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Segundo, se enfrentaban a un grave problema de custodia gigantesco. ¿Podían probar que el abrecartas provenía de la casa de los Sullivan? Sullivan estaba muerto; el personal quizá no podría jurar que era el mismo. Christine Sullivan lo había tocado. Tal vez el asesino lo había tenido en su poder durante un breve período. Luther lo había guardado durante un par de meses. Ahora lo tenía Jack y, con un poco de suerte, se lo entregaría al detective. Por fin cayó en la cuenta.

El valor del abrecartas como prueba era nulo. Incluso si encontraban a la persona, cualquier abogado defensor competente demostraría que no tenía ningún valor. Ni siquiera podrían conseguir una orden de acusación basada en la prueba. La evidencia contaminada no servía como prueba.

Dejó de comer de repente y se reclinó en el sucio asiento de vinilo.

¡Pero coño! ¡Habían intentado recuperarlo! Habían matado para hacerse con el objeto. Estaban dispuestos a asesinar a Jack para recuperarlo. Para ellos era muy importante, como si se jugaran la vida. Así que aparte de la importancia legal, tenía un valor. Y algo valioso podía ser aprovechado. Quizá le quedaba una oportunidad.

Eran las diez cuando Jack bajó por la escalera de la estación del metro de Farragut West. La estación, que formaba parte de las líneas naranja y azul del metro de Washington, era un lugar muy concurrido debido a su cercanía con la zona del centro donde funcionaban miles de oficinas. Sin embargo, a las diez de la noche, se veía casi desierta.

Jack salió de la escalera mecánica y echó una ojeada. Las estaciones del metro eran grandes túneles con los techos abovedados y suelos de ladrillos hexagonales. Un ancho pasillo con una de las paredes cubierta con carteles de cigarrillos, y la otra con máquinas expendedoras de tarjetas y billetes, conducía hasta la taquilla en el centro del vestíbulo, con los torniquetes a cada lado. Junto a las cabinas de teléfonos había un enorme plano del metro con los horarios de los trenes y el precio de los billetes.

En el interior de la taquilla, un empleado aburrido se balanceaba en la silla. Jack observó el lugar y después miró la hora en el reloj colocado encima de la taquilla. Volvió a mirar hacia la escalera y se quedó inmóvil al ver a un agente de policía. Jack se obligó a actuar con naturalidad y caminó sin separarse mucho de la pared hasta las cabinas de teléfonos. Entró en la primera. Se apretó contra el teléfono, oculto tras el plástico azul. Se arriesgó a espiar. El agente se acercó a las máquinas, saludó al taquillero con un ademán y contempló el vestíbulo. Jack volvió a ocultarse. Esperaría. El agente no tardaría en marcharse; tenía que hacerlo.

Pasó el tiempo. Una voz fuerte interrumpió los pensamientos de Jack. Asomó la cabeza. Un mendigo bajaba por la escalera. Vestido con harapos, llevaba un manta enrollada sobre el hombro. La barba y el pelo sucios y despeinados. El rostro curtido y tenso. Afuera hacía frío. El calor de las estaciones de metro era un paraíso para los indigentes hasta que los echaban. Los portones de hierro eran para impedir la entrada a personas como él.

Jack echó un vistazo. El agente había desaparecido. Quizá recorría el andén, o estaba tomando un café con el empleado del metro. Miró hacia la taquilla. El hombre no estaba.

Volvió a mirar al mendigo, que se había acurrucado en un rincón,y hacía un inventario de sus pocas pertenencias. Se frotaba las manos protegidas con unos guantes roñosos para mantener la circulación.

Jack sintió el aguijonazo de la culpa. El número de mendigos era cada vez mayor. Una persona generosa podía vaciar los bolsillos en el trayecto de una manzana. Jack lo había hecho en más de una ocasión.

Una vez más miró el túnel y el vestíbulo. Nadie. No pasaría otro tren hasta dentro de quince minutos. Salió de la cabina y observó al mendigo. El hombre no parecía hacerle caso; su atención estaba enfocada en su pequeño mundo, muy apartado de la realidad normal. Pero entonces Jack pensó que su propia realidad tampoco era normal, si es que lo había sido alguna vez. Él y el mendigo al otro lado del pasillo estaban librando sus propias luchas, y la muerte podía reclamar a cualquiera de ellos, en cualquier momento. Excepto que la muerte de Jack sería un tanto más violenta, un tanto más repentina, aunque quizás era preferible a la muerte lenta que le esperaba al otro.

Sacudió la cabeza para despejarla. Estos pensamientos le perjudicaban. Si quería sobrevivir debía mantener la concentración, tenía que creer en su capacidad para vencer a las fuerzas lanzadas en su contra.

Jack dio un paso hacia delante y se detuvo. La descarga de adrenalina fue como una bomba; sintió que se le iba la cabeza.

El mendigo llevaba zapatos nuevos. Unos zapatos de cuero marrón que costaban más de ciento cincuenta dólares. Destacaban entre los andrajos como un enorme diamante azul en una playa de arena blanca.

El hombre le miró. Sus ojos se clavaron en el rostro de Jack. Le resultaban conocidos. Debajo de la masa de arrugas, pelo sucio y mejillas curtidas por el viento, había visto antes aquellos ojos; estaba seguro. El mendigo comenzó a incorporarse. Parecía tener mucha más energía que antes.

Jack miró a su alrededor, desesperado. El lugar parecía un sepulcro. El suyo. Miró atrás. El hombre caminaba hacia él. Jack retrocedió, con la caja apretada contra el pecho. Recordó la fuga por los pelos en el ascensor. El arma. No tardaría en verla. Le apuntaría al pecho.

Jack caminó por el pasillo hacia la taquilla. El hombre metió la mano debajo del abrigo, una prenda que perdía el relleno de lana a cada paso. Oyó pasos. Miró al hombre mientras decidía si echaba a correr para subir al tren. Entonces apareció.

Jack casi gritó de alegría.

El agente apareció en una esquina. Jack corrió hacia él, al tiempo que señalaba al mendigo que ahora permanecía inmóvil en el pasillo.

– Aquel hombre no es un mendigo. Es un impostor. -Jack había pensado en la posibilidad de ser reconocido por el poli, pero el agente no pareció darse cuenta de que estaba delante de un fugitivo.

– ¿Qué? -El poli miró a Jack, desconcertado.

– Mire los zapatos. -Jack comprendió que parecía un imbécil, pero ¿cómo podía explicarle al policía toda la historia?

El agente miró hacia el túnel, vio al mendigo y adoptó una expresión severa. Confuso, optó por las preguntas habituales.

– ¿Le ha molestado, señor?

– Sí -contestó, tras vacilar por un instante.

– ¡Eh! -le gritó el policía al hombre.

Jack miró mientras el agente echaba a correr. El mendigo dio medio vuelta y huyó. Llegó a las escaleras mecánicas, pero la de subida no funcionaba. Se volvió para correr por el túnel, llegó a una esquina y desapareció, perseguido por el policía.

Jack se quedó solo. Miró hacia la taquilla. El empleado del metro seguía ausente.

Jack sacudió la cabeza. Había oído algo. Le pareció un grito de dolor que procedía del lugar donde habían desaparecido los dos hombres. Se adelantó. Mientras lo hacía, el policía, casi sin aliento, apareció en la esquina. Miró a Jack, y levantó un brazo en un gesto cansino para indicarle que se acercara. El tipo parecía indispuesto, como si hubiese visto o hecho algo repugnante.