Jack miró a través de la pequeña ventana del juzgado que daba a la calle. La sala era tan grande como un auditorio, con un estrado tallado a mano de dos metros cuarenta de alto y casi cinco metros de ancho. Las banderas de Estados Unidos y Virginia ocupaban cada uno de los extremos. Un alguacil solitario ocupaba una mesa pequeña delante del estrado, igual a un remolcador delante de un transatlántico.
Jack miró la hora, observó las posiciones de las fuerzas de seguridad y después miró al grupo de periodistas. Los reporteros eran los mejores amigos o la peor pesadilla de los abogados defensores. Muchas cosas dependían de lo que los reporteros pensaran sobre un acusado o un crimen en particular. Un buen reportero pondría el grito en el cielo respecto a su objetividad en el tratamiento informativo al mismo tiempo que crucificaba al acusado en la última edición, mucho antes de que se llegara a un veredicto. Las mujeres periodistas tendían a ser generosas con los acusados de violación, ya que intentaban demostrar que no tomaban partido por razones de sexo. Por la misma razón, los hombres se inclinaban por las mujeres maltratadas que, por fin, se defendían. Luther no tendría esa suerte. Los ex presidiarios asesinos de mujeres jóvenes, ricas y hermosas, recibían los palos de todos los plumíferos, con independencia del sexo.
Jack había recibido una docena de llamadas de productoras de Los Ángeles que pedían a gritos la historia de Luther. Antes de que el tipo tuviera oportunidad de pedir la absolución. Querían la historia y pagarían por ella. Pagarían bien. Quizá Jack tendría que aceptar, pero con una condición. «Si él les dice algo avisenme, porque ahora mismo, no tengo nada.»
Miró al otro lado de la calle. La presencia de los agentes armados le tranquilizaba un poco. Aunque la última vez también había polis por todas partes y no sirvió de nada. Al menos ahora la policía estaba sobre aviso. Tenían las cosas controladas. Pero no habían contado con algún imprevisto, y éste venía ahora por la calle.
Jack volvió la cabeza mientras miraba al pelotón de reporteros y a la multitud de curiosos volverse en masa y correr hacia la caravana de coches. En un primer momento pensó que llegaba Walter Sullivan, hasta que vio a los motoristas de la policía seguidos por las furgonetas del servicio secreto, y por último los dos banderines estadounidenses en la limusina.
El ejército que acompañaba a este hombre empequeñecía al que se preparaba para recibir a Luther Whitney.
Vio a Richmond salir del vehículo. Detrás de él se situó el agente con el que había hablado en una ocasión. Burton. Ese era el nombre del tipo. Un tipo duro, muy serio. Su mirada recorría la zona como un radar. Mantenía una mano casi pegada al presidente, listo para tirarle al suelo en el acto. Las furgonetas del servicio secreto aparcaron al otro lado de la calle. Una aparcó en un callejón delante mismo del juzgado y Jack volvió a mirar al presidente.
Se montó un podio improvisado y Richmond comenzó la inesperada conferencia de prensa mientras se disparaban las cámaras y cincuenta adultos, todos periodistas licenciados, intentaban apartar al colega para situarse en primera fila. Un pequeño grupo de ciudadanos más discretos y sensatos revoloteaban por el fondo; dos, con cámaras de vídeo, grababan lo que para ellos era, en efecto, un momento muy especial.
Jack se volvió y casi chocó con el alguacil, un gigante negro, que estaba detrás de él.
– Llevo aquí veintisiete años y nunca vi antes a ese tipo por aquí. Ahora ha venido dos veces en el mismo año. Las cosas que se ven.
– Bueno, si tiene un amigo que invirtió diez millones en su campaña estoy seguro de que usted también estaría ahí fuera -comentó Jack con una sonrisa.
– Tiene a un montón de tíos muy grandes contra usted. -No pasa nada. Traigo un bate gigante…
– Samuel, Samuel Long.
– Jack Graham, Samuel.
– Lo necesitará, Jack, espero que esté cargado con plomo.
– ¿Usted qué opina, Samuel? ¿Cree que aquí mi cliente recibirá un trato justo?
