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Lord movió la cabeza hasta que su mirada se fijó en Day. Algunasveces le sorprendía comprobar lo cortos, para no decir idiotas, que eran muchos de sus socios. Day era un socio de servicio cuyo mayor atributo, y para Lord el único, era hablar siete idiomas y saber besarle el culo a los saudís.

– Yo no me preocuparía, Ron. Si esto es una conspiración internacional, no eres lo bastante importante como para que se fijen en ti, y si han decidido matarte estarás muerto antes de que te des cuenta.

Day se arregló el nudo de la corbata mientras una risa nerviosa celebraba la salida de Lord.

– Gracias por la aclaración, Sandy.

– De nada, Ron.

– Estamos seguros -señaló Kirksen- de que se está haciendo todo lo posible para resolver este siniestro asesinato. Incluso se comenta que el presidente autorizará la creación de un grupo de investigación especial para que intervenga. Como ya sabéis, Walter Sullivan ha servido en numerosos cargos gubernamentales en varias administraciones, y es amigo íntimo del presidente. Creo que podemos dar por hecho que los asesinos serán detenidos muy pronto. -Kirksen se sentó.

Lord miró a los presentes, enarcó las cejas y aplastó el último cigarrillo. En unos instantes se quedó solo.

Seth Frank hizo girar el sillón. Su despacho era un cubículo de metro ochenta por metro ochenta; el sheriff era el único que disponía de un poco más de espacio en el pequeño edificio de la jefatura. El informe del forense estaba sobre la mesa. Eran las siete y media de la mañana y Frank ya se había leído tres veces cada palabra del informe.

Había asistido a la autopsia. Era lo que los detectives debían hacer, por varias razones. Aunque había estado presente en centenares de autopsias, no se acostumbraba a ver tratar a los muertos como los restos de animales en las clases de biología, en los que los alumnos metían los dedos. Ahora no le entraban náuseas, pero por lo general se iba a pasear en coche durante dos o tres horas antes de volver al trabajo.

El informe mecanografiado constaba de varias hojas. Christy Sullivan llevaba muerta al menos setenta y dos horas, quizá más, cuando la encontraron. La hinchazón y las ampollas del cadáver, junto con las bacterias y la acumulación de gases en los órganos, confirmaban el cálculo horario con bastante precisión. Sin embargo, la temperatura del cuarto era muy alta, cosa que había acelerado la putrefacción del cadáver. Este hecho, a su vez, aumentaba las dificultades de asegurar la hora exacta de la muerte. Pero no era inferior a las setenta y dos horas; el médico forense había sido muy firme en ese punto. Además, Frank contaba con otras informaciones que le llevaban a creer que Christine Sullivan había muerto la noche del lunes. Esto coincidía con el margen de tres a cuatro días.

Frank frunció el entrecejo. Un mínimo de tres días representaba que el rastro se había enfriado. Cualquiera con dos dedos de frente podía desaparecer de la faz de la tierra en tres o cuatro días. A esto se añadía el hecho de que Christine Sullivan llevaba muerta algún tiempo y la investigación apenas si había avanzado. No recordaba ningún caso sin una sola pista.

No sabían de la existencia de ningún testigo de los hechos ocurridos en la mansión Sullivan, aparte de la víctima y el asesino. Habían publicado anuncios en los periódicos y colocado cárteles en los bancos y centros comerciales. No se había presentado nadie.

Habían hablado con todos los propietarios de casas en un radio de cinco kilómetros. Todos habían manifestado su asombro, repulsa y miedo. Frank había visto el temor reflejado en el movimiento de una ceja, en los hombros encorvados y en la manera de frotarse las manos. La vigilancia sería más estrecha que nunca en el pequeño condado. Pero todas estas emociones no dieron ninguna información útil. Habían interrogado a fondo al personal de cada casa. Otra vía muerta. Habían entrevistado por teléfono a la servidumbre de los Sullivan, que habían ido a Barbados, sin conseguir nada importante. Además, todos tenían coartadas perfectas, aunque esto no significara un obstáculo insalvable. Frank archivó el dato en su memoria.

Tampoco tenían la película del último día de la vida de Christine Sullivan. La habían asesinado en su casa, a altas horas de la noche. Pero si la habían matado un lunes por la noche, ¿qué había hecho durante el día? Esta información tendría que darles alguna pista.

