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Cuatro timbrazos y escuchó la voz. Tenía un tono que no recordaba, o quizá era nuevo. Sonó el pitido y él comenzó a dejar un mensaje, algo gracioso, lo primero que se le pasó por la cabeza, pero entonces se puso nervioso y colgó, las manos temblorosas, el pulso acelerado. Meneó la cabeza. ¡Caray! Había defendido a cinco criminales acusados de asesinato en primer grado y todavía temblaba como un colegial en su primera cita.

Jack apartó la foto y pensó en lo que Kate hacía en este momento. Quizá seguía en la oficina calculando cuántos años de vida arrebatarle a una persona.

Entonces Jack se preguntó qué sería de Luther. ¿Estaría en este mismo momento metido en alguna casa que no era la suya? ¿O había acabado la faena y se alejaba con el botín?

Vaya familia, Luther y Kate Whitney. Tan distintos y al mismo tiempo tan iguales. No había conocido nunca a nadie tan concentrado como ellos, aunque sus objetivos ocupaban galaxias diferentes. Aquella última noche, después de que Kate saliera de su vida, había ido a ver a Luther para despedirse y tomar la última cerveza juntos. Se habían sentado en el pequeño y bien cuidado jardín, el olor de las flores como un espeso manto sobre ellos.

El viejo se lo había tomado bien, había formulado unas cuantas preguntas y le había deseado lo mejor. Algunas cosas no funcionaban; Luther lo sabía tan bien como cualquiera. Pero mientras se iba, Jack había visto un brillo en los ojos del hombre, y entonces se cerró la puerta tras aquella parte de su vida.

Jack apagó la luz y cerró los ojos, consciente de que le esperaba otro futuro. Estaba un día más cerca de conseguir la gran recompensa de su vida, la fortuna que todos deseaban. Saberlo no le ayudó a dormir.

3

Mientras Luther miraba a través del espejo, se le ocurrió que los dos formaban una pareja muy atractiva. Era una opinión absurda en estas circunstancias, pero eso no invalidaba la conclusión. El hombre era alto, bien parecido, un cuarentón muy distinguido. La mujer tendría poco más de veinte años; el pelo largo y dorado, el rostro oval y encantador, con unos ojos inmensos azul oscuro que ahora miraban con amor a su acompañante. Él le acarició la mejilla de terciopelo; ella le besó la palma de la mano.

El hombre tenía dos vasos y los llenó con el contenido de la botella que había traído con él. Le dio uno a la mujer. Chocaron los vasos, sin dejar de mirarse; él se bebió el contenido de un trago mientras ella sólo bebía un sorbo. Dejaron los vasos, y se abrazaron. Él deslizó las manos por la espalda de la joven y después las subió hasta los hombros desnudos. Los brazos y hombros de ella eran fuertes y estaban bronceados por el sol. Él le sujetó los brazos, admirado, mientras se inclinaba para besarle el cuello.

Luther desvió la mirada, avergonzado por ser testigo de este encuentro tan personal. Una emoción extraña, si tenía en cuenta que aún se enfrentaba al peligro de ser descubierto. Pero no era tan viejo como para no apreciar la ternura, la pasión que poco a poco se desplegaba ante él.

Cuando volvió a mirar, sonrió por fuerza. La pareja bailaba lentamente por la habitación. Se veía que el hombre tenía mucha práctica; la compañera menos, pero él la guió a través de los pasos sencillos hasta que una vez más acabaron junto a la cama.

El hombre hizo una pausa para llenar su vaso y se lo bebió deprisa. Ahora la botella estaba vacía. Mientras él la abrazaba otra vez, ella se inclinó sobre él, le tironeó de la chaqueta, comenzó a deshacerle el nudo de la corbata. Las manos del hombre buscaron la cremallera del vestido y poco a poco bajaron hacia la cintura. El vestido negro cayó al suelo y ella salió del mismo, sólo con las bragas negras y medias hasta el muslo; no llevaba sujetador.

Tenía el tipo de cuerpo que pone celosas a todas las mujeres que no lo poseen. Cada curva estaba en el lugar adecuado. Una cintura que Luther hubiese podido ceñir con las dos manos. Mientras se inclinaba hacia un lado para quitarse las medias, Luther observó los pechos grandes y redondos. Las piernas eran delgadas y musculosas, sin duda el resultado de muchas horas de ejercicio bajo la mirada atenta de un entrenador personal.

