broma; todos rieron. Dándome cuenta de la resistencia que él oponía a reconocer su propio pasado, pasé a un tema menos personal.

Luego me percaté de que una muchacha llamativa, que llevaba una blusa de seda negra, se había constituido en mi mejor auditora. Estaba ante mí, de pie, con el codo derecho apoyado en la palma izquierda, sosteniendo un cigarrillo entre el pulgar y el índice de la mano derecha como lo habría hecho una gitana. Tenía los brillantes ojos azules semicerrados por el humo que escapaba del cigarrillo. Era Liza Bogolepov, estudiante de medicina y también poetisa. Me preguntó si podía enviarme un puñado de poemas para que los criticara. Un poco después, en la misma reunión, la vi sentada junto a un joven compositor repulsivamente velludo, Iván Nagoy. Estaban bebiendo auf Bruderschaft, lo que se hace enlazando el brazo con el del compañero de bebida; y unos cuantos asientos más allá, el doctor Barakan, un neurólogo de talento y reciente amante de Liza, la observaba con muda desespe—; ración. Pocos días más tarde ella me envió los poemas. Una gran parte de su producción pertenecía a la especie que las rimadoras emigradas escribían imitando a Akhmatova: poemitas lírico-sentimentales que comenzaban de puntillas, con tetrámetros más o menos anapésticos, y acababan por sentarse pesadamente, dando un suspiro melancólico.

Samotsvétov króme ochéy

Net u menyá nikakíb

No esf roza eshchó nezhnéy

Rózovih gúb moíh.

y uno sha tihiv skazáclass="underline"

«Vashe sérdtse vsegó nezhnéy...»

I yá opustila glazá...

He marcado los acentos tónicos y transliterado el ruso de acuerdo con la convención acostumbrada de que la «u» y la «i» son cortas, y de que la «zh» se parece a la «j» francesa. Rimas tan incompletas como skazál-glazáeran consideradas muy elegantes. Obsérvense también las corrientes subterráneas eróticas y las sugerencias de cour d'amour. Una traducción en prosa diría así:

3

No poseo joyas aparte de mis ojos, pero tengo una rosa que es más suave aún que mis labios rosados. Y un joven tímido me dijo: «Nada hay más blando que tu corazón.» Y yo bajé la mirada.

Contesté a Liza diciéndole que sus poemas eran malos y que dejara de versificar. Un tiempo después la vi en otro café, sentada ante una mesa larga, floreciente y deslumbradora entre una docena de jóvenes poetas. Mantenía fija en mí su mirada de zafiro con persistencia burlesca y misteriosa. Hablamos. Le propuse que me dejara ver nuevamente esos poemas en un sitio más tranquilo. Lo hizo. Le dije que los encontraba aún peores de lo que me habían parecido en la primera lectura. Vivía en la habitación más barata de un ruinoso hotelito, sin baño, y con un par de jóvenes ingleses por vecinos, ambos enamorados de ella.

¡Pobre Liza! Tenía, por supuesto, sus momentos artísticos en que se detenía, arrobada, en una noche de mayo en una calle miserable, para admirar, no: para adorar, los restos abigarrados de algún afiche viejo a la luz de un farol, en medio del verde translúcido de las hojas de tilo que caían junto a él. Pero era una de esas mujeres que combinan una belleza sana con un espíritu vulgar, emanaciones lincas con una mente muy práctica y muy vulgar; el mal humor con el sentimentalismo, una entrega lánguida con una robusta capacidad para descargar en otros una serie de imposiciones absurdas. Como resultado de ciertas emociones, y en el curso de algunos acontecimientos cuya narración no interesaría al lector, Liza se tragó un puñado de píldoras somníferas. Al quedar inconsciente, desparramó un frasco de tinta roja con la que acostumbraba a escribir sus versos. Y fue ese hilillo vívido que escapaba por debajo de su puerta el que la salvó, al ser visto por Chris y Lew en el momento preciso.

Después de este percance pasé una quincena sin verla; hasta que, en vísperas de mi partida a Suiza y Alemania, me acorraló en el jardincillo en que remataba mi calle. Se veía esbelta y extraña con aquel lindo vestido nuevo del mismo color gris paloma que tiene París, y con ese sombrero, también nuevo y realmente fascinador, adornado con un ala de pájaro azul. Me entregó un papel doblado.

—Necesito un último consejo de usted — me dijo, con lo cue llaman los franceses una voz «blanca»—. Esta es una propuesta matrimonial que he recibido. Esperaré hasta medianoche. Si usted no se hace presente, la aceptaré.

Llamó un taxi y partió.

Casualmente, la carta ha quedado entre mis papeles. Hela aquí;