Aquel lunes por la mañana, a las nueve y media, habían visto a Christine Sullivan en una peluquería del centro de Washington, donde a Frank le hubiese costado la paga de dos semanas enviar a su esposa. Si la mujer se preparaba para algún sarao o si esto era algo que los ricos hacían habitualmente era algo por averiguar. Nada sabían de los pasos de Christine después de salir de la peluquería sobre el mediodía. No había regresado a su apartamento en la ciudad ni tampoco, hasta donde sabían, había tomado un taxi.

Si la señora se había quedado en la ciudad cuando todos los demás se iban al soleado sur, Frank supuso que tenía algún motivo. Si aquella noche había estado con alguien, tendría que hablar con él, y quizás arrestarlo.

Por una de esas ironías, el asesinato mientras se cometía un robo no merecía la pena capital en Virginia, pero en cambio merecía esa pena el asesinato cometido en un atraco a mano armada. Si alguien atracaba y asesinaba se le podía condenar a muerte; si robaba y mataba, la condena era de cadena perpetua, algo que en realidad no representaba mucha diferencia dadas las atroces condiciones de la mayoría de las cárceles estatales. Pero Christine Sullivan poseía muchas joyas. Todos los informes que había recibido el detective confirmaban su entusiasmo por los diamantes, los zafiros, las esmeraldas; las usaba todas. No habían encontrado joyas en el cadáver, aunque eran visibles a simple vista las marcas de los anillos en la piel. Sullivan había confirmado la desaparición de un collar de diamantes. El dueño del salón de belleza también recordaba haber visto el collar el lunes.

Frank estaba seguro de que un buen fiscal podía montar una acusación por atraco con estos hechos. Los autores esperaban al acecho, con premeditación y alevosía. ¿Por qué los honrados ciudadanos de Virginia tenían que pagar miles de dólares al año para alimentar, vestir y albergar a un asesino despiadado? ¿Robo? ¿Atraco? ¿A quién coño le importaba? La mujer estaba muerta. Asesinada por algún imbécil. Las distinciones legales de este tipo le sentaban mal a Frank. Como muchos otros agentes de la ley consideraba que el sistema de justicia criminal favorecía demasiado a los delincuentes. A menudo le parecía que entre el enrevesado proceso -con sus componendas, trampas técnicas y la lengua viperina de los abogados defensores- estaba el hecho de que alguien había violado la ley. Que otro había sido herido, violado o asesinado. Esta era una equivocación grave. Frank no podía hacer nada para cambiar el sistema, pero podía escarbar en los bordes.

Acercó el informe a los ojos mientras se ponía las gafas para leer. Bebió otro trago de café solo, bien fuerte. «Causa de la muerte: heridas de bala laterales en la región cefálica, causadas por disparos de arma(s) de fuego de gran calibre y alta velocidad. Una bala de punta blanda expansible causó la herida perforante, y una segunda bala de composición desconocida procedente de un arma no identificada causó la herida penetrante.» Lo que en idioma normal significaba que le habían volado los sesos con armas de grueso calibre. El informe también consignaba que se trataba de un homicidio, la única cosa clara que Frank veía en todo este caso. Observó que había acertado en su conclusión sobre la distancia desde la cual se habían efectuado los disparos. No había rastros de pólvora en las heridas. Los disparos se habían hecho desde una distancia superior a los sesenta centímetros; Frank calculaba que la distancia se aproximaba al metro ochenta, pero era sólo una intuición. En ningún momento había pensado en un suicidio, y los asesinos a sueldo mataban a sus víctimas disparando a quemarropa. Ese método reducía considerablemente el margen de error.

Frank se apoyó en la mesa. ¿Por qué más de un disparo? Con uno ya bastaba. ¿El agresor era un sádico al que le gustaba vaciar el cargador en el cadáver? Sin embargo, sólo habían encontrado dos orificios de entrada, algo que no cuadraba con las descargas de un loco. Después estaba el tema de las balas. Una dumdum y un proyectil misterioso.

Sostuvo en alto la bolsa con su marca. Sólo habían recuperado un proyectil del cadáver. Había entrado por debajo de la sien derecha. En el impacto se había expandido. Después había atravesado el hueso y el cerebro causando una onda de choque en el tejido blando del cerebro, como quien enrolla una alfombra.

Tocó con cuidado el trozo de plomo. El proyectil terrible, diseñado para aplastarse en el impacto y destrozar todo lo que encontraba a su paso, había funcionado a la perfección con Christine Sullivan. El problema consistía en que ahora había dumdums al alcance de cualquiera. El proyectil estaba totalmente deformado. Era inútil buscar estrías.