Jack abandonó la silla, rodeó el escritorio y se acercó a Kirksen dominándolo con su estatura.
– ¿Eras así de pequeño, Dan, o te convertiste en una mierda de mayor?
– Te lo repito, nunca se sabe, Jack -replicó Kirksen con una sonrisa, al tiempo que iba hacia la puerta-. Las relaciones con el cliente son siempre muy tenues. Mira la tuya, por ejemplo. Se basa en tu futuro matrimonio con Jennifer Ryce Baldwin. Ahora, si la señorita Baldwin descubriera, es un decir, que no has ido a tu casa por la noche sino que has compartido el apartamento con una mujer joven, quizá no se mostraría tan dispuesta a tenerte como abogado, y mucho menos a convertirse en tu esposa.
Fue cuestión de un segundo. Kirksen se encontró cogido por el cuello contra la pared y Jack tan cerca que el aliento del joven le empañaba las gafas.
– No cometas ninguna tontería, Jack. Por muy importante que te creas, los socios no verán con buenos ojos una agresión física. Todavía tenemos algunas norma en Patton, Shaw.
– Nunca más se te ocurra entrometerte en mi vida privada, Kirksen. Jamás. -Jack le arrojó contra la puerta como quien arroja un muñeco y volvió a su mesa.
Kirksen se arregló la camisa y sonrió para sus adentros. Eran fáciles de manipular. Todos estos tipos grandes y apuestos. Fuertes como mulas y sin sesos. Sofisticados como un ladrillo.
– Sabes, Jack, tendrías que saber en qué te has metido. Por alguna razón que ignoro pareces confiar en Sandy Lord. ¿Te contó la verdad de lo ocurrido con Barry Alvis? ¿Te lo dijo, Jack?
Jack se volvió para mirarle con ojos opacos.
– ¿Utilizó la historia del asociado permanente y que no aportaba clientes a la firma? ¿O te dijo que Alvis había hundido un gran proyecto?
Jack continuó mirándole.
Kirksen sonrió con aire triunfal.
– Una llamada, Jack. La hija llama para quejarse de que el señor Barry Alvis había tenido la osadía de molestar a su padre y a ella. Y Alvis desaparece. Es así como funciona el juego, Jack. Quizá no te guste jugar. Si es así nadie te impedirá marcharte.
Kirksen llevaba planeando esta estrategia desde hacía tiempo. Tras la desaparición de Sullivan, él podía prometerle a Baldwin que su trabajo recibiría un trato preferente, y Kirksen aún tenía el mejor grupo de abogados de la ciudad. Si sumaba los cuatro millones de facturación a los que ya tenía se convertiría en el socia principal de la firma. Y el nombre de Kirksen por fin aparecería en el placa de la puerta, en sustitución de otro que sería defenestrado. El socio gerente le sonrió a Jack.
– Puede que no te caiga bien, Jack, pero te digo la verdad. Eres un adulto, ahora te toca a ti actuar.
Kirksen salió del despacho y cerró la puerta.
Jack permaneció de pie durante un segundo más y entonces se desplomó en la silla. Se inclinó hacia delante, apartó de un manotazo los papeles que había encima de la mesa y apoyó la cabeza sobre la superficie.
26
Seth Frank miró al viejo. Bajo, con una gorra de fieltro en la cabeza, pantalones de pana, un suéter grueso y botas de invierno, el hombre parecía inquieto y muy excitado por estar en una comisaría. En la mano llevaba un objeto rectangular envuelto en papel marrón.
– No acabo de entenderle, señor Flanders.
– Verá, yo estaba allí. El día aquel, en el tribunal. Ya sabe, cuando mataron al hombre. Sólo fui a ver de qué iba todo aquel escándalo. Vivo allí desde que nací. Nunca vi nada parecido, se lo aseguro.
– Eso lo entiendo -señaló Frank, con un tono seco.
– Yo tenía mi Camcorder nueva, canela fina, tiene una pantalla visor y toda la pesca. No tienes más que aguantar, mirar y rodar. Algo de primera. Así que la parienta dijo que viniera.
– Eso está muy bien, señor Flanders. ¿Y cuál es el motivo de su visita? -Frank le miró esperando una respuesta sensata.
