– En efecto, señor Graham, lo entregaron en las oficinas de Patton, Shaw amp; Lord el jueves a las diez y dos minutos de la mañanay el recibo lo firmó la señora Lucinda Alvarez.
– Muchas gracias. Supongo que estará por alguna parte. -Estaba a punto de colgar cuando escuchó la pregunta de la mujer.
– ¿Hay algún problema en particular con la entrega del paquete, señor Graham?
– ¿Un problema particular? -repitió Jack, extrañado-. No, ¿porqué?
– Según los datos que aparecen en pantalla preguntaron por el paquete hoy mismo.
– ¿Hoy? -Jack se puso tenso-. ¿A qué hora?
– A las seis y media de la tarde.
– ¿Dieron algún nombre?
– Eso es lo extraño. Según el registro, la persona también se identificó como Jack Graham. -Por el tono quedaba muy claro que dudaba mucho de la verdadera identidad de su interlocutor.
Jack sintió un sudor frío. Colgó el teléfono. Alguien, no sabía quién, compartía su interés por el paquete. Y ese alguien sabía que estaba destinado a él. Le temblaban las manos cuando volvió a coger el teléfono. Llamó a Seth Frank, pero el detective se había ido a su casa. La persona no quiso darle el número particular, y Jack recordó que se había dejado el número en el apartamento. Después de mucho insistir, la persona llamó a la casa del teniente, sin obtener respuesta. Maldijo por lo bajo. Una llamada a información no dio resultado; el número era privado.
Jack se reclinó en el sillón, su respiración era cada vez más agitada. Sentía una fuerte opresión en el pecho. Siempre se había considerado como una persona muy valiente. Ahora no lo tenía tan claro.
Se obligó a centrarse en el asunto. Habían entregado el paquete. Lucinda había firmado el recibo. La rutina en Patton, Shaw era estricta; la correspondencia tenía una importancia vital para cualquier firma de abogados. Los paquetes traídos por Federal Express los repartían los mozos con la otra correspondencia del día. La transportaban en un carrito. Todos sabían dónde estaba la oficina de Jack. Incluso si no lo sabían, la firma imprimía un plano que se actualizaba periódicamente. Si utilizaban el plano correcto, pensó Jack.
Jack corrió hacia la puerta, la abrió y siguió su carrera por el pasillo. A la vuelta de la esquina, en la dirección opuesta, se encendió la luz en la oficina de Sandy Lord.
Encendió la luz en su vieja oficina. Sin perder ni un segundo, buscó entre las papeles, carpetas y otros objetos amontonados sobre la mesa; nada. Entonces apartó la silla para sentarse y vio el paquete en el asiento. Jack lo recogió. En un gesto instintivo miró a su alrededor, vio las persianas abiertas y se apresuró a cerrarlas.
Leyó la etiqueta: Edwina Broome a Jack Graham. Era el paquete. Parecía ser una caja, pero pesaba poco. Una caja dentro de otra, eso era lo que ella había dicho. Comenzó a abrirlo, y se detuvo. Ellos sabían que el paquete estaba aquí. «¿Ellos?» No se le ocurría ninguna otra denominación. Si ellos sabían que el paquete estaba aquí, de hecho habían llamado hoy mismo, ¿qué harían? Si lo que había dentro era tan importante, y hubiese estado abierto ellos ya sabrían que contenía. Como no era así, ¿qué harían?
Jack volvió otra vez a su oficina, con el paquete bien sujeto bajo el brazo. Se puso el abrigo, recogió las llaves del coche con tanta prisa que volcó el vaso de gaseosa, y se dispuso a salir. Se quedó de piedra.
Un ruido. Resultaba difícil precisar dónde; resonaba suavemente en el pasillo, como el chapoteo de agua en un túnel. No era el ascensor. Estaba seguro de que hubiera oído el ascensor. ¿Lo estaba? Era un lugar muy grande. El ruido de fondo del ascensor era algo habitual. Además, había estado con toda la atención puesta en la llamada telefónica. No, no estaba seguro. Por otra parte, quizá sólo era algún abogado de la firma que venía a trabajar o a recoger alguna cosa. El instinto le avisó que era una conclusión errónea. Éste era un edificio seguro. Pero, ¿hasta qué punto era seguro un edificio público? Cerró la puerta.
