Temo que mi confusión la lastime, querida Lise(el autor de la carta, aunque escribía en ruso, la llamaba con la forma francesa de su nombre, supongo que para evitar el «Liza», demasiado familiar, y el Elizaveta Innokentievna, excesivamente ceremonioso). Siempre es doloroso para una persona sensitiva (chutkiy) ver a otra en una situación difícil. Y yo me encuentro, decididamente, en una posición muy difícil.
Usted, Lise, está rodeada de poetas, hombres de ciencia, artistas y elegantes. Se dice que el célebre pintor que hizo su retrato el año pasado se ha entregado a la bebida (gevoryat, spilsya) en las tierras salvajes de Massachusetts. Se rumorean otras cosas. Y aquí me tiene, osando escribirle.
No soy bien parecido; no soy interesante; no poseo talento; ni siquiera soy rico. Pero, Lise, le ofrezco todo lo que tengo. Y, créame, es más de lo que cualquier genio puede ofrecerle, porque un genio tiene que reservarse para sí, por lo que no puede ofrecerle todo su ser como yo lo hago. Es posible que yo no sea feliz, pero haré todo lo que pueda para que usted lo sea. Quiero que escriba poemas. Quiero que continúe sus investigaciones psico-terapéuticas, que no comprendo mucho, aunque dudo de la validez de lo que entiendo. Agrego, al pasar, que en sobre separado le envío un folleto publicado en Praga por mi amigo el profesor Chateau, quien refuta brillantemente la teoría de su doctor Halp: aquella que dice que el nacimiento es un acto suicida por parte de la criatura. Me he permitido corregir una errata evidente en la página 48 del excelente artículo de Chateau. Espero su...(probablemente aquí decía: decisión, pero el pie de la página con la firma había sido recortado por Liza).
4
Cuando volví a visitar París, media docena de años más tarde, supe que Timofey Pnin se había casado con Liza Bogolepov poco f después de mi partida. Ella me envió una colección publicada de sus poemas: Suhie Gubi (Labios Secos), dedicada en tinta roja oscura: «De una Forastera a otro Forastero» (neznakomtsu ot neznakomki). Los vi en una tertulia en el departamento de un emigrado famoso, un socialrevolucionario, una de esas reuniones de confianza en que terroristas anticuados, monjas heroicas, hedonistas de talento, liberales, jóvenes poetas-aventureros, artistas y novelistas ancianos, editores y publicistas, filósofos libre-pensadores y eruditos representaban una especie de caballería andante el núcleo activo y significativo de una sociedad excitada que, durante un tercio de siglo, permaneció prácticamente ignorada de los intelectuales americanos, para quienes, gracias a la astuta propaganda comunista, el ser emigrado ruso equivalía a pertenecer a una masa vaga y perfectamente ficticia de los llamados «trotskistas» (quienesquiera que sean), reaccionarios arruinados, hombres de la cheka reformados o disfrazados, damas nobles, sacerdotes profesionales, dueños de restaurantes y grupos militares de la Rusia Blanca, desprovistos de toda importancia cultural. Aprovechando la circunstancia de que Pnin estaba enfrascado en una discusión política sobre Kerenski en el otro extremo de la mesa, Liza me informó, con la brutal sinceridad que la caracterizaba, que «había dicho todo a Timofey»; que él era un «santo» y que la había «perdonado». Afortunadamente, ella no lo acompañó a recepciones posteriores en que tuve el placer de sentarme a su lado, o enfrente de él, en compañía de amigos queridos, en nuestro pequeño planeta solitario, dominando la ciudad negra y centelleante, mientras la luz de la lámpara se reflejaba en éste o aquél cráneo socrático y una rodaja de limón giraba en el vaso de té que revolvíamos. Una noche, en la que el doctor Barakan, Pnin y yo estábamos en casa de los Bolotovi, hice al neurólogo un comentario casual sobre una prima suya, Ludmila, ahora lady D, con quien había estado en Yalta, Atenas y Londres; de pronto, y a través de la mesa, Pnin gritó al doctor Barakan:
—No crea una palabra de lo que dice, Gorgiy Aramovich. Todo lo inventa. Una vez me inventó que habíamos sido compañeros de colegio y que preparábamos juntos los exámenes. Es un terrible mitómano ( on uzhasniy vidumshchik).
Nos sorprendió tanto su estallido, que Barakan y yo nos miramos en silencio.