La expresión en el rostro de Flanders demostró que había comprendido qué se esperaba de él.
– Oh, disculpe, teniente. Aquí estoy charlando por los codos, tengo tendencia a hacerlo, pregúnteselo a la parienta. Me jubilé hace un año. Nunca hablaba mucho en el trabajo. Trabajaba en una cadena de montaje. Ahora me gusta hablar. También me gusta escuchar. Me paso horas en aquel café que está detrás del banco. El café es bueno y sirven unos bollos estupendos bien cargados de mantequilla.
Frank le miró impaciente. Flanders se dio prisa.
– Verá, vine para mostrarle esto. En realidad, para dárselo. Yo tengo una copia, desde luego. -Le alcanzó el paquete.
Frank lo abrió. Miró la cinta de vídeo.
Flanders se quitó la gorra; era calvo y tenía unos mechones como trozos de algodón sobre las orejas.
– Como le dije, filmé algunas tomas muy buenas. Del presidente y del tipo cuando lo matan. Lo tengo todo. Claro que sí. Verá, yo seguía al presidente. Me metí justo en medio de todo el follón.
Frank miró al hombre.
– Ahí está todo, teniente. A ver si le sirve. -Miró la hora-. Vaya, debo irme. Llego tarde a comer. A la parienta no le gusta que llegue tarde. -Caminó hacia la puerta. Frank miró la cinta-. Ah, teniente, una cosa más.
– Sí.
– Si sacan algo de provecho de mi cinta, ¿cree que mencionarán mi nombre cuando escriban sobre ella?
– ¿Escribir sobre qué?
– Sí, ya sabe, los historiadores -contestó el viejo entusiasmado-. Quizá la llamen la cinta Flanders o algo así. O el vídeo Flanders. Ya sabe, como la otra vez.
– ¿Como la otra vez? -Frank se masajeó las sienes.
– Sí, teniente. Ya sabe, como Zapruder con Kennedy.
Por fin, Frank entendió lo que intentaba decir el hombre.
– Me encargaré de mencionar su nombre, señor Flanders. Por si acaso, para la posteridad.
– Eso es. -Radiante de orgullo, Flanders le señaló con un dedo-. Posteridad, me gusta la palabra. Que pase un buen día, teniente.
– ¿Alan?
Richmond con un ademán ausente le indicó a Russell que entrara y después continuó con la lectura de las notas en su libreta. Al cabo de unos momentos, cerró la libreta y miró a la jefa de gabinete con una mirada impasible.
Russell vaciló, observó la alfombra, con la manos cruzadas delante de ella. Después cruzó la habitación a paso rápido y se dejó caer más que sentarse en una de las sillas.
– No sé muy bien qué decir, Alan. Comprendo que no hay excusas para mi comportamiento, algo absolutamente inapropiado. Si pudiese, alegaría locura temporal.
– Entonces, ¿no tienes intención de justificarlo diciendo que fue en favor de mis intereses? -Richmond se reclinó en el sillón, sin desviar la mirada de Russell.
– No lo haré. Estoy aquí para presentar mi renuncia.
– Quizá te he subestimado, Gloria -comentó el presidente con una sonrisa. Dejó el sillón, rodeó el escritorio y se apoyó contra el mueble, delante de la mujer-. Aunque no lo creas, tu comportamiento fue el más apropiado. Yo, en tu lugar, habría hecho lo mismo.
Russell le miró con una expresión de asombro.
– No me malinterpretes, Gloria. Espero lealtad como haría cualquier otro ser humano. Sin embargo, no espero que los seres humanos sean algo más que eso, me refiero a humanos, con todas las debilidades e instintos de supervivencia que eso conlleva. Después de todo, somos animales. He conseguido mi posición en la vida sin perder nunca de vista el hecho de que la persona más importante en el mundo soy yo mismo. En cualquier situación, ante cualquier obstáculo, nunca he olvidado ese principio básico. Lo que hiciste aquella noche demuestra que tú compartes la misma creencia.
– ¿Sabes lo que pretendía?
– Desde luego, Gloria. No te condeno por haber intentado sacar el máximo de provecho de aquella situación. Caray, es la base sobre la que se sustenta la nación y esta ciudad en particular.