– Si me lo hubiera preguntado hace dos o tres años, le habría contestado que sí, desde luego. Sí, señor. -Miró a la multitud que se apiñaba en el exterior-. Si me lo pregunta ahora, le diré que no lo sé. No tiene importancia el juzgado que sea. El Tribunal Supremo, el de tráfico. Las cosas están cambiando. No sólo en los juzgados. En todas partes. En todo el mundo. Todo está revuelto y yo ya no sé nada.
Ambos volvieron a mirar por la ventana.
Se abrió la puerta y apareció Kate. Jack se dio la vuelta por instinto y la miró. No vestía para actuar de fiscal. Llevaba una falda negra plisada sujeta a la cintura con un cinturón negro. La blusa era sencilla y abotonada hasta el cuello. Se había peinado para atrás y el pelo le caía sobre los hombros. Tenía las mejillas rojas por el frío y llevaba el abrigo en el brazo.
Se sentaron juntos en la mesa de la defensa. Samuel desapareció discretamente.
– Ya es casi la hora, Kate.
– Lo sé.
– Escucha, Kate, es tal como te lo dije por teléfono, no es que no quiera verte, está asustado. Tiene miedo por ti. Tu padre te quiere por encima de cualquier otra cosa en el mundo.
– Jack, si no se decide a hablar, tú ya sabes las consecuencias.
– Quizá, pero tengo algunas pistas. El caso del estado no es tan perfecto como parece creer la mayoría.
– ¿Cómo lo sabes?
– Confía en mí ¿Has visto al presidente?
– Es imposible no verle. A mí me vino bien. Nadie se fijó en mí cuando entré.
– Es obvio que la gente sólo se fija en él.
– ¿Luther ya está aquí?
– Dentro de unos minutos.
Kate abrió el bolso y buscó con manos torpes el paquete de caramelos. Jack le apartó las manos con una sonrisa, cogió el paquete y se lo dio.
– ¿Puedo hablar con él por teléfono?
– Veré qué puedo hacer.
Jack cogió la mano de Kate y juntos miraron el enorme estrado. Dentro de muy poco comenzaría la audiencia. Por ahora no podían hacer otra cosa que esperar. Juntos.
La furgoneta blanca apareció por la esquina, pasó entre el semicírculo de agentes y se detuvo a un par de metros de la puerta lateral. Frank aparcó el coche detrás de la furgoneta y se apeó, con el radio-transmisor en la mano. Dos agentes salieron de la furgoneta y observaron el lugar. No vieron nada anormal. La muchedumbre se concentraba delante del edificio atenta sólo a lo que decía el presidente. El oficial al mando le hizo una seña a los agentes que se encontraban en el interior del vehículo. Un instante después apareció Luther Whitney, con las manos esposadas y grilletes en los tobillos, con un abrigo oscuro sobre el traje marrón. Pisó el suelo y, con un agente delante y otro detrás, caminó hacia el juzgado.
En aquel momento, la muchedumbre llegó a la esquina. Seguía al presidente que caminaba por la acera en dirección a la limusina, respondiendo a los gritos y aplausos del público. Cuando pasó por el lateral del juzgado, Richmond miró hacia donde estaba la policía. Como si presintiera su presencia, Luther, que hasta ese momento miraba al suelo, levantó la cabeza. Sus miradas se cruzaron por un momento terrible. Las palabras escaparon de los labios de Luther antes de saber qué pasaba.
«Mentiroso cabrón hijo de puta.» Lo dijo sin gritar, pero los agentes escucharon algo, porque se volvieron para mirarle cuando el presidente pasaba a unos treinta metros de distancia. Se sorprendieron. Y entonces sólo pensaron en una cosa.
A Luther no le aguantaban las piernas. En un primer instante, los agentes pensaron que intentaba resistirse, pero entonces vieron la sangre que le caía por una de las mejillas. Uno soltó una maldición al tiempo que sujetaba a Luther por el brazo. El otro desenfundó el revólver y lo movió trazando un arco hacia el lugar desde donde pensaba que habían disparado. Los hechos que se sucedieron a continuación fueron muy confusos para la mayoría. El sonido del disparo no se escuchó con claridad entre el griterío. Sin embargo, los agentes del servicio secreto sí lo escucharon. En una fracción de segundo Richmond estaba en el suelo protegido por un escudo de veinte agentes armados con armas automáticas.