5
Al recordar antiguas amistades, las impresiones recientes tienden a empañar las primeras. Recuerdo haber conversado en Nueva York con Liza y su nuevo marido, el doctor Eric Wind, entre dos actos de una obra teatral rusa, a comienzos de la década 1940-49 El dijo que «profesaba un sentimiento realmente tierno hacia el herrProfessor Pnin», y me dio algunos detalles grotescos del viaje que hicieran juntos desde Europa, a comienzos de la segunda guerra mundial. Me encontré con Pnin varias veces durante esos años en diversas funciones sociales y académicas en Nueva York, pero el único recuerdo vivido que conservo es nuestro viaje en un ómnibus del barrio occidental de la ciudad, una noche muy festiva y luminosa de 1952. Acudíamos desde nuestras respectivas universidades para tomar parte en un programa literario y artístico ante un gran auditorio de emigrados, en el barrio bajo de Nueva York, en ocasión del centenario de la muerte de un gran escritor. Pnin estaba enseñando en Waindell desde 1945, más o menos, y nunca lo había visto de mejor aspecto, tan próspero y seguro de sí. Sucedió que ambos nos alojábamos en las calles ochenta del lado occidental, y, mientras colgábamos de nuestras respectivas manillas en el vehículo repleto y espasmódico, mi buen amigo lograba combinar una inclinación y una torsión enérgica de la cabeza, en sus continuas tentativas por comprobar los números de las calles atravesadas, mientras me hacía un relato magnífico de todo lo que no tuvo tiempo de decir en la charla sobre Homero y del uso que Gogol hacia de la «comparación no planificada».
6
Cuando me decidí a aceptar una cátedra en Waindell, estipulé que podría invitar a quienquiera yo necesitase para dirigir la Sección Rusa que proyectaba inaugurar. Cuando me lo confirmaron, escribí a Timofey Pnin pidiéndole en los términos más cordiales que encontré, que me ayudara en la forma que considerara conveniente. Su respuesta me sorprendió y lastimó. Me escribió, cortésmente, que había renunciado a enseñar y que ni siquiera se molestaría en esperar el término del Trimestre de Primavera. Luego pasaba a otros tópicos. Victor (por quien yo había preguntado) se hallaba en Roma, con su madre; ésta se había divorciado de su tercer marido, casándose con un italiano que comerciaba en objetos de arte. Pnin terminaba su carta expresando que, con gran pesar suyo, abandonaría Waindell dos o tres días antes de la conferencia pública que yo debía dar el martes 15 de febrero. No especificaba su punto de destino.
El «Greyhound» que me llevó a Waindell el lunes 14, llegó al anochecer. Me esperaban los Cockerell, quienes me obsequiaron con una cena en su casa, y descubrí que debería pasar ahí la noche en vez de dormir en un hotel, como habría preferido. Gwen Cockerell era una mujer bonita, con perfil de gato y miembros gráciles, que frisaba en los treinta años. Su marido, con quien ya me encontrara una vez en New Haven y al que recordaba como un inglés algo fláccido, con cara de luna y cabello de un rubio neutro, había adquirido un parecido notable con Pnin, a quien estuvo imitando cerca de diez años. Yo estaba cansado y no tenía gran deseo de que me entretuvieran durante la comida con un espectáculo de salón de té, pero tengo que reconocer que Jack Cockerell imitaba a Pnin a la perfección. Durante casi dos horas, me lo mostró en todos sus aspectos: Pnin enseñando, Pnin comiendo, Pnin mirando de soslayo a una alumna, Pnin relatando la epopeya del ventilador eléctrico que imprudentemente instalara en una repisa de vidrio sobre la tina de baño, donde casi lo había hecho caer su propia vibración; Pnin tratando de convencer al profesor Wynn, el ornitólogo que apenas lo conocía, de que eran antiguos camaradas, Tim y Tom, y la conclusión a que llegó Wynn de que se trataba de alguien que imitaba al profesor Pnin. La reconstitución se basaba, por supuesto, en los gestos pninianos y en el desconcertante inglés pniniano; pero Cockerell lograba también imitar matices tan sutiles como el grado de diferencia entre el silencio de Pnin y el silencio de Thayer, mientras rumiaban, inmóviles y sentados en sillas adyacentes en el Club de la Facultad. Tuvimos a Pnin en la Biblioteca; a Pnin en la laguna de los jardines universitarios. Oímos a Pnin criticando las habitaciones que sucesivamente había alquilado. Escuchamos la relación de cómo aprendió Pnin a conducir un automóvil y de cómo reparó el primer pinchazo en su viaje de vuelta del «criadero de aves de algún Consejero privado del Zar», donde suponía Cockerell que Pnin pasaba los veranos. Llegamos por fin a la declaración de Pnin de que había sido «disparado», con lo cual, de acuerdo con su imitador, el pobre hombre quería decir «despedido» (error que dudo de que mi amigo pudiera haber cometido). El brillante Cockerell también comentó la extraña pelea entre Pnin y su compatriota Komarov, el mediocre muralista que seguía agregando retratos al fresco de Miembros de la Facultad en el comedor de Profesores. Aunque Komarov pertenecía a una facción política diferente, el patriótico artista había interpretado la expulsión de Pnin como un gesto anti-ruso, y comenzó a borrar un Napoleón malhumorado que había entre un Blorenge joven y gordinflón (escuálido ahora) y un Hagen joven y bigotudo (ahora afeitado), para pintar a Pnin. Y hubo una escena entre Pnin y el rector Poore durante un almuerzo; un Pnin furibundo y balbuciente, perdido, dominando apenas el inglés tan mal asimilado; indicando en el muro, con un dedo tembloroso, los bosquejos preliminares de un mujikespectral; gritando que entablaría un juicio a la Universidad si su rostro aparecía sobre esa blusa; y el imperturbable Poore, encarcelado en la oscuridad de su ceguera total, esperando que Pnin se agotara para preguntar a los comensales: