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– Me lo debiste decir tú.

– No nos vimos ni hablamos antes de la conferencia de prensa. Eso es fácil de comprobar. Mi agenda está medida al minuto. En cuanto a ti, todo lo que haces es de conocimiento público. Da la casualidad que la noche que mataron a Christy, tú no estabas en ninguno de los lugares habituales. Estabas en mi casa, y más exactamente, en mi dormitorio. Durante la conferencia de prensa estábamos rodeados por una multitud de reporteros. Todo lo que dijimos está grabado. No lo supiste por mí.

– Walter, por favor, dime dónde estás. Quiero ayudarte.

– Christy nunca supo tener la boca cerrada. Sin duda se sintió muy orgullosa de su mentira. Supongo que te lo comentó muy ufana, ¿no es así? Había engañado al viejo. Mi difunta esposa era la única persona en el mundo que pudo haberte hablado de su enfermedad fingida. Y tú repetiste sus palabras delante de mí sin pensarlo. No sé por qué tardé tanto en descubrir la verdad. Quizá porque estaba tan obsesionado con encontrar al asesino que acepté la teoría del ladrón sin preguntar. Tal vez fue una negativa inconsciente. Porque siempre supe que Christy te deseaba. Pero supongo que me resistía a creer que fueras capaz de hacerme semejante faena. Tendría que haber pensado lo peor y habría acertado. Pero como dicen, más vale tarde que nunca.

– ¿Walter, por qué me has llamado?

La voz de Sullivan bajó de volumen pero no perdió nada de su fuerza, nada de su intensidad.

– Porque, maldito cabrón, quería decirte cuál será tu nuevo futuro. En él habrá abogados, juicios y más publicidad de la que llegarías a tener en toda tu vida como presidente. Porque no quiero que te sorprendas cuando la policía llame a tu puerta. Y sobre todo, porque quiero que sepas a quien le tienes que dar las gracias.

– Walter, si quieres que te ayude, lo haré -replicó Richmond, con voz tensa-. Pero soy el presidente de Estados Unidos. Y aunque eres uno de mis más viejos amigos, no toleraré esta clase de acusaciones de ti o de cualquier otro.

– Muy bien, Alan, muy bien. Has deducido que estoy grabando esta conversación. No es que tenga importancia. -Sullivan hizo una pausa-. Eras mi protegido, Alan. Te enseñé todo lo que sabía, y has aprendido bien. Lo suficiente para tener el cargo más poderoso del mundo. Por fortuna, tu caída también será la más grande.

– Walter, has estado sometido a una gran tensión. Por última vez, por favor, deja que te ayude.

– Es curioso, Alan, es lo mismo que te recomiendo.

Sullivan cortó la comunicación y apagó la grabadora. El corazón le latía demasiado de prisa. Apoyó una mano sobre el pecho, se obligó a relajarse. No podía permitirse tener un infarto. Necesitaba vivir para cumplir con su plan.

Miró a través de la ventana y después contempló la habitación. Su pequeño hogar. Su padre había muerto en esta misma habitación. Esto le consoló aunque pareciera extraño.

Se reclinó en el sillón y cerró los ojos. Llamaría a la policía por la mañana. Les contaría todo y les entregaría la cinta. Después se sentaría a esperar. Incluso si no condenaban a Richmond, su carrera estaba acabada. Lo que equivalía a decir que el hombre estaba muerto, profesional, mental y espiritualmente. ¿Qué más daba que el cuerpo siguiera vivo? Mucho mejor. Sullivan sonrió. Había jurado vengar el asesinato de su esposa. Y lo había hecho.

Fue la súbita sensación de que su mano se levantaba lo que le hizo abrir los ojos. Después sintió que la mano se cerraba alrededor de un objeto duro y frío. No reaccionó hasta que el cañón se apoyó en su cabeza, y entonces ya fue demasiado tarde.

