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Burton escogió el camino más fácil. Fue a la cabina de teléfonos del vestíbulo y se hizo con todas las guías de teléfono de la región. Primero probó con el distrito capitaclass="underline" no encontró nada. Después intentó Virginia Norte. Había tres Luther Whitney en el listín. La siguiente llamada telefónica fue a la policía estatal de Virginia, donde tenía un contacto. Se consultaron por ordenador los archivos de la dirección de Tráfico. Dos de los Luther Whitney tenían veintitrés y ochenta y cinco años respectivamente. Sin embargo, el Luther Whitney del 1645 East Washington Avenue, Arlington, había nacido el 5 de agosto de 1929, y el número de la Seguridad Social, utilizado en Virginia como número del carné de conducir, confirmaba que era el hombre. Pero ¿era Rogers? Había una manera de averiguarlo.

Burton sacó su libreta. Frank había sido muy amable al dejarle leer el expediente de la investigación. El teléfono sonó tres veces y ala cuarta respondió Jerome Pettis. Sin precisar mucho, Burton se hizo pasar como alguien de la oficina de Frank, y formuló la pregunta. Durante los cinco segundos siguientes, Burton intentó controlar los nervios mientras escuchaba el jadeo del hombre al otro extremo de la línea. La respuesta bien valió la corta espera.

– Caray, así es. El motor casi se agarrotó. Alguien había dejado flojo el tapón del aceite. Le dije a Rogers que lo hiciera porque estaba sentado sobre la lata de aceite que llevábamos en la parte de atrás.

Burton le dio las gracias y colgó. Miró la hora. Todavía disponía de tiempo antes de dejarle a Frank el mensaje. A pesar de las constancias cada vez mayores, Burton no tenía la certeza absoluta de que Whitney hubiera sido el tipo de la caja fuerte, pero el instinto le decía que Whitney era el hombre. Y aunque no había ningún motivo para que Luther Whitney hubiese vuelto a su casa después del asesinato, Burton quería conocer mejor al tipo y quizás encontrar alguna pista sobre el lugar donde había ido. La mejor manera de hacerlo era visitar la casa donde vivía. Antes que lo hiciera la policía. Marchó a paso rápido a buscar el coche.

El tiempo volvía a ser frío y lluvioso mientras la madre Naturaleza se entretenía en jugar con la ciudad más poderosa del planeta. Los limpiaparabrisas hacían todo lo posible por quitar el agua del cristal. Kate no tenía muy claro por qué estaba allí. Había visitado el lugar sólo una vez en todos estos años. En aquella ocasión se había quedado en el coche mientras Jack entraba a verle. A decirle que él y la única hija de Luther iban a casarse. Jack había insistido, a pesar de las protestas de ella en el sentido de que al hombre le importaba un pimiento. Al parecer, se había equivocado. Él había salido a la galería, le había mirado, sonriente, e incluso había insinuado un movimiento como si quisiera acercarse a ella. Con ganas de felicitarla, pero sin saber muy bien cómo hacerlo dadas las circunstancias tan peculiares. Él había estrechado la mano de Jack, le había dado una palmada en la espalda, y después había vuelto a mirarla como si diera la aprobación.

Ella había mantenido la mirada al frente, los brazos cruzados, hasta que Jack volvió al coche y se marcharon. Por el espejo lateral había visto la pequeña figura mientras se alejaban. Parecía mucho más pequeño de lo que recordaba, casi diminuto. En la memoria, su padre siempre sería un monolito enorme que encarnaba todo lo que ella odiaba y temía en el mundo, que llenaba todo el espacio a su alrededor y le quitaba la respiración con su tamaño sobrecogedor. Aquella criatura era una ficción, pero se negaba a reconocerlo. Pero si bien no había querido tratar nunca más con aquella imagen, fue incapaz de desviar la mirada. Durante más de un minuto, a medida que el coche aceleraba, mantuvo los ojos en el reflejo del hombre que le había dado la vida para después quitársela junto con la de la madre con una finalidad brutal.

A medida que el coche se alejaba, él había continuado mirándola, con una mezcla de tristeza y resignación en las facciones que la sorprendió. Pero Kate la racionalizó, la atribuyó a otra de sus tretas para hacerle sentirse culpable. Ninguna de sus acciones merecía una calificación benigna. Era un ladrón. No tenía ningún respeto a la ley. Un bárbaro en una sociedad civilizada. En él no existía la sinceridad. Entonces doblaron en la siguiente esquina y la imagen desapareció bruscamente, como si hubiesen dado un tirón a un hilo imaginario que la sujetaba.

