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– Con una es suficiente para este caso.

– Bueno, supongamos que tenía un arma, y ahora el arma ha desaparecido. ¿Qué clase de arma?

Simon pensó en la pregunta mientras guardaba el equipo.

– Podemos descartar las armas de fuego; si hubiese llegado a disparar habríamos encontrado rastros de pólvora en las manos. No las hubiesen podido eliminar sin dejar huellas.

– Bien. Tampoco hay ninguna prueba de que tuviera un arma registrada a su nombre. Además, ya está confirmado que no había armas en la casa.

– Por lo tanto, nada de pistolas. Entonces, quizás un cuchillo. No sabemos el tamaño de la herida, quizá sólo un corte, algo superficial. Por el tamaño del trozo recortado podemos deducir que no hubo hemorragia.

– Así que apuñaló a uno de los autores, en un brazo o en una pierna. Entonces, ¿retrocedieron y dispararon contra ella? ¿O descargó la puñalada mientras agonizaba? -Frank se corrigió a sí mismo-. No, murió en el acto. Apuñaló a uno de ellos en otra habitación, corre hasta aquí y entonces la matan. Mientras permanece a su lado, la sangre del herido cae sobre la alfombra.

– Excepto que la caja fuerte está aquí. Lo más lógico es suponer que ella les sorprendió en plena faena.

– De acuerdo, pero recuerda que dispararon desde la puerta hacia la habitación. Y dispararon hacia abajo. ¿Quién sorprendió a quién? Esto es lo que me tiene sin dormir.

– Entonces, ¿a qué viene llevarse el cuchillo, si fue así?

– Porque podía identificar a alguien.

– ¿Huellas digitales? -Simon frunció la nariz como si pudiese oler las pruebas escondidas en la habitación.

– Es lo que creo -afirmó Frank.

– ¿La difunta señora de Walter Sullivan tenía la costumbre de llevar cuchillo?

Frank se dio una palmada tan fuerte en la frente que Simon se encogió. Le miró mientras él corría hasta la mesa de noche y cogía la foto. Sacudió la cabeza y se la alcanzó.

– Ahí tienes tu maldito cuchillo.

Simon miró la foto. Sobre la mesa de noche había un abrecartas con empuñadura de cuero.

– El cuero explica los residuos de aceite en las palmas.

Frank se detuvo un momento en la puerta principal cuando estaba a punto de salir. Miró el panel del control de seguridad, que ya estaba reparado. Sonrió cuando un pensamiento esquivo afloró por fin en su cabeza.

– Laura, ¿tienes una lámpara fluorescente en el coche?

– Sí, ¿por qué?

– ¿Te importaría traerla?

Intrigada, Simon fue hasta el coche y volvió con la lámpara. La enchufó en una toma del vestíbulo.

– Alumbra las teclas de los números.

La luz fluorescente puso al descubierto algo que provocó otra sonrisa.

– Caray, esto es muy bueno.

– ¿Qué significa? -preguntó Simon con el entrecejo fruncido.

– Significa dos cosas. Primero, que tenemos un cómplice en el interior y, segundo, que nuestros cacos son unos tipos muy creativos.

Frank se instaló en la pequeña sala de interrogatorios. Decidió no encender otro cigarrillo y optó por comerse un caramelo. Miró las paredes hechas con ladrillos de cemento, la mesa metálica y las sillas destartaladas y llegó a la conclusión de que era un lugar muy deprimente para ser interrogado. Lo que era conveniente. La gente deprimida era vulnerable, y las personas vulnerables, si se las sabía llevar, tendían a hablar. Y Frank quería escuchar. Estaba dispuesto a escuchar todo el día.

El caso era todavía muy confuso, pero algunos elementos se aclaraban poco a poco.

Buddy Budizinski aún vivía en Arlington y ahora trabajaba en un lavadero de coches en Falls Church. Había admitido estar en la casa Sullivan, se había enterado del asesinato por los periódicos, pero aparte de eso no sabía nada más. Frank no veía motivos para no creerle. El hombre no era ninguna lumbrera, no tenía antecedentes policiales y había pasado su vida adulta realizando trabajos humildes para ganarse el sustento, sin duda obligado por el hecho de que sólo había ido a la escuela hasta quinto grado. Su apartamento era modesto por no decir mísero. Budizinski era un callejón sin salida.

