Frank vio salir del callejón la furgoneta del servicio secreto que se situó como una barrera entre la muchedumbre histérica y el presidente. Un agente salió del vehículo con una metralleta en la mano y observó la calle, sin dejar de dar instrucciones por radio.
El teniente ordenó a sus hombres que cerraran la zona; instalarían barreras en los cruces y realizarían una búsqueda casa por casa. Traerían unos cuantos centenares de agentes más, pero Frank sabía que era tarde.
Un segundo después Frank estaba junto a Luther. Miró incrédulo la sangre que se derramaba sobre la nieve formando un repugnante charco rojo. Una ambulancia llegaría en cuestión de minutos. Pero el teniente también sabía que no serviría de nada. El rostro de Luther tenía la palidez de la muerte, los ojos velados, los dedos agarrotados. Luther Whitney tenía dos agujeros más en la cabeza, y una bala había abierto un agujero en la furgoneta después de atravesar al hombre. Alguien no había querido correr ningún riesgo.
Frank cerró los ojos del muerto y después miró a su alrededor. El presidente ya estaba de pie y caminaba hacia la limusina. En un par de segundos, la limusina y las furgonetas habían desaparecido. Los reporteros se acercarán en masa a la escena del crimen, pero Frank le hizo una seña a sus hombres y los periodistas toparon con una barrera de policías furiosos y avergonzados que esgrimían las porras con ganas de descargarlas contra cualquiera que intentara pasar.
Seth Frank miró el cadáver. Se quitó la chaqueta a pesar del frío y la colocó sobre el pecho y el rostro de Luther.
Jack se había acercado a la ventana en cuanto comenzó el griterío. El corazón le latía desbocado y tenía la frente empapada de sudor.
– Quédate aquí, Kate. -La miró. La muchacha parecía una estatua. La expresión de su rostro registraba algo que Jack deseaba con toda el alma que no fuera verdad.
Samuel apareció en el sala.
– ¿Qué es todo ese griterío?
– Por favor, Samuel, quédese con ella.
Samuel asintió y Jack salió a la carrera.
En el exterior habían más hombres armados de los que ya había visto en su vida a no ser en una película de guerra. Corrió hacia la entrada lateral y un agente estaba a punto de abrirle la cabeza con la porra cuando se escuchó el grito de Frank.
Jack se acercó cauteloso. Parecía tardar una eternidad en cada paso. Sentía las miradas que se clavaban en él. La figura acurrucada debajo de la chaqueta. La sangre que empapaba la nieve. La expresión de angustia y de atónita irritación se reflejaban en las facciones del detective Seth Frank. Recordaría cada una de estas imágenes durante muchas noches de insomnio, quizá durante el resto de su vida.
Por fin se arrodilló junto a su amigo. Tendió las manos para apartar la chaqueta, pero se detuvo. Se volvió para mirar hacia donde había venido. El grupo de reporteros se había dividido. Incluso la pared de policías se había apartado lo justo para dejarla pasar.
Kate permaneció allí durante un minuto que se hizo eterno. El viento helado que soplaba en el callejón la sacudía como una hoja. Mantenía la mirada tan perdida que parecía no ver nada y verlo todo al mismo tiempo. Jack intentó levantarse, ir hacia ella, pero las piernas no le respondieron. Tan sólo unos minutos antes había estado listo para plantear una batalla, furioso con un cliente que se negaba a colaborar. Ahora no le quedaban fuerzas.
Frank le ayudó a ponerse de pie. Jack caminó tembloroso hacia Kate. Por una vez en su vida, los reporteros no intentaron hacer preguntas. Los fotógrafos se olvidaron de las cámaras. Mientras Kate se arrodillaba junto a su padre y apoyaba con mucha suavidad una mano sobre el hombro, los únicos sonidos fueron el viento y el aullido de la sirena de la ambulancia que se acercaba. Durante un par de minutos, el mundo se detuvo ante el juzgado del condado de Middleton.