El presidente dejó de mirar el teléfono durante un segundo para mirar la hora. Ahora ya se habría acabado. Sullivan le había enseñado bien. Demasiado bien para desgracia del maestro. Había tenido la certeza de que Sullivan le llamaría antes de anunciar al mundo la culpabilidad del presidente. Esto había simplificado las cosas. Richmond salió del despacho y se dirigió a sus aposentos privados. Ya no pensaba en el difunto Walter Sullivan. No era eficaz ni productivo pensar en el enemigo derrotado. Impedía pensar con claridad en el próximo desafío. Eso también se lo había enseñado Sullivan.

El joven observó la casa a la luz del crepúsculo. Oyó el disparo, pero sus ojos no dejaron de mirar ni por un momento la débil luz en la ventana.

Bill Burton se reunió con Collin al cabo de unos segundos. Ni siquiera se atrevió a mirar al compañero. Dos agentes del servicio secreto convertidos en asesinos de muchachas y viejos.

En el camino de regreso, Burton se hundió en el asiento. Por fin se había acabado. Habían matado a tres personas, incluida Christine Sullivan. ¿Y por qué no incluirla? Marcaba el comienzo de toda esta pesadilla.

Burton miró su mano. Apenas si alcanzaba a comprender que acababa de cerrarla alrededor de la empuñadura de un arma, apretado el gatillo y acabado con la vida de un hombre. Con la otra mano había cogido la grabadora y el casete. Ahora los tenía en el bolsillo y acabarían en el incinerador.

Cuando escuchó la conversación telefónica del multimillonario con Seth Frank, Burton no entendió a qué se refería el viejo con aquello de la «enfermedad» de Christine Sullivan. Pero cuando se lo comentó al presidente, Richmond miró a través de la ventana durante unos minutos, un poco más pálido de lo que había estado cuando Burton entró en el despacho. Entonces llamó a la oficina de prensa de la Casa Blanca. Al cabo de unos diez minutos ya habían escuchado la grabación de la conferencia de prensa improvisada en la entrada del juzgado de Middleton. Las palabras de consuelo del presidente a su viejo amigo; las referencias a los caprichos de la vida, a que Christine Sullivan aún estaría viva si no se hubiera sentido enferma, sin recordar que Christine Sullivan se lo había dicho el día de su muerte. Algo que se podía probar. Un hecho que podía hundirlos a todos.

Burton se desplomó en una silla, y contempló atónito a su jefe, que miraba en silencio el casete como si quisiera borrar las palabras con el pensamiento. Burton sacudió incrédulo la cabeza. Había muerto por la boca, como correspondía a un político.

– ¿Qué hacemos ahora, jefe? ¿Nos largamos en el Fuerza Aérea Uno? -Burton sólo bromeaba mientras contemplaba la alfombra. Estaba demasiado aturdido para pensar. Por un instante miró al presidente y descubrió que Richmond le miraba fijo.

– Walter Sullivan es la única persona viva, aparte de nosotros, que conoce el significado de esta información.

Burton abandonó la silla sin desviar la mirada.

– Mi trabajo no incluye matar gente sólo porque usted me lo mande.

– Walter Sullivan es ahora una amenaza directa para todos nosotras -insistió el presidente-. Además, se está cachondeando de nosotros y no me gusta que la gente se divierta a costa mía. ¿Y a ti?

– Tiene una buena razón, ¿no le parece?

Richmond cogió un bolígrafo y lo hizo girar entre los dedos.

– Si Sullivan habla lo perdemos todo. Todo. -El presidente chasqueó los dedos-. Así, como si nada. Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa para evitarlo.

– ¿Cómo sabe que ya no lo ha hecho? -preguntó Burton con un fuego abrasador en el vientre.

– Porque conozco a Walter contestó Richmond-. Lo hará a su manera. Será algo espectacular y bien premeditado. No es un hombre dado a las prisas. Pero cuando actúa, los resultados son rápidos y aplastantes.

– Estupendo. -Burton se cogió la cabeza con las manos, su mente era un torbellino. Años de entrenamiento le habían dado una habilidad casi innata de procesar información en el acto, de pensar sobre la marcha, a actuar una fracción de segundo antes que cualquier otro. Ahora su cerebro era como un lodazal, espeso y pegajoso, nada estaba claro. Miró al presidente-. Pero ¿matarlo?