El hombre se quitó el traje y la camisa, y, en calzoncillos, se sentó en el borde de la cama. Contempló a la mujer, que se tomó su tiempo para quitarse las bragas. Tenía el trasero redondo y firme, de un blanco cremoso que resaltaba con el perfecto bronceado. Al verla por fin desnuda del todo, el hombre sonrió. Los dientes blancos y bien alineados. A pesar del alcohol, los ojos aparecían claros y enfocados.

Ella sonrió ante su atención y avanzó sin prisa. En cuanto la tuvo a su alcance, él la sujetó entre los brazos, la apretó contra su cuerpo. La mujer se frotó arriba y abajo contra su pecho.

Una vez más, Luther comenzó a desviar la mirada. Deseaba más que nada en el mundo que el espectáculo acabara lo antes posible y que estas personas se marcharan. Sólo tardaría unos minutos en regresar al coche, y el recuerdo de esta noche permanecería en su memoria como una experiencia única, aunque hubiera podido resultar desastrosa.

Pero entonces el hombre sujetó las nalgas de la mujer y después comenzó a azotarlas, una y otra vez. Luther torció el gesto ante el dolor ajeno; la piel blanca se veía ahora roja. Sin embargo, la mujer estaba demasiado bebida como para sentir el dolor o bien gozaba con este tratamiento, porque mantuvo la sonrisa. Luther sintió la tensión en las tripas al ver como los dedos del hombre se clavaban en la carne suave.

La boca del hombre bailó sobre su pecho; ella pasó los dedos por la espesa cabellera al tiempo que situaba el cuerpo entre sus piernas. La muchacha cerró los ojos, sonrió de placer mientras echaba la cabeza hacia atrás. Después abrió los ojos y le besó.

Los dedos fuertes del hombre abandonaron las nalgas maltratadas y comenzaron a masajearle la espalda con suavidad. Entonces volvió a clavarle los dedos hasta que la mujer se apartó con una mueca. Ella esbozó una sonrisa y él se detuvo mientras la joven le tocaba los dedos con los suyos. Él volvió a dedicarse a los senos y le chupó los pezones. Cerró los ojos y sus jadeos se convirtieron en un gemido. El hombre la besó en el cuello. Tenía los ojos bien abiertos y miraba hacia donde estaba sentado Luther pero sin imaginar que pudiera estar allí.

Luther miró al hombre, a aquellos ojos, y no le gustó lo que vio.

Pozos de sombras rodeados por una aureola roja, como algún planeta siniestro visto a través de un telescopio. De pronto pensó que la mujer desnuda estaba en poder de algo no tan gentil, no tan cariñoso como esperaba.

Por fin la mujer se impacientó y empujó a su amante sobre la cama. Se montó a horcajadas ofreciéndole a Luther una visión por detrás de algo que debería haber estado reservado a su ginecólogo y a su marido. Ella intentó moverse, pero entonces con un impulso brutal él la tumbó a un lado y se subió encima de la mujer, la cogió de las piernas y se las levantó hasta que quedaron perpendiculares a la cama.

Luther se quedó rígido en el sillón ante el siguiente movimiento del hombre. Él la cogió del cuello y le metió la cabeza entre sus piernas. Lo repentino del acto la hizo boquear, sus labios casi pegados al pene. Entonces él se rió al tiempo que le soltaba las piernas. Un tanto mareada, ella atinó a sonreír y se levantó apoyada en los codos mientras él la dominaba con su altura. Él se cogió el pene con una mano y con la otra le separó las piernas. Mientras ella se tendía con languidez para aceptarlo, él la miró con una mirada salvaje.

Pero en lugar de penetrarla, él le cogió los pechos y se los apretó, al parecer con demasiada fuerza, porque, por fin, Luther escuchó un grito de dolor y la mujer le dio una bofetada. Él la soltó y le devolvió el golpe con saña. Luther vio brotar sangre por una de las comisuras de la boca y derramarse por los labios, cubiertos por una espesa capa de carmín.