Alan Richmond se arregló la corbata y se sirvió una copa en la limusina que le llevaba de regreso a la ciudad. Pensó en los titulares de los periódicos. Los periodistas de las grandes cadenas de televisión estarían impacientes por entrevistarle, y él los aprovechada al máximo. Mantendría la actividad habitual del día. El presidente firme como una roca. Disparaban a su alrededor y él ni pestañeaba, continuaba con su cometido de gobernar al país, de liderar a la gente. Se imaginaba las encuestas. Subirían diez puntos. Todo había sido muy fácil. ¿Cuándo iba a enfrentarse a un auténtico reto?
Bill Burton miró al presidente. Luther Whitney acababa de morir atravesado por una bala capaz de destrozar a un elefante, y el tipo se estaba tomando un copa tan tranquilo. Burton sintió náuseas. Y esto todavía no había acabado. Nunca olvidada lo ocurrido, pero quizás aún llegada a vivir el resto de sus años como un hombre libre. Un hombre respetado por sus hijos, aunque él ya no se respetaba a sí mismo.
Mientras continuaba mirando al presidente, Burton pensó que el muy hijo de puta parecía orgulloso de sí mismo. Había visto antes esta serenidad en medio de una violencia extrema y calculada. Ningún remordimiento por el sacrificio de una vida humana. Al contrario: sensación de euforia, de triunfo. Recordó las marcas en el cuello de Christine Sullivan, la mandíbula rota, los terribles sonidos que había oído al otro lado de las puertas de otros dormitorios. El hombre del pueblo.
Burton recordó la reunión con Richmond en la que había informado a su jefe de todos los hechos. Aparte de ver sufrir a Russell no había sido una experiencia agradable.
Richmond les había mirado. Burton y Russell sentados uno al lado del otro. Collin de pie junto a la puerta. Estaban reunidos en los alojamientos privados de la familia presidencial. Una parte de la Casa Blanca vedada al público. El resto de la familia estaba de vacaciones. Mejor así. El miembro más importante no estaba de buen humor.
El presidente, por fin, conocía todos los hechos. El más grave era que un abrecartas manchado de sangre y con sus huellas digitales estaba en poder del intrépido ladrón, testigo ocular. Richmond se había quedado de una pieza cuando Burton se lo dijo. Mientras el agente pronunciaba las palabras, Richmond se había vuelto para mirar a Gloria Russell.
Cuando Collin mencionó que Russell le había ordenado que no limpiara el abrecartas, el presidente se dirigió amenazador hacia la jefa de gabinete, que se hundió en la silla como si quisiera fundirse con el tapizado. La mujer acabó por taparse los ojos con las manos. La blusa estaba manchada en las axilas de sudor.
Richmond volvió a sentarse. Había mirado a través de la ventana mientras masticaba el cubito del cóctel. Todavía llevaba la ropa que había vestido en una recepción pero había deshecho el nudo de la corbata. Sin dejar de mirar por la ventana había preguntado:
– ¿Durante cuánto tiempo, Burton?
– ¿Quién lo sabe? -contestó Burton, que dejó de mirar al suelo-. Quizá para siempre.
– Puedes ser más preciso. Quiero tu opinión profesional.
– No tardará mucho. Ahora tiene un abogado. En algún momento encontrará la manera de decírselo a alguien.
– ¿Tenemos alguna idea de dónde está el objeto?
– No, señor. -Burton se frotó las manos inquieto-. La policía buscó en la casa, en el coche. Si hubieran encontrado el abrecartas me habría enterado.
– ¿Pero saben que falta de la casa de Sullivan?
– La policía está enterada de su importancia. Si aparece sabrán qué hacer con él.
El presidente se levantó. Se entretuvo unos instantes pasando los dedos por la colección de figurillas góticas de su esposa que estaban sobre una mesa. A él le parecían muy feas. Junto a las figurillas se hallaban las fotos de la familia. No se fijó en los semblantes. Lo único que veía en los rostros eran las ruinas de su gobierno. Su rostro parecía enrojecer ante la conflagración invisible. La historia estaba a punto de ser reescrita, y todo por culpa de un ratero cabrón y una jefa de gabinete tan estúpida como ambiciosa.