Ahí estaba otra vez. Sus oídos se esforzaron para ubicado sin éxito. Los intrusos se movían lentamente, con mucho sigilo. Nadie de los que trabajaban aquí hubiera hecho eso. Se acercó a la pared, apagó la luz, esperó un momento y después abrió la puerta con mucho cuidado.
Asomó la cabeza. El pasillo se veía desierto. ¿Por cuánto tiempo? El problema táctico era obvio. El espacio de la planta estaba configurado de tal manera que si optaba por una dirección había que seguirla. Además, no había muebles en los pasillos. Si se cruzaba con alguien no tendría dónde esconderse.
Una consideración práctica le pasó por la cabeza y buscó con la mirada en la penumbra de la oficina. Por fin su mirada se posó en un pesado pisapapeles de granito, uno de los muchos regalos recibidos cuando le hicieron socio. Utilizado correctamente podía hacer mucho daño. Jack estaba seguro de que sabría usarlo. Si iba a caer no se lo pondría fácil. Esta postura fatalista le ayudó a fortalecer su decisión. Esperó unos segundos antes de aventurarse al pasillo; no olvidó cerrar la puerta. Los que le buscaban tendrían que abrir todas las puertas para dar con su oficina.
Caminó agachado cuando se acercó a una esquina. Ahora deseó con toda el alma que la planta estuviera a oscuras. Inspiró con fuerza y espió. El camino estaba despejado, al menos por ahora. Pensó deprisa. Si había más de un intruso, sin duda se separarían para reducir a la mitad el tiempo de la búsqueda ¿Sabrían que estaba en el edificio? Quizá le habían seguido hasta aquí. Eso era preocupante. Tal vez en este momento le rodeaban, se acercaban desde direcciones opuestas.
El sonido se acercaba. Pisadas. Afinó el oído al máximo. Le pareció escuchar la respiración de otra persona, o al menos se lo imaginó. Tenía que decidirse. Su mirada se posó en algo que había en la pared, algo que brillaba: la alarma de incendios.
Estaba a punto de lanzarse cuando una pierna asomó por la esquina al otro extremo del pasillo. Jack retrocedió sin esperar a ver el resto. Caminó a paso ligero en la dirección opuesta. Dio la vuelta en la esquina, cruzó el vestíbulo, y llegó a la puerta de la escalera. La abrió de un tirón; el chirrido de las bisagras resonó por todo el piso.
Oyó el ruido de pies que corrían.
– ¡Mierda! -Cerró de un portazo y corrió escaleras abajo.
Un hombre apareció en la esquina. Llevaba la cabeza cubierta con un pasamontañas y empuñaba una pistola en la mano derecha.
Se abrió la puerta de una oficina y Sandy Lord salió al pasillo, en camiseta y los pantalones bajados hasta las rodillas. Lord tropezó y se llevo por delante al hombre. Ambos cayeron al suelo. En la desesperación por sujetarse, Lord le arrancó el pasamontañas.
Lord se puso de rodillas; le chorreaba sangre de la nariz.
– ¿Qué coño pasa aquí? ¿Quién coño es usted? -Lord miró furioso al desconocido. Entonces vio el arma y se quedó inmóvil.
Tim Collin le devolvió la mirada al tiempo que sacudía la cabeza como si lamentara su mala suerte. Ahora ya no podía escoger. Levantó la pistola.
– ¡Virgen santa! ¡Por favor, no! -chilló Lord e intentó apartarse.
Sonó el disparo y la sangre brotó en el centro de la camiseta.
Lord jadeó una vez, con los ojos vidriosos y su cuerpo cayó contra la puerta que se abrió del todo. En el interior, una joven casi desnuda miraba atónita el cadáver del abogado. Collin maldijo por lo bajo. Miró a la muchacha.
Ella sabía lo que le esperaba, Collin lo veía en sus ojos aterrorizados.
– Lo siento, señora. En el lugar equivocado, a la hora equivocada.
La pistola disparó por segunda vez y el cuerpo delgado salió despedido hacia atrás. Con las piernas abiertas, los puños abiertos, los ojos miraron sin ver el techo; su noche de placer se había convertido bruscamente en su última noche en la Tierra.
Bill se acercó a la carrera al compañero arrodillado y observó la carnicería con una expresión de asombro que cambió por otra de furia en un segundo.