Kate aparcó en el camino de entrada. La casa estaba a oscuras. El reflejo de los faros en el maletero de un coche aparcado delante le molestaba en los ojos. Apagó las luces, respiró hondo para calmar los nervios y abandonó el coche.

La nevada había sido escasa, y los pocos restos que quedaban crujieron bajo sus pies mientras avanzaba hacia la puerta. La temperatura prometía heladas durante la noche. Apoyó una mano en el costado del coche para no perder el equilibrio mientras caminaba. Aunque no esperaba encontrar al padre en casa, ella se había peinado con esmero, se había puesto uno de los trajes que sólo usaba en los juicios e incluso se había maquillado un poco más de lo habitual. A su manera, ella había triunfado, y si se daba la ocasión de verse las caras, deseaba demostrarle que, a pesar del abandono paterno, además de sobrevivir había prosperado.

La llave seguía en el mismo lugar donde Jack le había dicho que la encontraría hacía ya muchos años. Resultaba irónico que un ladrón consumado dejara su propiedad tan accesible. Abrió la puerta y entró despacio, sin advertir la aparición de un coche que se detuvo al otro lado de la calle o fijarse en el conductor que la miraba atentamente y que ya había escrito el número de su matrícula.

La casa tenía el olor a moho típico de un lugar abandonado hacía tiempo. En ocasiones, ella se había imaginado cómo sería la casa por dentro. Había imaginado un lugar limpio y ordenado y no estada desencaminada.

Se sentó en una silla de la sala a oscuras, sin darse cuenta de que era la favorita de su padre e ignorante de que Luther había hecho lo mismo cuando había visitado su apartamento.

La foto estaba sobre la repisa de la chimenea. Tendría unos treinta años. Kate, en los brazos de su madre, abrigada de pies a cabeza, sólo unos cabellos negros visibles debajo del casquete rosa; había nacido con mucho pelo. Su padre, el rostro sereno y con sombrero, estaba junto a la madre y la hija; la mano musculosa acariciaba los dedos de Kate.

La madre de Kate había conservado aquella foto sobre el tocador hasta que murió. Kate la había tirado el día del funeral, mientras maldecía la intimidad entre padre e hija que reflejaba la imagen. La había tirado inmediatamente después de que el padre se presentara en la casa donde ella le había atacado con una furia que se había hecho cada vez más descontrolada a medida que él no respondía, no contraatacaba, sino que se limitaba a aceptar los improperios. Y cuanto más callado había estado él, más furiosa se había puesto ella hasta abofetearlo, con las dos manos, hasta que intervinieron otros y la apartaron. Y sólo entonces su padre se había puesto el sombrero, había dejado sobre la mesa las flores que había traído y, con el rostro inflamado por las bofetadas y los ojos llenos de lágrimas, se había marchado, cerrando la puerta con mucha discreción.

Ahora, sentada en la silla del padre, Kate pensó que también él había sufrido aquel día. Había sufrido por una mujer a la que aparentemente había amado durante buena parte de su vida y que desde luego le había querido. Sintió un nudo en la garganta y se apresuró a contenerlo con la presión de los dedos.

Se levantó para recorrer la casa. Espiaba en las habitaciones y se apartaba, cada vez más nerviosa a medida que se adentraba en los dominios de su padre. La puerta del dormitorio estaba entreabierta, y por fin se decidió a abrirla del todo. Al entrar se arriesgó a encender la luz, y mientras sus ojos se acomodaban al cambio se fijó en la mesa de noche. Se acercó y acabó por sentarse en la cama.

La colección de fotos era, en esencia, un pequeño relicario dedicado a ella. Desde el nacimiento en adelante, allí estaba recapitulada toda su vida. Cada noche cuando su padre se iba a dormir ella era lo último que veía. Pero lo que le sorprendió más fueron las fotos de mayor. Las de su graduación en el instituto y en la facultad de Derecho. Desde luego su padre no había sido invitado a ninguno de estos acontecimientos, pero allí estaban registrados. Ninguna de las fotos era estática. Aparecía caminando, saludando a alguien o sola sin darse cuenta de la presencia de la cámara. Miró la última foto. Bajaba las escaleras del palacio de justicia de Alexandria. Su primer día en los tribunales, comida por los nervios. Un caso de hurto, una nimiedad para el tribunal general del distrito, pero la sonrisa en su rostro proclamaba la victoria total.

Se preguntó cómo era que no le había visto. Y entonces pensó que quizá sí se había dado cuenta de su presencia pero se había negado a admitirlo