En cambio, Rogers había resultado un filón. El número de la seguridad social que había escrito en la solicitud de empleo era auténtico, la única pega era que correspondía a una empleada del departamento de Estado que se encontraba en Tailandia desde hacía dos años. Sin duda sabía que en la compañía de limpieza de alfombras no se molestarían en comprobarlo. ¿A ellos qué más les daba? La dirección era de un motel en Beltsville, Maryland. Nadie con ese nombre se había registrado en el motel durante el último año y allí no habían visto a nadie que encajara con la descripción de Rogers. No había antecedentes del hombre en el estado de Kansas. Además, tampoco había cobrado ninguno de los cheques que le había dado la Metro. Esto solo ya resultaba muy significativo.

En estos momentos, un dibujante de la policía preparaba un retrato robot basado en la descripción de Pettis y lo distribuirían por la zona.

Rogers era el tipo. Frank lo intuía. Había estado en la casa, y desaparecido dejando atrás una estela de informaciones falsas. Simon se ocupaba ahora de revisar la furgoneta de Pettis con la ilusión de encontrar alguna huella digital de Rogers en algún recoveco. No habían encontrado huellas en la escena del crimen, pero si conseguían identificar a Rogers, y estaba seguro que tenía antecedentes, entonces el caso de Frank comenzaría a tener una base. Sería un gran paso adelante si la persona que esperaba decidía cooperar.

Por otra parte, Walter Sullivan confirmó que faltaba un abrecartas antiguo del dormitorio. Frank deseaba más que nada en el mundo hacerse con esta prueba tan importante. Había comentado a Sullivan la teoría de que su esposa había herido al atacante con dicho instrumento. El viejo no había reaccionado ante la información y Frank se preguntó si Sullivan no estaría perdiendo facultades.

El detective repasó una vez más la lista de empleados de la residencia Sullivan, aunque ya se la sabía de memoria. Sólo estaba interesado en uno de ellos.

No conseguía apartar de su cabeza la declaración del representante de la compañía de seguridad. Era imposible descubrir con un ordenador portátil un código de cinco dígitos en la secuencia correcta que se generaba con las combinaciones de quince dígitos, máxime si se tenía en cuenta el poco tiempo disponible y la respuesta inmediata a cualquier fallo por parte del ordenador del sistema. Para hacerlo había que eliminar algunas de las posibilidades. Y eso ¿cómo se conseguía?

El examen del teclado mostraba que lo habían rociado con un producto químico -Frank no recordaba el nombre que le había dicho Simon- sólo visible en cada una de las teclas con luz fluorescente.

Frank se reclinó en la silla y se imaginó a Walter Sullivan -o al mayordomo, o al que le tocaba conectar la alarma- bajar al vestíbulo y marcar el código. El dedo apretaría las teclas correctas, las cinco, y la alarma quedaría conectada. La persona se iría, sin darse cuenta de que ahora llevaba restos de una sustancia química invisible al ojo, e inodora, en la punta del dedo. Y, lo que era más importante, sin apercibirse de que acababa de revelar los números del código secreto. Con una lámpara de luz fluorescente, los ladrones sabrían cuáles eran los números marcados porque la sustancia química aparecía emborronada en las teclas. Con esa información el ordenador podía dar la secuencia correcta, según el empleado de la empresa, en el tiempo asignado, ya que se habían eliminado el 99,9 por ciento de las combinaciones posibles.

Aclarado esto, la pregunta seguía siendo la misma: ¿quién había rociado la sustancia? Al principio, Frank había pensado que Rogers, o como se llamara en realidad, podía haberlo hecho mientras estaba en la casa, pero los hechos demostraban que no era posible. Primero, en la casa siempre había gente; un extraño rondando el panel de la alarma habría despertado sospechas incluso al más despistado. Segundo, el vestíbulo era grande, abierto y el lugar menos íntimo de la casa. Y tercero, la aplicación habría llevado algún tiempo y cuidado. Rogers no podía permitirse ninguna de las dos cosas. La más mínima sospecha, la mirada más pasajera y el plan se habría desmoronado. La persona que había planeado esto no era de las que corrían esos riesgos. Rogers no lo había hecho. Frank estaba muy seguro de saber quién era.

A primera vista, la mujer se veía tan delgada que daba la impresión de demacrada quizá debido a una enfermedad. Pero después, el color saludable de las mejillas, los huesos finos y la gracia de los movimientos indicaban que pese a la delgadez gozaba de buena salud.

– Por favor, siéntese, señora Broome. Le agradezco que haya venido.

La mujer asintió y se sentó en una de las sillas. Llevaba una falda floreada a media pierna. Un collar de una sola hilera de perlas falsas le rodeaba el cuello. El pelo recogido en un moño; algunas hebras sobre la frente comenzaban a encanecer. Por la tersura de la piel y la ausencia de arrugas, Frank hubiese dicho que tenía unos treinta y nueve años. En realidad tenía unos cuantos más.